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– También sabemos que trae una valija llena de plata -convino Arévalo-. Lo dijo ella. ¿Por qué va a engañarnos?

– Empiezas a entender -murmuró casi tristemente Julia.

– ¿No me pedirás que la mate?

– Lo mismo dijiste el día que te mandé matar el primer pollo. ¿Cuántos has degollado?

– Clavar el cuchillo y que mane la sangre de la vieja…

– Dudo de que distingas la sangre de la vieja de la sangre de un pollo; pero no te preocupes: no habrá sangre. Cuando duerma, con un palo.

– ¿Golpearle la cabeza con un palo? No puedo.

– ¿Cómo no puedo? Que sea en una mesa o en una cabeza, golpear con un palo es golpear con un palo. ¿Dónde, qué te importa? O la señora o nosotros. O la señora sale con la suya…

– Lo sé, pero no te reconozco. Tanta ferocidad… Sonriendo inopinadamente, Julia sentenció:

– Una mujer debe defender su hogar.

– Hoy tienes una ferocidad de loba.

– Si es necesario lo defenderé como una loba. ¿Entre tus amigos había matrimonios felices? Entre los míos, no. ¿Te digo la verdad? Las circunstancias cuentan. En una ciudad como Buenos Aires, la gente vive irritada, hay tentaciones. La falta de plata empeora las cosas. Aquí tú y yo no corremos peligro, Raúl, porque nunca nos aburrimos de estar juntos. ¿Te explico el plan?

Bramó el motor de un automóvil por el camino. Arriba trajinaba la señora.

– No -dijo Arévalo-. No quiero imaginar nada. Si no, tengo lástima y no puedo… Tú das órdenes, yo las cumplo.

– Bueno. Cierra todo, la puerta, las ventanas, las persianas.

Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.

Hablaron del silencio que de repente hubo en la casa, del riesgo de que llegara un parroquiano, de si tenía otra salida la situación, de si podrían ser felices con un crimen en la conciencia.

– ¿Dónde está el rastrillo? -preguntó Julia.

– En el sótano, con las herramientas.

– Vamos al sótano. Damos tiempo a la señora para que se duerma y tú ejerces tu habilidad de carpintero. A ver, fabrica un mango de rastrillo, aunque no sea tan largo como el otro.

Como un artesano aplicado, Arévalo obedeció. Preguntó al rato:

– Y esto ¿para qué es?

– No preguntes nada, si no quieres imaginar nada. Ahora clavas en la punta una madera transversal, más ancha que la parte de fierro del rastrillo.

Mientras Raúl Arévalo trabajaba, Julia revolvía entre la leña y alimentaba la caldera.

– La señora ya se bañó -dijo Arévalo.

Empuñando un trozo de leña como una maza, Julia contestó:

– No importa. No seas avaro. Ahora somos ricos. Quiero tener agua caliente. -Después de una pausa, anunció-: Por un minuto nomás te dejo. Voy a mi cuarto y vuelvo. No te escapes.

Diríase que Arévalo se aplicó a la obra con más afán aún. Su mujer volvió con un par de guantes de cuero y con un frasco de alcohol.

– ¿Por qué nunca te compraste guantes? -preguntó distraídamente; dejó la botella a la entrada de la leñera, se puso los guantes y, sin esperar respuesta, continuó-: Un par de guantes, créeme, siempre es útil. ¿Ya está el rastrillo nuevo? Vamos arriba, tú llevas uno y yo el otro. Ah, me olvidaba de este pedazo de leña.

Alzó el leño que parecía una maza. Volvieron al salón. Dejaron los rastrillos contra la puerta. Detrás del mostrador, Julia recogió una bandeja de metal, una copa y una jarra. Llenó la jarra con agua.

– Por si despierta, porque a su edad tienen el sueño muy liviano (si no lo tienen pesado, como los niños), yo voy delante, con la bandeja. Cubierto por mí, tú me sigues, con esto.

Indicó el leño, sobre una mesa. Como el hombre vacilara, Julia tomó el leño y se lo dio en la mano.

– ¿No valgo un esfuerzo? -preguntó sonriendo.

Lo besó en la mejilla. Arévalo aventuró:

– ¿Por qué no bebemos algo?

– Yo quiero tener la cabeza despejada y tú me tienes a mí para animarte.

– Acabemos cuanto antes -pidió Arévalo.

– Hay tiempo -respondió Julia. Empezaron a subir la escalera.

– No haces crujir los escalones -dijo Arévalo-. Yo sí. ¿Por qué soy tan torpe?

– Mejor que no crujan -afirmó Julia-. Encontrarla despierta sería desagradable.

– Otro automóvil en el camino. ¿Por qué habrá tantos automóviles esta noche?

– Siempre pasa algún automóvil.

– Con tal de que pase. ¿No estará ahí?

– No, ya se fue -aseguró Julia.

– ¿Y ese ruido? -preguntó Arévalo.

– Un caño.

En el pasillo de arriba Julia encendió la luz. Llegaron a la puerta del cuarto. Con extrema delicadeza Julia movió el picaporte y abrió la puerta. Arévalo tenía los ojos fijos en la nuca de su mujer, nada más que en la nuca de su mujer; de pronto ladeó la cabeza y miró el cuarto. Por la puerta así entornada la parte visible correspondía al cuarto vacío, al cuarto de siempre: las cortinas, de cretona, de la ventana, el borde, con molduras, del respaldo de los pies de la cama, el sillón provenzal. Con ademán suave y firme Julia abrió la puerta totalmente. Los ruidos, que hasta ese momento, de manera tan variada se prodigaban, al parecer habían cesado. El silencio era anómalo: se oía un reloj, pero diríase que la pobre mujer de la cama ya no respiraba. Quizá los aguardaba, los veía, contenía la respiración. De espaldas, acostada, era sorprendentemente voluminosa; una mole oscura, curva; más allá, en la penumbra, se adivinaba la cabeza y la almohada. La mujer roncó. Temiendo acaso que Arévalo se apiadara, Julia le apretó un brazo y susurró:

– Ahora.

El hombre avanzó entre la cama y la pared, el leño en alto. Con fuerza lo bajó. El golpe arrancó de la señora un quejido sordo, un desgarrado mugido de vaca. Arévalo golpeó de nuevo.

– Basta -ordenó Julia-. Voy a ver si está muerta. Encendió el velador. Arrodillada, examinó la herida, luego reclinó la cabeza contra el pecho de la señora. Se incorporó.

– Te portaste -dijo.

Apoyando las palmas en los hombros de su marido, lo miró de frente, lo atrajo a sí, apenas lo besó. Arévalo inició y reprimió un movimiento de repulsión.

– Raulito -murmuró aprobativamente Julia. Le quitó de la mano el leño.

– No tiene astillas -comentó mientras deslizaba por la corteza el dedo enguantado-. Quiero estar segura de que no quedaron astillas en la herida.

Dejó el leño en la mesa y volvió junto a la señora. Como pensando en voz alta, agregó:

– Esta herida se va a lavar.

Con un vago ademán indicó la ropa interior, doblada sobre una silla, el traje colgado de la percha.

– Dame -dijo.

Mientras vestía a la muerta, en tono indiferente indicó:

– Si te desagrada, no mires.

De un bolsillo sacó un llavero. Después la tomó debajo de los brazos y la arrastró fuera de la cama. Arévalo se adelantó para ayudar.

– Déjame a mí -lo contuvo Julia-. No la toques. No tienes guantes. No creo mucho en el cuento de las impresiones digitales, pero no quiero disgustos.

– Eres muy fuerte -dijo Arévalo.

– Pesa -contestó Julia.

En realidad, bajo el peso del cadáver los nervios de ellos dos por fin se aflojaron. Como Julia no permitió que la ayudaran, el descenso por la escalera tuvo peripecias de pantomima. Repetidamente retumbaban en los escalones los talones de la muerta.

– Parece un tambor -dijo Arévalo.

– Un tambor de circo, anunciando el salto mortal.

Julia se recostaba contra la baranda, para descansar y reír.

– Estás muy linda -dijo Arévalo.

– Un poco de seriedad -pidió ella; se cubrió la cara con las manos-. No sea que nos interrumpan.

Los ruidos reaparecieron; particularmente el del caño.

Dejaron el cadáver al pie de la escalera, en el suelo, y subieron. Tras de probar varias llaves, Julia abrió la valija. Puso las dos manos adentro, y las mostró después, cada una agarrando un sobre repleto. Los dio al marido, para que los guardara. Recogió el chambergo de la señora, la valija, el leño.