En la Asistencia Pública de Chambéry recibió los primeros cuidados, pero muy pronto lo enviaron al hospital de Aix, donde había una cámara de descompresión.
Pasados unos cuantos días, mejoró.
– En todo el tiempo que estuve en este hospital ¿nadie vino a verme? -preguntó a la enfermera.
Era rubia, joven, ojerosa. Su mirada expresaba fatiga o preocupación.
– No sé. Tenemos que preguntar en portería.
– ¿Y llamados telefónicos?
– ¿Espera alguno ansiosamente? No sé para qué pregunto, si no me va a decir… En verdad no hay ninguna razón para que usted oculte algo a su enfermera. Mientras lo tengamos acá es cariñoso, pero en cuanto ponga un pie en la calle me olvida. Muy triste.
A la enfermera de la noche -voluminosa y maternal- repitió las preguntas.
– Habría que hablar con Larquier.
– ¿Quién es Larquier?
– La que se fue hace un rato, la del turno de día. De noche no se aceptan visitas y los llamados que hay son generalmente de urgencias. Sin embargo, me parece que en las primeras noches lo llamó una dama.
– ¿Chantal Cazalis?
– Claro. Después lo confirmo. Tengo anotada la llamada.
– ¿Ahora puedo recibir visitas?
– Puede recibir a quien tenga ganas.
En la mañana del día siguiente dijo a la enfermera Larquier:
– Si viene una señorita rubia la hace pasar.
A la tarde Maceira recibió su primera visita. Un periodista, que le preguntó:
– ¿Está mejor? ¿Cree que podría contestar a unas pocas preguntas? No quiero cansarlo.
– Pregunte -contestó Maceira.
Recapacitó: «Debo pensar a toda velocidad. ¿Cuento o no cuento lo que pasó en el fondo del lago? Si digo que no vi nada y que tiré de la cuerda porque me sentí mal, lo que pasó allá abajo quedará como un misterio, pero yo no habré dado un solo argumento en favor de la clausura de la fábrica y cuando nos casemos y recibamos toda la fortuna del señor Cazalis, menos los impuestos, me sobrarán motivos para felicitarme, pero ¡qué diablos! aunque sea por una vez en la vida quiero ser leal a la mujer que el destino pone a mi lado. Si lo que digo ahora provoca el cierre de la fábrica y un día me arrepiento de no haber mentido, no importa; por una vez quiero ser leal, ciegamente leal».
– La primera pregunta -dijo el periodista- es: ¿Qué vio usted en el fondo del lago? ¿Qué pasó allá, exactamente?
Maceira procuró ser veraz, no callar nada, salvo sus reacciones personales. Quería ser objetivo.
El periodista lo escuchó en silencio. Después le rogó que hablara de nuevo de la oruga.
– ¿Era muy grande? ¿Grande para oruga?
– Un animal gigantesco.
– ¿De qué diámetro?
– Cuatro metros por lo menos. La última vez que vi a Le Boeuf, un hombre de aproximadamente un metro ochenta, estaba parado en la boca abierta de la oruga.
Después de algunas preguntas de poca importancia, cuando ya se iba, el periodista pasó a cuestiones personales, del tipo: «¿En su familia hubo casos de locura?», «¿A usted lo encerraron alguna vez en un frenopático?».
Por fin se fue el periodista. Maceira preguntó a la enfermera si la señorita Chantal Cazalis había venido a visitarlo o había preguntado por él. Le dijeron que no.
– Me extraña que no haya venido.
– ¿Es la rubia que esperaba? Voy a decir que la dejen pasar.
Al día siguiente Larquier anunció que había llegado la joven rubia. Maceira le pidió que pusiera orden en el cuarto y se levantó para lavarse un poco, peinarse y comprobar en el espejo si el piyama estaba presentable. Admiró la rapidez y precisión de malabarista con que su enfermera arreglaba la cama; después de un brevísimo juego de manos, las sábanas y las colchas parecían nuevas.
Entró en su habitación una muchacha rubia, desconocida.
– Soy delegada del personal de la fábrica -dijo-. Me complace que me haya recibido. Ya no podrá alegar que no le avisamos.
Era una de esas rubias, generalmente belgas, que a él le gustaban tanto.
– No entiendo -aseguró.
– Qué importa. Creo que hay asuntos más graves que tampoco entiende.
– ¿Qué asuntos?
– Usted sabe de qué hablo. ¿Bajó o no bajó al fondo del lago, como representante del grupo ecologista que pretende el cierre de la fábrica?…
– Si no hubiera bajado no estaría acá. Además, bajó el dueño de la fábrica.
– La verdad es que pensé encontrarlo sano y bueno. Si pudiera levantarse un momento, para venir a la ventana, vería algo interesante.
El tono de la muchacha era hostil. Maceira pensó: «Debo decirle que puedo levantarme, pero que por falta de curiosidad no lo voy a hacer»… Como su curiosidad era más fuerte que su buen criterio, se levantó, se arrimó a la ventana, estuvo mirando la calle y las casas de enfrente.
– No veo nada extraordinario -declaró.
– ¿No ve a un hombre, allá, a la izquierda? Ahora, por favor, mire a la derecha. ¿Ve al otro?
– ¿Qué hay con eso?
– Están apostados. Cuando salga lo van a recibir. Son del sindicato.
– ¿Están ahí para atacarme? ¿Se han vuelto locos?
– No tiene nada que temer si no sigue en su campaña y si no hace declaraciones comprometedoras.
– ¿A qué llama declaraciones comprometedoras?
– Ya se va a enterar cuando salga de este edificio.
– Se han vuelto locos.
– Se enoja porque tiene miedo de que le hagan mal -replicó la muchacha y continuó a gritos-: ¿A usted le importa hacer mal a las quinientas personas que de la noche a la mañana pueden quedar sin trabajo por su culpa? ¡Conteste!
Enfermeras y enfermeros entraron en el cuarto, muy alarmados.
– ¿Qué pasa aquí?
– Nada -aseguró Maceira.
– ¿Una pelea entre novios? -preguntó en tono burlón Larquier. Otra enfermera interpeló a la muchacha:
– ¿A usted nunca le dijeron que gritar en un hospital es mala educación? Yo se lo digo.
– Es verdad y lo siento.
– Puedo asegurarle que lo que usted sienta me importa muy poco. Esta visita se acabó.
Minutos después, cuando Larquier le trajo unas píldoras, Maceira dijo:
– ¿Sabe para qué vino esa rubia? Para amenazarme.
– ¡Qué desastre! -exclamó, apenada, Larquier-. La rubia parecía tan seria que no se me ocurrió que tuviera malas intenciones. Le aclaro que yo sabía perfectamente que no era la señorita Cazalis, pero la dejé pasar, para que usted se llevara una desilusión. Yo soy una idiota y usted no va a perdonarme. Deberíamos llamar a la policía.