A la mañana siguiente, en cuanto abrí el ojo, oí, en el teléfono, la voz del Cabrío, con ese engolamiento que asume cuando da una mala noticia.
Me dijo:
– Parece que el pobre Heller entró en una etapa de franco disloque. Dicen que anoche fue a una reunión de espiritistas. Lo único que falta es que se haga masón.
A mí no me convence un rumor cualquiera, de modo que en el acto llamé a los Hesparrén. Atendió el Cambado. Comenté:
– Dicen que anoche Heller fue a una reunión de espiritistas.
– Sí -contestó bostezando-. Lo único que falta es que se haga masón.
¡Dos testimonios coincidentes! Quedé medio enfermo. Yo sabía lo que eran tales reuniones, porque años atrás, acompañado del mismo Heller, asistí a una, en el Centro Espiritista de Belgrano R. Fue una visión inolvidable la que tuvimos cuando una consola de caoba oscura, un tanto barrigona, bajó la escalera, paso a paso. Al comprobar que gente calificada -concurrimos con un jefe de sala del hospital Rawson, con un concejal del Partido Salud Pública- convenía en que la consola bajó por sus propios medios, temblé de veras. La conmoción llegó a prolongarse en una larga crisis, que tuvo en jaque a mi equilibrio mental. ¿Cómo puede uno tomar en serio los afanes, los compromisos cotidianos, la ambición, que mueve al hombre, si hay otra vida, si nos desplazamos entre espíritus? Alberdi y Heller, lo recuerdo como si fuera hoy, para consolarme argumentaban que, precisamente, la certidumbre del más allá justifica la hondura de sentimientos y de anhelos. A uno le replicaba yo que él no había visto la consola, y al otro, que la había visto mal o que le restaba importancia, para animarme.
Llamé de nuevo a los Hesparrén; hablé con el Largo:
– Heller, he sabido, fue a una reunión de espiritistas. Como yo tendría que estar desesperado para volver a una de esas reuniones, me pregunto si Heller no estará desesperado; así que ahora mismo voy a cumplir lo que me pediste anoche.
Era una radiante mañana de septiembre. Cuando llegué a su casa, Heller había salido. Milena me recibió en la penumbra de la sala. El cuarto -tiene su parte en nuestra historia- es de tono azulado. Cubre el piso una alfombra azul, con flores amarillas, y las paredes un papel azul, con rosetones y tréboles amarillos, en listas verticales. Sobre la chimenea hay un enorme busto, de terracota, de Gall, el de las circunvoluciones del cerebro; al fondo, revelando que el busto es hueco, un espejo muy alto; en la misma pared, a la derecha, una biblioteca, cerrada con puertas de vidrio, reforzadas por una red de bronce dorado; a la izquierda, un cuadro que representa un nadador, recogiendo, entre rocas, en el fondo del mar, una copa de oro. Desde luego, abundan las mesas, las sillas, los sillones. Cuelga del techo una araña de madera dorada, y una mesita redonda sostiene una lámpara con pantalla de seda azul, con abalorios. Recuerdo algunas estatuas (un Mercurio, de tamaño natural o poco menos, un San Martín, como el de la plaza, pero ínfimo) y algunos cuadros (Julia Gonzaga, la belleza de Italia, huyendo, con sus damas, por una colina, a caballo, semidesnuda; tres torres inclinadas, una de las cuales parece la de Pisa; una vestal en una caverna, iluminada por una vela, etcétera). Que yo eligiera, para sentarme, en ese cuarto abarrotado de muebles, una silla tan baja y tan frágil, no fue un infortunio fortuito, sino un hecho fatal, simbólico de mi relación con Milena. Ella, tranquila, jugaba distraídamente con una pequeña momia de terracota, que tomó de una mesa; yo no sabía dónde poner mis manos. Por último dije:
– Puedo, sin parecer impertinente, mejor dicho sin cometer una impertinencia, decir algunas cosas que, bueno…
(Ahora, al meditar sobre todo esto, descubro que Milena no me conoce. Junto a ella no hablo, ni siquiera pienso, claramente; estoy intimidado. Ah, si le gritara: «Hay otro en mí, que no es tonto». No la persuadiría.)
– Lo que quieras -contestó.
– Bueno, yo no creo que deba uno vivir peleando…
– ¿Te refieres a Eladio y a mí? Imposible vivir de otro modo.
– Tendrá muchos defectos ¿quién no los tiene?, pero no negarás que estás casada con una lumbrera.
– Eso es lo malo. Una mujer no necesita una lumbrera, sino un marido. Los chicos no necesitan una lumbrera, sino un padre.
La rabia le confería elocuencia, yo iba a sonreír, cuando recapacité sobre el riesgo, mientras Milena empuñara la momia, de una mala interpretación: dura resultaría la terracota contra la frente. Miré a mi alrededor. Intenté lo que en terminología militar se llama una diversión.
– Tienes razón -dije-. Has de estar sofocada en esta casa. ¿Por qué no cambias algunos muebles?
– ¿Cambiar algunos muebles? ¿Por qué? No los veo. Creo que los vi cuando vine por primera vez. Ahora los uso. ¿Darme el trabajo de cambiarlos por otros? Ni loca. Aunque fueran más lindos, los vería y me incomodarían. Cuando llegué estaban estos muebles en la casa y por mí estarán para siempre.
Sin duda, Milena no se parecía a otras mujeres. Juzgué que la diversión debía concluir. Volví a la carga:
– La verdad es que no sé por qué ustedes no viven en armonía. Heller es un tipo pacífico y razonable.
– Es claro, pero yo soy una tipa violenta y arbitraria. Como todo el mundo, me echas la culpa. No se te ocurre que es pacífico, porque nada lo conmueve, que es razonable, porque es hipócrita, que soy violenta y arbitraria, porque él me subleva. Si le oyeras la vocecita que pone para ser razonable, no dirías pavadas. ¿Te cuento una cosa? Yo desconfío de los que piensan mucho. No les gusta la vida, le dan la espalda, no la conocen. Piensan tanto sobre lo que no conocen que llegan a equivocaciones monstruosas.
– Heller no es un monstruo.
Milena dijo que sí era un monstruo, me tomó de la mano, me ayudó a levantarme de mi sillita tembleque, me llevó al garage. Indicó un bastidor que había en una repisa. Ordenó:
– Acércate a ese aparato. Lo miré con recelo.
– No te va a morder -aseguró.
El bastidor consistía en dos columnas, probablemente de níquel, de unos veinte centímetros de altura, unidas, en la parte superior, por una delgada banda metálica. Me acerqué un paso. Milena me estimuló.
– Un poco más. La obedecí.
– Más -repitió-. Hasta llegar, casi, a tocarlo. ¿Qué sientes ahora?
¿Cómo decirle que en ese momento yo recordaba -revivía, es la palabra exacta- alguna lejana visita al Instituto Pasteur? No sólo evocaba el ladrido, sino el olor, aun los pelos que se adherían a mi traje y la mirada esperanzada, pero muy triste, de un perro.
Milena insistió.
– ¿Qué sientes?
– ¿Qué siento? ¿Qué siento? Un perro, tal vez.
– No te equivocas. Para obtener esta obra magnífica -el tono de sarcasmo era evidente-, para que en el bastidor uno sienta un perro, Eladio estudió muchos años, descuidó a hijos y mujer, sacrificó al amigo.
Un tanto ofuscado repliqué:
– A ninguno de los amigos le pasa nada, que yo sepa.
– No dije amigos, dije amigo. Su mejor amigo. Verás con tus propios ojos.
Volvió a tomarme de la mano. Abrió la puertita del tabique del fondo. Me asomé.
– Marconi -murmuré, como en sueños.
De una percha o de un gancho (no distinguí bien) colgaba el cuero del pobre perro.
– ¿Y eso? -pregunté.
– Ya lo ves. Ahora Eladio fue a comprar veneno a la casa Paul, para curar el cuero. Como en el campo, cuando muere una oveja.
– Heller lo quería mucho. Habrá muerto de viejo.
– No -replicó implacablemente-. Murió en aras de la ciencia, como dijo Eladio. Yo le tenía asco, decía que iba a matarlo, pero nunca le hice mal. Eladio lo quería mucho, pero sobre todo quería que al acercarse alguien al bastidor sintiera un perro.