– Que te sirva de lección, encanto. -Pero dejó que él la levantara del suelo y la cargara sobre los hombros.
– ¿Tienes hambre? -preguntó él.
– Un hambre canina.
– Yo también. -Roarke empezó a subir las escaleras-. Cenaremos en la cama.
4
Eve despertó con el gato espatarrado sobre sus pechos y el telenexo de la mesilla de noche sonando. Estaba amaneciendo y la luz que entraba por la claraboya era débil y gris a causa de la tormenta que se aproximaba con el día. Con los ojos medio entornados alargó una mano para responder.
– Desconectar vídeo -ordenó con voz soñolienta-. Dallas.
– Mensaje para la teniente Dallas, Eve. Muerte sospechosa. Avenida Madison, 5002, apartamento 3800. Ver al inquilino Foxx, Arthur. Código cuatro.
– Mensaje recibido. Contactar con oficial Peabody, Delia. Bajo mi autorización.
– Confirmado. Fin de transmisión.
– ¿Código cuatro? -Roarke se había incorporado en la cama y acariciaba a Galahad, que se hallaba en éxtasis.
– Significa que tengo tiempo para una ducha y un café. -Eve no vio el albornoz, así que fue al baño desnuda-. Ya hay un agente uniformado en el lugar de los hechos -explicó. Se metió en la ducha y se frotó los ojos soñolientos-. Todos los chorros a la máxima potencia, setenta grados.
– Te vas a escaldar.
– Me encanta escaldarme.
Eve soltó un profundo suspiro de placer cuando los chorros de agua ardiente la golpearon desde todos los ángulos. Apretó una pieza de cristal y se llenó la palma de la mano de un jabón líquido verde oscuro. Cuando salió de la ducha ya estaba despierta.
Arqueó las cejas al ver a Roarke de pie en el umbral, sosteniendo una taza de café.
– ¿Para mí?
– Parte del servicio.
– Gracias. -Se llevó la taza a la cámara de secado y la bebió mientras el aire caliente la envolvía-. ¿Qué hacías observándome en la ducha?
– Me gusta observarte.
Roarke se metió en la ducha y ordenó treinta grados, lo que hizo temblar a Eve. No alcanzaba a comprender cómo un hombre con todos los lujos del mundo al alcance de la mano podía ducharse con agua fría. Encendió la cámara de secado y se peinó con los dedos el cabello de corte poco sofisticado. Luego se puso un poco del viscoso maquillaje que Mavis siempre le instaba a llevar y se cepilló los dientes.
– No tienes que levantarte pronto porque yo lo hago.
– Ya estoy levantado -se limitó a responder Roarke y optó por una toalla caliente en lugar de la cámara de secado-. ¿Tienes tiempo para desayunar?
Eve lo miró reflejado en el espejo, con el cabello y la piel brillante.
– Tomaré algo más tarde.
Él se anudó la toalla alrededor de la cintura, se sacudió la melena y ladeó la cabeza.
– ¿Y bien?
– Supongo que también me gusta mirarte -murmuró ella, y entró en el dormitorio para vestirse.
Había poca circulación en la calle. Los aerobuses pasaban con estruendo por encima de su cabeza a través de la cortina de lluvia, llevando a los empleados del turno de la noche a sus casas y a los del turno del día al trabajo. Las vallas publicitarias se hallaban silenciosas y ya habían montado para el día los omnipresentes carros y parrillas aerodeslizantes con sus ofertas de comida y bebidas. El humo salía por los conductos de ventilación de las calzadas y aceras procedente del mundo subterráneo del transporte y la venta al por menor. El aire era húmedo y caliente.
Eve cruzó la ciudad en el tiempo previsto.
La parte de la avenida Madison en la que le esperaba un cadáver estaba llena de boutiques elegantes y altos edificios plateados concebidos para albergar a quienes se podían permitir hacer compras en ellas. Los pasillos aéreos tenían las paredes de cristal para proteger a la clientela de los elementos y del ruido que en una o dos horas empezaría a oírse.
Eve pasó junto a un taxi con una sola pasajera, una elegante rubia que llevaba una americana despampanante, un deslumbrante arco iris en aquella lúgubre luz. Una prostituta legalizada que volvía a casa tras una noche en vela, pensó Eve. Los ricos podían permitirse comprar sexo elegante junto con sus prendas elegantes.
Al llegar al lugar de los hechos Eve se introdujo en un garaje subterráneo y mostró su placa ante el poste de seguridad. Éste la escaneó y la escaneó a ella, luego la luz cambió de roja a verde y mostró el número de la plaza vacía que le había sido asignada. Se hallaba al otro extremo del ascensor, para variar. A los polis jamás les daban las mejores plazas, pensó con resignación mientras echaba a andar.
Eve recitó en el altavoz el número del piso y se elevó al momento.
En otro tiempo no muy lejano habría quedado impresionada ante el suntuoso vestíbulo de la planta 38, con su estanque de hibiscos escarlata y las estatuas de bronce. Eso era antes de entrar en el mundo de Roarke. Examinó las pequeñas fuentes que flanqueaban la entrada y cayó en la cuenta de que había muchas posibilidades de que su marido fuera el dueño del edificio.
Vio a la agente uniformada ante la puerta 3800 y le mostró su placa.
– Teniente. -La agente se puso en posición de firmes y metió el estómago-. Mi compañero está dentro con el compañero de piso del fallecido. El señor Foxx, al descubrir el cadáver, llamó una ambulancia. Nosotros también acudimos, como es la norma. La ambulancia está esperando su autorización, teniente.
– ¿Este lugar está protegido?
– Lo está ahora. -La agente miró la puerta-. No hemos logrado sonsacar gran cosa a Foxx. Está un poco histérico. No estoy segura de qué puede haberlo trastornado de ese modo, aparte del cadáver.
– ¿Lo movió?
– No, teniente. Mejor dicho, el cuerpo sigue en la bañera, pero él trató de… reanimar al difunto. Debía de estar en estado de shock cuando lo hizo, porque hay suficiente sangre para nadar en ella. Se abrió las venas -explicó la agente-. Calculo que murió al menos una hora antes de que su compañero lo encontrara.
– ¿Han avisado al forense?
– Está en camino, teniente.
– Bien. Deje entrar a Peabody en cuanto llegue, y siga en su puesto. Abra -añadió, y esperó a que la agente introdujera la llave maestra en la ranura de la cerradura. La puerta se abrió y Eve oyó entrecortados sollozos de terrible dolor.
– Lleva así desde que llegamos -murmuró la agente-. Espero que pueda tranquilizarlo.
Sin decir palabra, Eve entró y dejó que la puerta se cerrara a sus espaldas. El vestíbulo era una intrincada obra de mármol blanco y negro, con columnas salomónicas cubiertas de una especie de parra en flor y, por encima de sus cabezas, una araña de cristal negra de cinco brazos ornamentados.
Al otro lado del pórtico había un zona habitada con los mismos motivos decorativos. Sofás de cuero negro, suelos blancos, mesas de madera de ébano, lámparas blancas. Las cortinas a rayas blancas y negras estaban corridas, pero las luces del techo estaban encendidas y se reflejaban en el suelo.
Había una gran pantalla de recreo apagada. Unas escaleras de un blanco resplandeciente ascendían hasta un segundo piso, el cual estaba rodeado por una balaustrada blanca a la manera de un atrio. Y del alto techo colgaban exuberantes helechos en macetas de loza.
Pero ya podías nadar en la abundancia, la muerte no respetaba a nadie. Era un club que no hacía distinciones de clase.
Los sollozos la condujeron a un pequeño estudio con las paredes forradas de libros antiguos y lleno de butacas del color de un buen burdeos.
Arrellanado en una de ellas se hallaba un hombre atractivo, con el rostro bronceado y desencajado por las lágrimas. Tenía el cabello dorado, brillante como una moneda nueva, y se lo mesaba. Llevaba una bata de seda blanca manchada de sangre seca. Iba descalzo y tenía las manos llenas de anillos que lanzaban destellos al temblar. En la rodilla izquierda exhibía un tatuaje de un cisne negro.