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Es raro: dos veces oí las mismas, o casi las mismas, palabras. La primera ocurrió hace tiempo. Yo colgaba mis cuadros para una exposición titulada Nueve pintores jóvenes (mil años pasaron desde entonces), cuando una colega, que todavía machaca por galerías y bienales, murmuró, como quien piensa en voz alta: «Estoy por creer que te gustan más las mujeres que la pintura». Aquel día no acabó sin que llegara usted, traído probablemente por su infalible instinto, y me abriera de par en par la revista: oferta monstruosa, oferta que para cualquier pintor era una bofetada en el rostro y que acepté en el acto (aunque usted la propuso con las palabras: «Lo espero sin apuro. En la vida no se apure, si quiere salirme bueno»). Aliviado, renuncié a pintar mujeres con algo de naturaleza muerta, como las veíamos los pintores, para recrearlas como las quiere el común de los mortales. Tardé bastante en advertir que no sólo me había mudado de una convención a otra, sino que había bajado a un nivel subalterno. Estaba conforme, porque había encontrado mi camino. Ya no trataba de imitar a maestros; era por fin yo, con descanso y con naturalidad. Hay que ser el que uno es; nada amarga tanto como una doble vida. Aunque mis antiguos amigos del grupo Pintura Nueva lo vean como una suerte de corruptor que me apartó del arte, tentándome con dinero y con mujeres, para hundirme en faenas poco menos que tenebrosas, comprendo, si reflexiono, que usted fue un segundo padre para mí. Porque lo tengo por tal, ahora le escribo esta carta.

¡Cuántas mujeres pasaron por el estudio! ¿Ha olvidado a Irene, señor Grinberg? Era alta, pálida, con largas trenzas rubias, y cuando se plantaba de espaldas, para que yo la dibujara, sus pies caían en ángulo admirable. Usted la observaba con fauces de lobo hambriento. ¿Olvidó también a nuestra Antoñita, famosa por aquella desviación de un ojo, que usted llamaba su vértigo particular? Pienso en todas ellas con alguna nostalgia, pero si las recuerdo por separado me juzgo dichoso de que estén lejos.

Invistiendo caracteres de verdadero padre, un día usted me reconvino: «Hay que asentar cabeza. En esta multitud de mujeres ¿quién no se perdería? El Gran Artista trepa, se encarama, descubre en el tropel a la mujer única y por el procedimiento de la repetición pura la impone. Entonces los del gran número nos enamoramos de su modelo y levantamos para usted un pedestal, del que nadie lo bajará al primer cascotazo». Diríase que el mundo se confabuló para que yo pareciera un ejemplo de docilidad. Isaura, que por su vigor de animal joven, desechaba la sola idea del abrigo y siempre andaba acatarrada, cayó enferma. No di con Antoñita ni con Violeta. El teléfono de Saturna funcionaba mal. Yo había perdido la pista de Irene. Preocupado, porque era sábado y el lunes debía entregar los trabajos, crucé enfrente, al parque Chacabuco, a tomar el sol. Cuando pasé del parque propiamente dicho al sector que los jubilados llaman el jardín italiano, divisé, a la izquierda, en el extremo de un sendero rojo, rodeado de simétricos canteros de césped, a mi amigo don Braulio, cubierto por el paño negro de su máquina, fotografiando a una señorita rubia y larga, vestida de verde, sentada en un banco de mármol, debajo del arco de un ciprés. Para mis adentros comenté: «Es un cuadro de Gastón Latouche». Mientras me alejaba, la idea de cuadro me llevó a la de modelo y reflexioné que dejaba atrás la solución. Volví sobre mis pasos. Con algo de cocinero que revuelve y prueba, don Braulio manipulaba sus placas. La señorita había desaparecido.

Pregunté:

– ¿Quién es? ¿Crees que volverá?

– Tiene que volver. Si no vuelve ¿me como las fotografías? No, mi amigo, eso no se hace.

Después de explicarle la situación, dije a don Braulio:

– Necesito cuanto antes un modelo. Tal vez tú podrás hablar a la señorita.

– Déjalo por mi cuenta -respondió.

– Que vaya a tratar a casa. ¿Recuerdas el número?

– No importa el número. Es la casa que parece un mascarón de proa.

Aunque mi casa, que forma esquina, no parece un mascarón de proa, sino una proa, comprendí que don Braulio la identificaba; según el estado de ánimo, la veo como una proa avanzando triunfalmente sobre el verde del parque o como un agudo vértice que gravita sobre mi corazón con la sombra y el peso de muros, donde alguna que otra ventana, muy breve, se entreabre sórdidamente.

Calentaba el agua para el mate, cuando sonó la campanilla. Abrí la puerta: Emilia, la mujer única, por la que usted clamaba y ahora protesta, entró en mi casa.

– El fotógrafo me habló -dijo-. Nunca trabajé de modelo, pero vengo resuelta a todo.

Echó a reír, porque estaba en uno de sus días alegres y tontos. Creo que me enamoré inmediatamente, aunque no es imposible que en verdad el proceso llevara una semana.

Con desagrado reflexioné: «Como nunca trabajó de modelo, no sabe lo que va a cobrar; tendré que decírselo; le parecerá poco».

Para que no sospechara que yo era idiota -hacía rato que estaba callado- justifiqué mi silencio:

– Estoy pensando en algo que después arreglaremos.

– ¿En qué? -preguntó..

– Ya arreglaremos -repetí.

Insistió:

– Quiero saberlo ahora. No me pida que espere. Yo nunca espero. Odio la incertidumbre.

La curiosidad le iluminaba el rostro y le oscurecía la inteligencia. Emilia era prodigiosamente joven.

– Bueno: pensaba que deberíamos convenir cuánto le pagaré.

Como si me dijera: «Esperaba algo más interesante que esa miseria», exclamó:

– Ah.

Aquella tarde tomamos mate y trabajamos. Mi señor Grinberg, ¿le comunico los dos axiomas de mi conducta? Helos aquí: lo primero va primero y que cada cual se conozca. Si no dibujo a Emilia, acaso no dibuje. Yo con Emilia estoy contento; lo demás viene después. Permítame que alce un poco la voz, como si usted fuera sordo, para aclarar que lo demás incluye todo lo demás. Desde luego, mi situación con Emilia no es tan estable como yo la desearía (ni como ella la desearía: «La mujer quiere estabilidad» es una frase que siempre repite). Me consuelo, o trato de consolarme, con la reflexión de que la vida misma, comparable a una cambiante luz que pasa por nosotros, también es precaria. Estas ideas me traen el recuerdo de la gente de la casa de al lado, cuando yo era chico. En cuanto apretaba el verano, cargados de valijas, precedidos de camiones de Villalonga, cargados de baúles, partían a Mar del Plata, a instalarse por la temporada, pero usted, contando los bultos, calculaba que no volverían hasta quién sabe cuándo; pues mire, aunque entonces el tiempo fluía con pasmosa lentitud, antes de que usted se acostumbrara a la noción de que habían partido, los tenía de vuelta, con las valijas, con los baúles, con Villalonga. Como predica en el parque un inglés de cuello de celuloide y traje negro, sobre arena movediza levantamos un tabernáculo.

Mi vida es calma y ordenada. Por la mañana trabajo en apuntes de la víspera o dibujo de memoria, hasta que llega Tomasa, la sirvienta. Entonces, con la red debajo del brazo, me corro a la panadería, al mercado, al almacén y ¿usted lo creerá? no sin agrado elijo las compras, alterno saludos y comentarios con los conocidos, casi diría con los amigos, que encuentro ritualmente, a la misma hora, en los mismos lugares. A mi vuelta, la casa está limpia, Tomasa prepara la comida, yo sigo dibujando. Después del almuerzo cruzo al parque, a tomar el sol, y departo con jubilados, cuyo aspecto deprime a Emilia. Entrando a conversar, la gente vale por lo que dice, de modo que yo, aunque pintor, paso por alto la traza cuando es atinada la reflexión, o cuando es útil, como la que ayer sometió don Arturo, el de los ojos como huevos al plato reventados, que, según colijo, trabajó en calidad de vareador en algún stud platense, pese a que se proclame ex ascensorista del Palacio Barolo. «Tú, carbonilla en mano», me dijo don Arturo, «suda que te suda para arrancar el parecido a la personita que retratas y te juego la cabeza que mientras tanto, lo más oronda, la fulana copia al dedillo tus gestos, palabras, amén de opiniones: cosa de nunca acabar. La mujer hay que ver cómo copia».