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Mayor audacia desplegué en mis tratos con Dorila, la muchacha que la señora Viviana me mandó diariamente para barrer, fregar y planchar. Al principio me llevé una desilusión, me dije que por ese lado no había esperanzas y la bauticé la Mataca. Era baja, de color cobrizo, de pelo negro, de cara ancha, de frente angosta, de ojos pequeños, bastante apartados el uno del otro y sesgados. Me ocurrió algo inexplicable: mientras procuraba pensar en mi novela, de algún modo yo seguía por la casa los movimientos de esta mujer joven. Días u horas de convivencia bajo un mismo techo operan en las personas auténticas metamorfosis. Perplejos asistimos al paulatino florecimiento de encantos: una insospechada morbidez en el brazo, o aquella región inexplorada entre la oreja y la nuca, blanca como los lados crudos de un pan, investida de no sé qué deseable intimidad, o los ojos, que de pronto revelan una ferocidad en la que uno quisiera entrar como en las aguas de un río. Desde luego me refrenaba el peligro del paso en falso que llegara a oídos de doña Viviana. Me hubiera muerto de vergüenza, aunque lo más probable es que tal extremo resultara innecesario, a juzgar por las familiaridades acordadas por la Mataca a repartidores y medio mundo. Presumo que hubo entre ella y yo un acuerdo tácito y que nos deslizamos, no sin vértigo de mi parte, hasta lo que se llama el mismo borde.

Como un pecador que no perdiera la fe, yo confiaba en que esta rutina, por una admirable transición, algún día me abocaría de lleno en el trabajo de la novela, cuyo manuscrito me acompañó en mis andanzas fielmente, bajo el brazo. En determinado momento pareció que la previsión se cumpliría. Con relación a las dos mujeres (tan diferentes, que debo acallar escrúpulos para juntarlas en una frase) me resignaba al papel de espectador; por otra parte, indudablemente empezaba a acercarme a la historia del libro, los personajes eran de nuevo reales para mí.

Después de comer, mientras volvía a casa, mirando el cielo amenazador, una noche me encontré en plena invención de los episodios finales de la novela. Había leído en un diario, que el ocupante previo dejó en mi mesa, un suelto sobre la «costa galana». Me pregunté si con el epíteto «galana» habría alguna frase tolerable. Como respuesta, los versos de López Velarde me vinieron a la mente:

¿Quién en la noche…

(siguen unas palabras olvidadas)

no miró antes de saber del vicio

del brazo de su novia la galana

pólvora de los fuegos de artificio?

Rápidamente inventé el episodio de los fuegos artificiales, que los héroes contemplan de la mano. Sólo faltaba la voluntad de pasar todo aquello al papel. Resolví madurar el tema, rumiarlo durante la noche, postergar el trabajo para el otro día. En este punto salí burlado, porque ya en cama el sueño me abandonó, inconteniblemente urdí situaciones y frases. Muy tarde me habré dormido, porque en seguida las detonaciones me despertaron. Primero creí que eran salvas de la fiesta de mi libro. Después comprendí que ocurrían en el mundo de afuera, pero lo comprendí con una razón tan oscurecida por el sueño, que me atribuí la culpa. «Quién me manda pensar en pirotecnia», dije asustado. No era para menos. De tanto en tanto, por la, persiana entraban iracundos relumbrones, como extremas olas de un creciente mar de luz. «Que se embrome el barullo: no me va a sacar de la cama. Habrá tiempo mañana de averiguar las cosas.» Me tapé completamente con la cobija, me imaginé a mí mismo como alimaña en la madriguera. Ya el previsto sueño me solazaba, cuando reventó, yo diría que en mi propio cuarto, una bomba o un rugido enorme. El relumbrón inmediato fue vivo. Incorporado en la cama proyecté en pared y techo una sombra que me intimidó: «La pereza es la madre de los vicios», mascullé, mientras me vestía con notable prontitud. No omití la chalina, porque la noche debía de estar fresca. «Voy a ver qué pasa. No vaya a convertirme, dentro del chalet, en pichón al horno.»

Abrí la puerta. No hacía frío. La noche tenía una insólita tonalidad de cobre. Había grupos de gente mirando hacia el lado del faro; del lado del puerto llegaba más gente. Cuando en un grupo avisté a don Fructuoso, corrí como a los brazos de un amigo.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Fuego, un incendio bastante gordo -contestó.

– Saboteadores -explicó uno de los que llegaban del lado del puerto-. Mientras aquí no apliquen la pena de muerte, estamos fritos.

– El país no tiene fundamento -dijo otro.

– ¿Qué se quemó? -pregunté.

– Pues casi nada -respondió don Fructuoso-. Verá usted.

– La estación de servicio -dijo la señora de la lechería.

– ¿No la de Guillot? -pregunté con miedo en el alma. Ya veía las llamaradas y la ingente columna de humo.

– La de Guillot -respondió don Fructuoso.

– ¿Quién estaba adentro? -pregunté.

– El fuego los atrapó adentro -dijo la señora de la lechería. La chica que atiende en la frutería agregó:

– También al pobre Cacho Bramante, sin comerla ni bebería.

– ¿Cacho Bramante? -pregunté un poco atontado.

– El hijo del bañero Bramante -dijo la señora de la lechería-. El balneario queda enfrente del chalet…

Interrumpí las explicaciones con la pregunta:

– ¿No puede uno hacer nada para salvarlos?

– Allí arde nafta, mi buen señor -razonó don Fructuoso-. ¿Quién se arrima? Ni yo ni usted.

Un anciano que parecía muy débil opinó:

– Todos, póngale la firma, incinerados.

Me alejé de esa gente cruel. Rondé por donde pude, llegué hasta donde los bomberos cortaron el paso. Realmente apretaba el calor. De nuevo encontré a la chica que atiende en la frutería.

– ¿Está llorando? -me preguntó.

– Es el humo -contesté-. ¿A usted no le incomoda el humo?

– Dicen que no estaban todos adentro -anunció. Yo no quería esperanzas, pero interrogué:

– ¿Quiénes estaban?

– No sé -contestó-. Ojalá que no estuviera el Cacho.

«Pensamos en distintas personas», me dije, «pero la ansiedad es igual». La tomé del brazo, la chica sonrió, yo hallé que había algo noble en su mirada y que debajo de mucho desaliño y poca higiene no era fea.

Afirmó un muchacho corriendo:

– El que no está es Guillot. Ayer a la tarde fue al Tandil. Dios me perdone, quedé consternado. Solté a la muchacha, porque temí que me trajera mala suerte.

– Cuando vuelva -observó una mujer- ¡qué cuadro! Dijeron otras:

– Yo, en su lugar, prefería haber muerto.

– Mil veces.

– Pasto de las llamas la señora y el pobre hijo inocente.

– También Cacho Bramante, sin comerla ni beberla -repitió la chica que atiende en la frutería.

– Ya serán polvo y hollín los pobres. ¡Miren qué infierno!

– No crea. El cuerpo humano aguanta. ¿No oyó hablar de los cadáveres de Pompeya?

– No me gusta hablar de esas cosas. Tengo imaginación. Pienso en doña Viviana, llena de vida ayer, y ahora… ¿qué parecerá? Yo tengo mucha imaginación.

– Yo he visto el cadáver de un siniestro: queda un mechón de pelo áspero y la dentadura blanquea.

– Tan blanca la señora: se habrá quemado como un terrón de azúcar.

– Tanto desvelo de doña Viviana por ese hijo. Ya no hay ni hijo ni Viviana.

– Muy joven doña Viviana y muy señora.

– Ayer nomás vi al chico en el triciclo.

«Qué gente», murmuré con rabia. «Qué manera de conmoverlo a uno.» Me alejé, tratando de atender las cosas que me rodeaban, los pormenores del camino, el incendio a lo lejos; tratando de distraerme de mis pensamientos. ¿Quién no es un miserable? Casi tanto como la confirmación de la muerte de Viviana temía yo la eventualidad de llorar en público. «Es una vergüenza», repetía ambiguamente. «Si me hablan del pobre chico en el triciclo me revuelven un cuchillo adentro.» Miré el humo y me encontré pensando que tal vez una parte ínfima de esa columna negra provenía del cuerpo de Viviana. Sin querer exclamé: «Pobrecita». Procuré callar la mente, pero ya formulaba otra reflexión: «No volveré ¡qué raro! a verla, nunca». Argumenté en el acto: «¿Quién sabe? No tengo más testimonio que el rumor de la calle». Recordé las obras de Gustave Le Bon, como si las hubiera leído, y sostuve que la multitud siempre se equivoca. «Ojalá se equivoque ahora», murmuré.