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Aunque el tiempo era desapacible, frío y ventoso, no tardé en bajar a la playa, pues las casas, con tablones que tapiaban puertas y ventanas, quién sabe por qué me deprimieron.

El mar está lejos, más allá de bañados cubiertos de maleza, que uno cruza por caminitos terraplenados. Llegué, para comprender, al fin de la peregrinación, que sólo quería estar de vuelta. Me alenté: «En una mañana fría, nada más agradable que una caminata». La verdad es que ya en la caminata, la cintura duele, como si hubiera que llevarlo a cuestas el cuerpo pesa, pies y calzado tardan, retenidos por la arena interminable.

En el borde, la arena estaba firme. Del mar se desprendía ingrávida espuma que el viento deslizaba por la playa. Las gaviotas, compañeras únicas en aquella inmensidad, evocaron mis viajes y mis aventuras de alguna encarnación previa, y de pronto, olvidando el cansancio, recorrí un largo trecho, me encontré en el balneario de Atilio Bramante, frente a casa. Por la playa no tengo un punto más próximo. Aun así, para concluir la agotadora travesía debía andar unos trescientos metros (o quinientos ¿quién calcula estas distancias?). Con el pretexto de alquilar una carpa, buscaría al bañero y encontraría una silla. Confundido por la fatiga, estúpidamente olvidé mi verdadero propósito y con la idea fija de dar con el hombre amontoné más cansancio, mientras obstinadamente empujaba mi pobre humanidad por el desierto. Por último llegué a la vivienda de Bramante, en el centro del balneario, una casita de madera, sobre postes, pintada de azul; cuatro altos peldaños llevaban a la puerta de entrada, que estaba al frente, cara al mar; a ambos lados de la puerta había ojos de buey. En uno de ellos, como en un medallón, Bramante fumaba su pipa.

Le pregunté si era él. Sin apartar la pipa de la boca, sin mirarme, rugió, según entendí, afirmativamente.

– ¿Puedo pasar? -fue mi segunda pregunta.

Subí y entré. La casa consistía en un cuarto; había un catre, cubierto por una manta gris; lonas apiladas; cuerdas; un cofre de madera, con una calavera pintada y el nombre Bramante; un salvavidas, con el mismo nombre, colgado en la pared; un barómetro y olor de cáñamo, de maderas y de resinas.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Alquilar una carpa.

– Levanto todo -repuso-. La temporada se acabó. Por cuatro náufragos que quedan…

En esa vaga categoría despectiva, sin duda yo estaba incluido. No era cosa de enojarse: el aspecto del bañero reflejaba un tranquilo y concentrado poder que se me antojaba más que humano, como si procediera de las rocas o del mar, de algún ingrediente elemental de nuestro planeta. Atilio Bramante era corpulento, cobrizo, con la cara cruzada por una cicatriz lívida; con las manos cortas, hirsutas; con una pierna de palo. Vestía gruesa tricota azul, pantalón azul, que se perdía, en la pierna sana, en una bota de goma roja. Con tal individuo, en ese cuartito, yo me imaginaba en un barco, en medio del océano; pero no en un barco de ahora, sino en un velero del tiempo de los piratas y los corsarios. Probablemente el cofre con la calavera tenía su parte en la ilusión.

– Yo paro en un chalet de los Guillot, por eso lo veo.

– Haberlo dicho -reprochó-. En esta casa un amigo de los Guillot manda.

Con el andar torpe y pomposo de un león marino fuera del agua, bajó a la playa, trajo dos sillas de mimbre. Del cofre sacó una botella y vasos.

– ¿Ron? -preguntó.

También me convidó con unas galletas revestidas de chocolate, que se llaman Titas, o algo por el estilo; fumamos y conversamos.

Así comenzó una de mis tres o cuatro costumbres de aquella calmosa temporada que abruptamente desembocó en infortunios. El agrado que yo encontraba en los paseos junto al mar, en la pipa, el ron y el diálogo con Bramante, provenía, a lo mejor, de imaginarme en esas actividades y de suponer que me documentaba para alguna meritoria obra futura. En idear pretextos para postergar el trabajo es infatigable el hombre holgazán. ¿De qué me hablaba el bañero? De lejanos recuerdos de niñez, de buques y de tormentas del mar Adriático; del balneario donde nos hallábamos, distinto de todos (en su opinión) y muy superior; del caminito de acceso, que lo enorgullecía casi tanto como el propio hijo, una suerte de Apolo rubio, rojo y robusto, cuyo cuerpo joven, cubierto de vello dorado, tendía a la forma esférica; lo avisté más de una vez, como a un capitán en el puente de mando, en el centro de la herradura de carpas del balneario contiguo. A este hijo, que había formado a su lado, el verano último lo puso al frente de uno de los dos balnearios que regenteaba; el muchacho se portaba a la altura de las circunstancias y a la tarde trabajaba en la estación de servicio, donde el matrimonio Guillot lo trataba «como de la familia», y en las madrugadas de invierno salía a pescar con la lancha, mar afuera.

Tales diálogos frente al océano duraban hasta el mediodía. Después yo juntaba fuerzas para emprender la vuelta, almorzaba como un tigre en la cantina y cuando llegaba a casa, con buen ánimo para el trabajo, caía en un siestón del que no despertaba del todo hasta la hora del té. Algún pretexto -por ejemplo, preguntarle si conocía a una muchacha para la limpieza- me encaminaba hacia el departamento de doña Viviana, que estaba en los altos de la estación de servicio. Allí, en buena compañía, yo absorbía, sin llevar la cuenta, repetidos tazones de chocolate espeso, más una cantidad notable de factura. Aunque mi conversación era pobre, por un prejuicio en favor de los escritores, del que tardaba en desengañarse, la señora me escuchaba como a un maestro, mientras yo, absorto en la visible suavidad de sus manos blancas, entreveía esperanzas descabelladas. Comportarme de tal manera no me preocupaba demasiado, porque estaba borracho por el aire fuerte y la digestión.

Los Guillot tenían un hijo: un gordo de tres o cuatro años que rodeaba en un silencioso y terco triciclo la mesa donde tomábamos el chocolate. Yo debía estar bastante enamorado de la madre, pues el chiquillo -por lo general, no los veo- me interesaba. Que al dirigirse a ella la llamara doña Viviana, me parecía una irrefutable prueba de personalidad. Un chico es un loro que repite lo que oye; yo sabía esto, pero lo había olvidado.

Mirando al gordo, una tarde afirmé:

– Sobrevivimos en la obra. Por eso hay que hacerla con amor. Por todo Viviana se ruborizaba. Misteriosa y encantadoramente ruborizada, replicó:

– Qué disparate. La obra reemplaza al autor y no hay más que resignarse. ¿De verdad usted cree que revive Chopin cada vez que toco un nocturno? ¿Cuando alguien lea la historia de Flora, de Urbina y de Rudolf, dentro de cien años, el autor sonreirá en su tumba?

– Hablamos en serio -protesté, molesto y halagado de que me citara.

– No hay que renegar de las criaturas -declaró-. Yo sé que no sobreviviré en mi hijo, pero estoy contenta de que sea él quien me reemplace.

Pensé: nadie reemplaza a nadie. También: está contenta porque piensa que de algún modo su vida sigue en el vástago. Pero no me atreví a hablar, porque sabía que no encontraría las palabras, ni me atreví a decirle que yo deseaba un hijo, porque adiviné que la frase, en aquel momento, sonaría a vulgaridad.