El gordo calló, como si hubiera comunicado un hecho interesante y significativo. Después preguntó:
– ¿Saben por qué? Julia contestó con rabia:
– No soy adivina.
– Porque a la tarde, en el camino de la costa, el señor Trejo vio a su hija. Tal vez porque nunca la vio muerta, pudo creer entonces que estaba viva y que era ella. Por lo menos, tuvo la ilusión de verla. Una ilusión que no lo engañaba del todo, pero que ejercía en él una auténtica fascinación. Mientras creía ver a su hija, sabía que era mejor no acercarse a hablarle. No quería, el pobre señor Trejo, que la ilusión se desvaneciera. Su amigo, el doctor Laborde, lo retó esa noche. Le dijo que parecía mentira, que él, Trejo, un hombre culto, se hubiera portado como un niño, hubiera jugado con sentimientos profundos y sagrados, lo que estaba mal y era peligroso. Trejo dio la razón a su amigo, pero arguyó que si al principio él había jugado, quien después jugó era algo que estaba por encima de él, algo más grande y de otra naturaleza, probablemente el destino. Pues ocurrió un hecho increíble: la muchacha que él tomó por su hija -vean ustedes, iba en un viejo automóvil, manejado por un joven- trató de huir. «Esos jóvenes», dijo el señor Trejo, «reaccionaron de un modo injustificable si eran simples desconocidos. En cuanto me vieron, huyeron, como si ella fuera mi hija y por un motivo misterioso quisiera ocultarse de mí. Sentí como si de pronto se abriera el piso a mis pies, como si este mundo natural se volviera sobrenatural, y repetí mentalmente: No puede ser, no puede ser». Entendiendo que no obraba bien, procuró alcanzarlos. Los muchachos de nuevo huyeron.
El gordo, sin pestañear, los miró con sus ojos lacrimosos. Después de una pausa continuó:
– El doctor Laborde le dijo que no podía molestar a desconocidos. «Espero», le repitió, «que si encuentras a los muchachos otra vez, te abstendrás de seguirlos y molestarlos». El señor Trejo no contestó.
– No era malo el consejo de Laborde -declaró Julia-. No hay que molestar a la gente. ¿Por qué usted nos cuenta todo esto?
– La pregunta es oportuna -afirmó el gordo-: atañe el fondo de nuestra cuestión. Porque dentro de cada cual el pensamiento trabaja en secreto, no sabemos quién es la persona que está a nuestro lado. En cuanto a nosotros mismos, nos imaginamos transparentes; no lo somos. Lo que sabe de nosotros el prójimo, lo sabe por una interpretación de signos; procede como los augures que estudiaban las entrañas de animales muertos o el vuelo de los pájaros. El sistema es imperfecto y trae toda clase de equivocaciones. Por ejemplo, el señor Trejo supuso que los muchachos huían de él, porque ella era su hija; ellos tendrían quién sabe qué culpa y le atribuirían al pobre señor Trejo quién sabe qué propósitos. Para mí, hubo corridas en la ruta, cuando se produjo el accidente en que murió Trejo. Meses antes, en el mismo lugar, en un accidente parecido, perdió la vida una señora. Ahora nos visitó Laborde y nos contó la historia de su amigo. A mí se me ocurrió vincular un accidente, digamos un hecho, con otro. Señor: a usted lo vi en la Brigada de Investigaciones, la otra vez, cuando lo llamamos a declarar; pero usted entonces también estaba nervioso y quizá no recuerde. Como apreciarán, pongo las cartas sobre la mesa.
Miró el reloj y puso las manos sobre la mesa.
– Aunque debo irme, el tiempo me sobra, de modo que volveré mañana. -Señalando la copa y la taza, agregó-: ¿Cuánto es esto?
El gordo se incorporó, saludó gravemente y se fue. Arévalo habló como para sí:
– ¿Qué te parece?
– Que no tiene pruebas -respondió Julia-. Si tuviera pruebas, por más que le sobre tiempo, nos hubiera arrestado.
– No te apures, nos va a arrestar -dijo Arévalo cansadamente-. El gordo trabaja sobre seguro: en cuanto investigue nuestra situación de dinero, antes y después de la muerte de la vieja, tiene la clave.
– Pero no pruebas -insistió Julia.
– ¿Qué importan las pruebas? Estaremos nosotros, con nuestra culpa. ¿Por qué no ves las cosas de frente, Julita? Nos acorralaron.
– Escapemos -pidió Julia.
– Ya es tarde. Nos perseguirán, nos alcanzarán.
– Pelearemos juntos.
– Separados, Julia; cada uno en su calabozo. No hay salida, a menos que nos matemos.
– ¿Que nos matemos?
– Hay que saber perder: tú lo dijiste. Juntos, sin toda esa pesadilla y ese cansancio.
– Mañana hablaremos. Ahora tienes que descansar.
– Los dos tenemos que descansar.
– Vamos.
– Sube. Yo voy dentro de un rato.
Julia obedeció.
Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.
Paradigma
All for love, or The World well lost…
John Dryden
A lo lejos retumbó un vals criollo cuando llegué a la placita que daba al río. La casa era vieja, de madera, alta, angosta, quizás un poco ladeada, con una cúpula cónica, puntiaguda, más ladeada aún, con una puerta de hierro, con vidrios de colores que reflejaban tristemente la luz de aquel interminable atardecer de octubre. Rodeaba la casa un breve jardín, desdibujado por la maleza y por la hiedra. En la verja, en una chapa, leí el nombre: Mon Souci. Más adentro, en un rectángulo de madera clavado en la pared, había un segundo letrero, con las enes al revés: taller de planchado. planta baja. Me pareció que desde la espesura del jardín alguien me vigilaba, pero se trataba tan sólo de uno de esos desagradables productos de la estatuaria italiana del siglo xix, un cupido que reía no sin malignidad, cubierto de racimos de lilas. Entré, subí al piso alto.
La misma señorita Eguren -una anciana delgada y limpia, con un tul en el cuello- abrió la puerta. El cuarto… La verdad es que siempre ando distraído y tengo mala memoria, de modo que me limitaré a decir que el cuarto abarcaba todo el frente y que me dejó un agradable recuerdo de orden, de muebles de caoba, de olor a lilas. Arrimamos el sillón de hamaca y una silla al balcón. Bebimos refrescos; de tanto en tanto miramos la placita, rodeada de tres calles, con el embarcadero, los mástiles, alguna vela y el río al fondo.
– ¿El señor escribe? -preguntó la señorita Eguren-. Lo llamé para contarle una historia. Una historia real. Yo se la cuento y el señor en dos patadas la arregla para una revista o libro. Como quien dice, yo le doy la letra y el señor, que es poeta, le pone música. Eso sí, le ruego que no se permita el menor cambio, para que la historia no pierda consistencia ¿me explico? Tía Carmen, que leyó su libro, asegura que usted toma en serio el amor.
– Ah -dije.
– Los que hacen libros ¿por qué se avergüenzan del amor? O lo echan a la chacota o lo cubren de verdaderas obscenidades, que francamente no tienen mucho que ver.
Protesté:
– I promessi sposi, Pablo y Virginia.
– ¿Son autores de mérito? -su interés duró el tiempo de formular las palabras-. Pero no me niegue que para el hombre normal el amor no cuenta. La plata cuenta, el deporte. La mujer es otra cosa y, naturalmente, los sexos no concuerdan. ¿Para usted algún libro cuenta más que la vida?
– No -dije.
– Mi buen señor, únicamente la vida es mágica. En cualquier estrechez a que uno se vea reducido cabe la vida entera. A mí por este balcón me llega la vida entera. Los bobos creen que una vieja, arrumbada en un cuartucho, no disfruta. Se equivocan. Observo, soy testigo. Ah, quién pudiera serlo para siempre.
Para probarme, quizá, que a ella nada se le escapaba, agregó: