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»Antes de que me presentara al marido (después lo traté bastante), al comienzo de nuestros amores, una noche le pregunté: “¿No desconfiará? Siempre nos encuentra juntos”. Recuerdo que contestó: “No te preocupes. Mi marido es de ese tipo de hombres muy masculinos, buenos fisonomistas de mujeres, que jamás recuerdan una cara de hombre, porque no la ven”.

»Lo que deslumbraba -además de su belleza, de su juventud, de su encanto, de su inteligencia (particular y limitada, pero finísima, mucho más lúcida que la mía)- era el hecho increíble, repetidamente probado, de que estaba enamorada de mí. Me contaba todo, no me ocultaba nada, como si estuviera segura -yo la respetaba, admitía la madurez de su criterio, no me permitía dudar (pero dudaba un poco)-, como si estuviera segura de que nunca emplearía contra mí aquella prodigiosa máquina de embustes. Yo agradecía la generosidad del destino, y una noche, en una especie de borrachera de amor y vanagloria, le dije: “Aunque me engañaras a mí, no podría menos que admirarte”. De buena fe me suponía dotado del requerido temple filosófico. Por otra parte, no había mala acción ejecutada por Leda que no fuera principalmente graciosa.

»Me olvido de Lavinia -dijo el Inglés Veblen, palmoteando la cabeza del gato sentado entre sus piernas-. Lavinia, la gatita de Leda, era una gata casera, de pelaje muy suave, con manchas café con leche y negras, con la máscara en dos mitades, una negra y una blanca. Con ese aire de gato de pobres, tenía el alma de Leda. No sabes cómo se parecían. Muy compradora y falsa, te embaucaba siempre, y cuando descubrías el engaño te deslumbraba el animalito. Era delicada, enemiga de la suciedad. Después de comer la señorita tenía que limpiarse, como toda gran dama, los bigotes. Un día me recibió con pruebas de afecto, lo que me halagó sobremanera, porque entendí que Lavinia me extendía un certificado de admisión en la casa. En ocasión de mandar el traje azul a la tintorería, comprendí que la gata me engañó con su cordialidad para usar mi pantalón como servilleta. De nadie le importaba a Lavinia, salvo de Leda. A lo mejor Leda fue igual, también tuvo un solo amor.

»No recuerdo quién, Leda o yo, habló primero de pasar juntos unos días en algún paraje de Francia. Estoy seguro, eso sí, de que Leda eligió a Évian. Esta elección me sorprendió, pues yo creía conocer a Leda y descontaba que optaría por un lugar extremadamente mundano; también me defraudó un poco, porque me había imaginado del brazo de mi amiga, en pleno brillo de Montecarlo y de Cannes. Lo pensé mejor y me dije: “¿Qué más quiero? No andaremos de fiesta en fiesta, yo angustiado por sus inevitables conquistas. La tendré para mí solo”.

»Contarnos el viaje que haríamos era uno de los agrados de aquella época; sin embargo, cuando hubo precisiones y fechas, cuando todo fue real, me encontré mal dispuesto a interrumpir nuestra vida en Londres. Como ni yo ni nadie resistía los deseos de Leda, muy pronto se reanimó en mí el ánimo de partir. Surgieron dificultades: desconfiaron los padres, ya no vieron el viaje con buenos ojos; peor aún: el marido habló de acompañar a su mujer. De tales vicisitudes Leda me mantenía informado, pues los otros, quizá por instinto, se cuidaban ante extraños de ventilar sospechas y resquemores. Los padres, dos viejos hipócritas, para confundirme se mostraban partidarios del viaje y el marido me rogaba, con astucia evidente, que no lo abandonara durante la ausencia de Leda, porque sin ella ¿quién lo invitaría? Estas comedias irritaban a la muchacha, que temía aparecer ante mí como una gran mentirosa. Los preparativos continuaban y, ocupada con la modista, en la manicura, en el peluquero, en las compras, a mi amiga no le quedaba un minuto del día para verme; en cuanto a las noches, las pasaba, se entiende, con la familia. “Menos mal que hay teléfono”, yo suspiraba con resignación. Debo reconocer que para un rápido saludo telefónico Leda siempre encontraba la oportunidad. La esperanza en ese viaje que nos mantenía separados y que por fin nos reuniría, paulatinamente se alejaba. Cuando todo pareció perdido, Leda anunció: “Mi amor, nos vamos. Infortunadamente nos acompañan mi prima Adelaida Brown-Sequard y mi sobrinita Belinda. Sin ellas no hay Évian. Tú y yo viajamos por separado y nos encontramos en el hotel Royal. Para que no viajes completamente solo, te dejo a Lavinia. Tú la llevarás. Te confío lo que más quiero… después de ti, mi amor”. Fui feliz, me abatí, me sobrepuse. Para mis adentros comenté melancólicamente: “¡Leda con una sobrinita! On aura tout vu”.

»Como yo partiría antes, la verdad es que temí pasar en Évian una temporada con la gata; pero cambiamos los planes, primero voló ella y cuando aterrizamos con Lavinia en Ginebra, nos esperaba Leda en el aeródromo.

»Nuestro automóvil entró en Évian al caer la tarde. No sé por qué me acometió una ansiedad por demorar la llegada al hotel; hubiera querido prolongar el trayecto y retener junto a mí (patéticamente, como se abrazan los amantes a quienes el destino separa) a Leda, que erguida en el asiento me refería, según creo, los pormenores de su viaje. “¿Por qué eres tan linda?”, le dije tomándola ansiosamente de las manos e infundiendo un tono despreocupado en las palabras. Aunque sensible a cualquier reproche, dejó pasar el que había en la pregunta y atendió el elogio de su belleza. Halagada, se irguió más aún, y ese movimiento, el largo cuello, el peinado, los ojos, que eran verdaderamente increíbles, me la mostraron por un instante como un pájaro. Ojalá que mi acompañante fuera un pájaro; era Leda, la muchacha que yo quería, y por primera vez me dolió su belleza y se me antojó lejana. “Bajemos -dije en el portón del parque-. Vamos caminando hasta el hotel.” Para anular toda objeción argumenté: “La pobre Lavinia necesita ejercicio”. Caminamos callados, pero de pronto oí lo que temía: “Tenemos los cuartos en distinto piso, mi amor. Esta noche no dormimos juntos. Mañana tal vez…”. No dije nada.

»El señor de la recepción me alargó el papel para firmar y me indicó el número del cuarto. “¿Del lado del lago?”, pregunté. “Del lado del lago”, contestó. “Ah, no”, dije. “Quiero del lado de la montaña. Mirando al sur.” “Qué maniático”, protestó Leda. “Mal signo”, me dije, “irritar a la persona querida”. Era la primera vez que esto me ocurría con Leda. Creyéndome hábil, pregunté: “Sin cambiar de piso ¿podría tener un cuarto mirando a la montaña?”. “Cómo no”, contestó el señor. Alegremente Leda empezó a hablar de terrazas donde tomaríamos el desayuno. Nos metimos todos en la jaula del ascensor, recién pintada y barroca, subimos al primer piso, caminamos por corredores anchos (construyeron el hotel en una época en que todavía sobraba lugar en el mundo) sobre inmaculadas alfombras verdes. Mi cuarto era espacioso y me recordó (estoy seguro de que había olor a alhucema) dormitorios de lejanas quintas de la juventud. El gris del empapelado armonizaba delicadamente con la seda rosada que revestía los paneles de la cama camera de bronce. Llevado por la inspiración del momento exclamé: “Estoy seguro de que en este cuarto seré feliz”. Leda me dio el más largo beso del día, cargó en brazos la gata, y me dijo “hasta mañana”.

«Arreglé mis cosas, me bañé, me di una pasada liviana, como dicen los barberos, y bajé al comedor. El hotel estaba poco menos que vacío. Mirando hacia la puerta, porque esperaba con interés la llegada de Leda, de la prima y de la sobrinita, comí frugalmente. Por último volví a mi cuarto. Fumé un cigarro en la terraza: había olor a pasto cortado y un rumor de ranas o de grillos. Me acosté, seguí despierto. Nadie es tan amargado como el amante resentido que no se queja porque no sabe si tiene razón. (Parece mentira, yo había caído en eso.) En diálogos imaginarios, toda la noche reconvine a Leda por la ruina de nuestra temporada en Évian. Admití que una mujer casada debe cuidarse y debe andar con pie de plomo con las confidentes, aunque sean primas; pero la amargura afloraba de nuevo y formulé más de una frase contundente, que aprendí de memoria, para decir al otro día.