– Ni jugosos ni secos -negó Lorenzo-. ¡Pesia!
El Otro Socio llevó la mano donde tenía clavados los ojos y gritó:
– Ay.
Había recibido un codazo en el hígado. La niñera, tras defender tan fieramente el escote, reía con imbecilidad, como si hubiera perdido la fuerza.
– Me llamo Renata -informó, frunciendo los mojados labios en mohín de beso.
– Tanto monta -comentó Lorenzo-. Mal va la zorra, que no trabajo horas de más, que no, así Renatas hipen, señoritillos gruñan y afuera regruña el león de Numancia reencarnado.
Se levantó el Otro Socio y, por si lo agraviaban, avanzó provocadoramente.
– ¡Yo soy un mono! -chilló Orlandito, desde lo alto de la estantería.
Derribó una botella de Cinzano y otra de whisky Caballo Blanco.
– Vais a comer -avisó Lorenzo-. Vais a comer lechón o por lo menos jabato.
Con un largo palo trató de bajar al niño, mientras Renata decía dulcemente:
– Yo, señor, le indicaré las carnes más tiernas.
En ese momento el aparato de radio anunció la captura del león, que de nuevo estaba acomodado en su jaula. Antes de que las personas reunidas en el bar atinaran a comentar la noticia, una de las expresiones más vigorosas de la naturaleza la desmintió: el rugido del león. Fue aquél un rugido tan próximo como si proviniera de la radio o de uno de los presentes (provenía, a no dudarlo, del bosque) y tan enorme, que lo incluía a todo, como si el club entero se derrumbara en las fauces de un león gigantesco. El bar quedó a oscuras.
– ¡Los tapones! ¿Cómo no saltarían a favor de tamaño petardo? ¡Si ahora parece que oigo mejor! -exclamó Lorenzo.
– Qué frío -gimió Renata y se estrechó contra el Otro Socio. Abrazándola, éste advirtió:
– Con el león ahí nomás, la oscuridad no me gusta.
Ensimismado, Lorenzo contemplaba la moribunda lumbre de la chimenea. De pronto, milagrosamente, el fuego se avivó en llamaradas frenéticas. El diálogo, a continuación, fue rápido:
– Miren el hall.
– Allí hay luz.
– No saltaron, entonces, los tapones.
– El chiquilín ese ¡hay que matarlo! movió la llave de la luz.
– Qué gracioso.
Orlandito rió. Lorenzo prendió la luz. El Otro Socio habló:
– No es gracioso, Renata. ¡Fue nuestra ropa lo que avivó el fuego! ¡Mira cómo arde!
– ¡El niño la arrojó toda! ¡Arrojó el montoncito de nuestra ropa! -reconoció Renata. Dirigiéndose a Lorenzo, agregó-: Si fuera usted, señor, yo cocinaría cuanto antes el lechón -guiñó un ojo- y compartía nuestra mesa. Daniel entró en el bar.
– No me agarran -gritó Orlandito-. Ni me asustan.
– Pero te asusta el león -afirmó reflexivamente Daniel-. No te atreves a salir al bosque.
– ¡Bravo! ¡Proposición más excelente no se ha visto ni verá! -aplaudió Lorenzo.
– Muy bien -exclamó el Otro Socio.
– Yo quiero comer -protestó apenada y mimosamente Renata.
– Yo también padezco hambruna, sepa usted, señorita Renata -explicó Lorenzo-, pero la depongo ante el espejismo de un castigo justo.
– Ya verán, ya verán, no tengo miedo -gritó Orlandito, caminando por la cornisa de la estantería, con los brazos en alto.
Trataron de darle caza, pero se les escapó. También se escaparon, con disimulo, Renata y el Otro Socio. Lorenzo, guiado por el instinto, los halló en la cocina, despedazando y devorando una pierna de vaca. Sobre la presa hubo un cruce de miradas torvas. Pareció inevitable el combate. El Otro Socio y Renata se alejaron, porque estaban saciados. Lorenzo comió. Al rato roncaban todos.
A las diez y media de la mañana los despertó el boletín de la radio, con un bando extraordinario, ratificando la segunda, inminente y total captura del león, que por lo demás ya estaba alojado en su jaula del Jardín Zoológico. Tal como era de prever inmediatamente resonó -según opinaron todos, en las inmediaciones del club- el enorme rugido feral. Lo siguió un aterrado gritito humano, que destacó -a la manera de esas personas que se fotografían junto a los monumentos- las descomunales proporciones del rugido. Sin duda, para probar que el león no lo perturbaba, Daniel comentó:
– Esto sí que es raro. Son las diez y media pasadas y no llegó el doctor Standle-Zanichelli.
– Más que la manía pudo el miedo -dictaminó Renata.
– A mí no me agarra hoy para su partidito. No se embrome -aclaró el Otro Socio.
– Miren, miren -gritó Orlandito.
Cabeza abajo, como mono o como marmota, colgado de la caja del cortinado, miraba por la banderola, señalaba afuera. Todos se amontonaron en la ventana. Más allá del alambre tejido vieron la calle, como una franja azul, y en la franja, figuras geométricas, dos círculos, algo que a unos pareció una escuadra, a otros un trapecio, a otros un triángulo, y una mancha escarlata.
Luego se distrajeron, pues, como los animales, no mantenían fija la atención, y empezaron a pelear por Renata. El Otro Socio, raqueta en mano, repartió golpes, también a su amiga. La batalla continuó; de modo paulatino cambió el trofeo disputado: ya no fue Renata sino manteca, jalea, pan y budín inglés. Volvieron a distraerse, ahora del enojo, para abocarse al desayuno. Daniel advirtió la ausencia de Orlandito. Gimió Renata:
– ¡Se habrá ido al bosque!
Para calmarla, el Otro Socio respondió:
– No faltará comida.
– Hay que tener reservas -reparó la niñera.
– Nunca fuera tan formal mujer desnuda, ni mostrara, ay de mí, tanto caletre. Bien se me alcanza que hoy desperté con menos formalidad que un gato, pero ¿quién no cedería la merienda, y no haría cabriolas, por una ojeada al cuadro del niño Orlandito topándose con la bocaza del león?
– Quizá no lo veamos -discurrió el Otro Socio- pero saber que ocurrió sería un consuelo.
– Yo quiero verlo -pidió Renata.
– Yo voy a ver si Orlandito está en la casa -dijo Daniel.
La recorrió prontamente. Después, temeroso de que los otros lo sorprendieran, avergonzado del impulso, corrió al bosque, a salvar al niño. En el camino cruzó lo que de lejos parecía un conjunto de figuras geométricas y una mancha escarlata; resultó ser la descuartizada bicicleta del doctor Standle-Zanichelli y un charco de sangre. Daniel no se detuvo. Movió compasivamente la cabeza y, con temor, mirando a un lado y otro, penetró en el bosque. La fragancia de los eucaliptos era vehemente. En una rama, clara en la espesura, cantó un pájaro. Daniel recordó a los hijos, que a su lado, poco a poco, se incorporaban a la vida; recordó a Melania, su compañera, y a Susana, el furtivo deleite; se dijo que lo apenaría dejar un mundo tan hermoso, pero como alguien debía rescatar al niño extraviado, siguió adelante, hasta que lo encontró en el propio borde del lago de las carabelas. Tomados de la mano regresaron. En el trayecto tropezaron con Renata, cubierta de ropas ajenas, con el Otro Socio, en ropa de tenis y con Lorenzo: cada uno, por Orlandito, se exponía a un desagradable encuentro con el león.
En verdad, no corrieron peligro: minutos antes de que Daniel se lanzara en procura del niño, el león abandonaba el bosque, en el carro-jaula de la Perrera Municipal. La circunstancia no mengua, sin embargo, el mérito de ninguno de ellos, pues la ignoraban. Oyeron la primera noticia de labios de Melania y de Susana, quienes, rodeadas de los chicos, los aguardaban en el portón del Club Atlético, comentándola animadamente.
El episodio había concluido. No dejó más baja que Standle-Zanichelli, caballero de vigorosa e impermeable personalidad. Los otros, mientras tuvieron cerca al león, por su influjo se abandonaron a la antigua naturaleza animal que hay en lo profundo del hombre. Fueron agresivos, crueles, cobardes, estúpidos. Retirada la fiera por los peones municipales, en todos prevaleció de nuevo el criterio humano, sin duda impuro de hipocresía, pero también refulgente de compasión y de coraje.