– ¿Qué lo trae por aquí, doctor? -preguntó Reiner. No era joven, estaba despeinado, tenía la mirada vaga, parecía débil.
Ravenna miró como si fuera a contestar, pero calló, por encontrarse de repente desprovisto de la razón que lo llevó a llamar a la puerta. En efecto, con incredulidad, con júbilo, advirtió que el olor había desaparecido. Dijo lo primero que se le ocurrió:
– Quería avisarle que no es imposible que aparezca algún vecino y le pida permiso para entrar en su departamento, a causa de un olor nauseabundo.
Reiner declaró que no entendía. Con escasos cambios repitió Ravenna lo que había dicho, manteniendo por cierto la referencia al olor nauseabundo.
– ¿Qué insinúa? -preguntó Reiner, sofocado por la indignación-. ¿Que tengo mi departamento sucio?
La dificultad de explicar verosímilmente los hechos de antemano cansó a Ravenna y muy pronto lo exasperó. Dijo:
– No insinúo nada, pero como estoy un poco harto me voy.
Todavía subía hacia el 1° piso cuando vio, a través de la puerta enrejada del ascensor, a la señora Octavia, que bajaba.
Tras vacilar un momento, salió del ascensor y procuró seguir por la escalera a la señora. Ésta había desaparecido. «Tiempo de llegar abajo no tuvo» pensó. «Entró en el 5.° A o en el 5.° B.» Dominado por la curiosidad, esperó en un recodo. No bien oía el funcionamiento del ascensor, o pasos en alguna parte, bajaba o subía un tramo, para que no lo sorprendieran espiando. Sus movimientos le recordaban las idas y venidas de una fiera enjaulada.
Por último Octavia salió del 5.° A; al verlo, exclamó:
– Si todavía te sigue la molestia nasal, el doctor Reiner es tu salvación. Te confieso: cuando apareciste en casa, creí que todo era un pretexto. Al rato nomás empecé a oler. Qué castigo.
– ¿Todavía te molesta?
– Me curó el doctor Reiner. Un brujo. Tendrías que verlo.
– Yo estoy sano. Me sané al contagiarte.
– Fuiste malísimo, pero ahora no importa, porque el doctor Reiner me curó. Es un brujo. No me dio ningún remedio. Yo creía todo el tiempo que estaba auscultándome con sus cornetines de metal. Me miró la nariz por dentro y me examinó la boca en sus últimos detalles.
– ¿Para qué?
– El lo sabrá, porque es un brujo. Bastó una visita para que me sanara.
Ravenna dijo:
– Bueno, me voy.
Subió a su departamento. Pensó que debía arreglar los papeles de la Facultad, antes que se le extraviaran en el desorden de la mesa. «No puedo mantener los ojos abiertos» murmuró. Se dejó caer en la silla, miró la ventana, el azul del cielo, y cuando hizo el ademán de recoger los papeles quedó profundamente dormido.
Despertó renovado. Se arrimó a la ventana y más allá de infinidad de casas desparejas vio una portentosa puesta de sol. Como quien saca una conclusión, pensó que si la tuviera a mano a Fernanda, la del 5.° B, la de los trillizos y los gemelos, la convencería. Seguro de que había llegado la hora de actuar, corrió escaleras abajo. Se encontró con Fernanda -lo que interpretó como buen augurio- que salía del 5° A -un augurio menos auspicioso. Sin darle tiempo a reaccionar, Fernanda dijo: -Qué suerte encontrarlo. «Por primera vez me habla» pensó Ravenna. Contestó: -Para mí también es una suerte.
– Quiero que me felicite. Me caso con Hipólito. El doctor Reiner, usted sabe. Es para morirse de la risa. Llegó fuera de sí, desesperado por el mal olor, y a los pocos minutos nos queríamos con locura.
Sintió un cansancio muy grande. Procuró sobreponerse, para intentar una última defensa, y argumentó:
– Ese olor es contagioso.
– ¡A quién se lo dice! Parece evidente que yo traje el morbo a la casa. Ahora he de estar inmunizada.
Interrumpió este diálogo la llegada del ascensor, con doña Clotilde, que anunció:
– Doctor Ravenna: el doctor Garay lo espera abajo.
– Me había olvidado -exclamó con desconsuelo.
Se despidió, se cuadró y partió a enfrentar su largo fin de semana.
AMOR VENCIDO
– Cuente -dijo.
– No sé muy bien cómo empieza ni dónde estamos. Cuando Virginia pregunta: «¿Recuerdas lo que prometiste?», me falta valor para anunciarle, una vez más, que la semana siguiente almorzaremos juntos, pero que hoy me esperan mis padres. Para sobreponerme a una inopinada congoja, como si quisiera marearme con palabras, me largo a hablar. Probablemente por asociación de ideas hablo del restaurante que el invierno pasado un cocinero francés inauguró en una vieja quinta -¿de San Isidro? ¿de San Fernando?- llamado Fierre. ¿O Pierre queda realmente en el barrio sur? Tras algún tartamudeo soslayo el nombre y la dirección -mis olvidos podrían sugerir que por darme importancia elogio un restaurante que apenas conozco- y para demostrar que no soy un botarate emprendo la detallada descripción de manjares que allí sirven; descripción a la que tal vez un hombre de paladar simple, como yo, no tenga derecho. De modo que por cobardía o por abulia no invento una excusa y por jactancia doy a entender que acepto el compromiso. Estoy acongojado, supongo, porque obro en contra de mi voluntad.
Como no hago nada por librarme de Virginia, debo encontrar el modo de avisar a mis padres que no almorzaré con ellos. Para peor, mi madre ya me espera en el Rosedal. La imagino sentada en un banco, sonriente y animosa, como está en una desvaída fotografía que hace tiempo le sacaron en esos mismos jardines y que ahora me parece patética.
Por el corredor de la casa de campo llego al viejo escritorio, de revoque descascarado. Con alguna dificultad despierto a mi padre que descansa, extrañamente encogido en el diván. «No dormí bien anoche», dice, para disculparse. Está muy contento de verme. En seguida le digo: «No voy a almorzar con ustedes». Mi padre tarda en entender, porque no despertó del todo, y yo me apresuro a pedirle: «Avisale a mamá». Quiero irme antes de que se despabile, porque todavía está contento y sé que muy pronto él también va a entristecerse.
Inflijo ese dolor y me lo inflijo para no defraudar a una mujer para quien la salida conmigo vale (¿cómo decirlo sin mezquindad?) exactamente un almuerzo.
Me dio su interpretación:
– Lo que sucede es que ahora no quiere verlos.
– Fuimos tan amigos -le dije.
Me faltó ánimo para explicar.
EL LADO DE LA SOMBRA
El lado de la sombra
En cuanto cruzas la calle
estás del lado de la sombra.
(Más acá, más allá, milonga de Juan Ferraris, 1921)
Tan acostumbrado estaba a los crujidos de la navegación, que al despertar de la siesta oí el silencio del buque. Me asomé por un ojo de buey. Vi abajo el agua tranquila y a lo lejos, pródiga en vegetación verde, la costa, donde identifiqué palmeras y probablemente bananos. Me puse el traje de brin y subí a cubierta.
Habíamos atracado. Al babor estaba el puerto, con negros hormigueando por el empedrado, entre los rieles, las altas grúas y los interminables galpones grises; más allá se desparramaba la ciudad, cercada por cerros de empinada ladera selvática; diligentemente, según advertí, entraba carga en el barco. Al estribor -si estribor es el lado derecho, cara a proa- encontré la costa que había observado por el ojo de buey; una isla que me recordó factorías donde nunca estuve, parajes de novelas de Conrad. Algo he de haber leído sobre un personaje que por paulatina muerte de la voluntad, contra el anhelo de su alma, va quedándose en un lugar así, en la Península Malaya, en Sumatra o en Java. Me dije que ni bien desembarcara entraría en el mundo de tales libros y tuve un escalofrío de júbilo y miedo: una gota de cada uno, porque la credulidad no era mucha. Estampidos monótonos del motor de una suerte de canoa que navegaba rumbo a la isla atrajeron mi atención. Tripulaba la canoa un negro que levantaba en alto una jaula de mimbre, con un pájaro azul y verde; riendo nos gritaba a los del barco palabras que no entendí, apenas audibles.