– Lo sé, lo sé. Tengo para usted un mensaje de ella. Debo dárselo personalmente.
«¿Qué hago?», pensó Maceira. «El amigo y protector de Chantal puede traicionarme.» Preguntó:
– ¿Está seguro de que la línea no está intervenida?
– Completamente seguro.
– Estoy en el Palace Hotel de Aix.
– Lo visitaré esta misma tarde.
– No diga que viene a verme y fíjese que no lo sigan. Pasó un rato de agitación. Cuando le anunció a Felicitas que Languellerie lo visitaría, la mujer se enojó. Dijo:
– No merece el trabajo que nos dimos para ponerlo a salvo.
Maceira intentó explicaciones («Languellerie es un fiel amigo, podemos depositar en él toda nuestra confianza», etcétera), pero la renga perdió la paciencia y se fue, dando un portazo.
Maceira recibió con muestras de afecto a Languellerie. Explicó: «Veía en él a un aliado». El viejo, por su parte, lo saludó inexpresivamente y dijo:
– No le ocultaré que sus declaraciones a los diarios causaron una impresión deplorable.
– Lo sé perfectamente. Los activistas…
– No hablo de los activistas -puntualizó Languellerie-. Estoy hablando de nosotros. De Chantal y de mí. Por herencia de su padre, Chantal recibió la dirección de la fábrica y usted, un íntimo en la opinión de la gente, sin consultar a nadie sale con declaraciones extemporáneas. Más aún: inoportunas.
– Las hice por lealtad a Chantal. Yo creía…
– Lo que usted creía, no interesa. Antes de hablar así ¿no se detuvo a pensar que la situación de Chantal sufrió un cambio? De ser una muchacha sin responsabilidad alguna, que a título personal podía permitirse las opiniones menos convencionales, pasó a ser la cabeza de un imperio y la única dueña de una fábrica donde trabajan quinientos obreros. No sé si me explico: ¿En esta nueva situación Chantal puede mirar con buenos ojos a quien brega por la clausura de su fábrica?
– Entiendo -dijo Maceira, con rabia.
– Si entiende -replicó Languellerie- no sé por qué toma ese tono. La clausura significa la desocupación de quinientas personas y la miseria de dos o tres veces ese número. Acepte el consejo de un viejo amigo: estese quieto, no abra la boca, espere que la gente olvide y que Chantal perdone. Le prometo mis buenos oficios.
Hubo un silencio, como si Maceira diera por terminada la historia que me había contado. Pregunté:
– ¿Cumplió Languellerie?
– Se casó con Chantal.
– ¡No te creo!
– Créeme. Por un tiempo estuve amargado y no sabes cuánto me llevó descubrir que Felicitas mostraba una viva inclinación por mí.
Aunque renga, es pasablemente linda y tal vez a la larga sea más llevadera que la otra. Con las mujeres ¿quién está seguro? ¿Quién prevé cómo van a evolucionar? Admito que entre las dos fortunas no hay comparación, pero el más acreditado hotel de una ciudad francesa famosa por las aguas, en definitiva es un gran respaldo. En cambio como bien sabemos, toda industria puede ser riqueza para hoy y hambre para mañana.
– ¿Vas a casarte con Felicitas?
– Ya nos casamos, viejo. Misión cumplida. Estás hablando con el propio dueño del Palace Hotel.
Encuentro en Rauch
El jueves, a las ocho en punto de la mañana, debía presentarme en la estancia de don Juan Pees, en la zona de Pardo, para dejar concluida una venta de hacienda, la primera operación importante que iba a llevar a la casa de consignaciones y remates, de la ciudad de Rauch, en que trabajaba. En diciembre de 1929 yo había conseguido el empleo y si al año me mantenía en él, quizá debiera atribuir el hecho a la estima que los miembros de la firma profesaban por mis mayores.
A la hora del desayuno, el miércoles, hablamos de mi viaje del día siguiente. Mi madre aseguró que yo no podía faltar a la cita, aunque el jueves fuera Navidad. Para evitar cualquier pretexto de postergación, mi padre me prestó el automóviclass="underline" un Nash, doble-faeton, «su hijo preferido», como decíamos en casa. Sin duda, no querían que yo perdiera el negocio, por la comisión, una suma considerable, y porque si lo perdía podía muy bien quedarme sin empleo. La crisis apretaba; ya se hablaba de los desocupados. Aparte de todo eso, quizá mis padres pensaran que por golpes de suerte, como la venta de vacas a Pees, y por las continuas salidas al campo, que rompían la rutina del escritorio, yo le tomaría el gusto al trabajo. Les parecía peligroso que un joven dispusiera de tiempo libre; desconfiaban de mis excesivas lecturas y de las consiguientes ideas raras.
En cuanto llegué al escritorio hablé del asunto. Los miembros de la firma y el contador opinaron que don Juan, al citarme, probablemente no recordó que el jueves caía en 25, pero también dijeron que si yo no quería perder la venta me presentara el día fijado. Hombre de una sola palabra, don Juan era muy capaz de renunciar a un negocio, por beneficioso que fuera, si la otra parte no cumplía en todos sus detalles lo convenido. Uno de los miembros de la firma comentó:
– Pongamos por caso que se pierda la operación por culpa tuya. Mantenerte en el puesto sería un mal precedente.
– Por mí no se va a perder -repliqué.
Desde que disponía del Nash, por nada hubiera renunciado al viaje. Para empezarlo a lo grande almorcé en el hotel. La patrona agrupó a los comensales en un extremo de una larga mesa. Entre todos llegaríamos a la media docena: un señor maduro, tres o cuatro viajantes y yo. Al señor maduro lo llamaban el señor pasajero. Desde un principio lo tomé entre ojos. Tenía una mansedumbre exagerada, que recordaba las de ciertas imágenes de santos. Lo consideré hipócrita y, para que no ocupara el centro de la atención, me puse a botaratear sobre mi negocio con don Juan. Dije:
– Mañana cerramos trato.
– Mañana es Navidad -observó el señor pasajero.
– ¿Qué hay con eso? -dije.
– El campo de don Juan queda en Pardo -dijo o preguntó uno de los viajantes.
– En Pardo.
– Si vas en auto, por Cacharí, te conviene largarte ahora -dijo el viajante y con un vago ademán señaló la ventana.
Entonces oí la lluvia, y la vi. Llovía a cántaros.
– Dentro de un rato por ese camino no pasa nadie. Te juro: ni un alma.
Me dejé estar, porque no me gusta que me den órdenes. Siempre me tuve fe para manejar en el barro, pero soplaba viento del este, quizá lloviera mucho y si no quería que la noche me agarrara en el camino, lo mejor era salir cuanto antes.
– Me voy -dije.
Mientras me ponía el encerado, la patrona se acercó y dijo:
– Un señor me pidió que te pregunte si no sería mucha molestia llevarlo.
– ¿Quién? -pregunté. Previsiblemente contestó:
– El señor pasajero.
– De acuerdo -dije.
– Me alegro. Es hombre raro, pero de mucho roce, y en un viaje como el que te espera, más vale no estar solo.
– ¿Por qué?
– Un camino maldito. Puede pasar cualquier cosa. Antes de que lo llamaran, mi compañero de viaje apareció. Dijo con su voz inconfundible:
– Me llamo Swerberg. Si quiere le ayudo a colocar las cadenas.
«¿Quién le dijo que yo iba a ponerlas?», murmuré con fastidio. Sacudiendo la cabeza, busqué en la caja de herramientas las cadenas y el criquet, y me aboqué al trabajo.
– Me arreglo solo -contesté.
Minutos después emprendimos viaje. El camino estaba pesado, los pantanos abundaban y la mucha labia de mi compañero me irritó. De tanto en tanto me veía obligado a contestarle, y yo quería volcar mi atención en la huella, de la que no debía salir. Una serie de pantanos, como la que teníamos por delante, aburre, hasta cansa y en el primer descuido lo lleva a uno a cometer errores. Desde luego el señor pasajero hablaba de la Navidad y del hecho, para él poco menos que impensable, de que don Juan y yo nos reuniéramos el 25, para dejar concluida una operación de venta de ganado.