– ¿A qué hora pasó anoche a dejar el expediente?
– A eso de las diez. Sí, creo que eran las diez. Había trabajado hasta tarde y me detuve al regresar a casa.
– ¿Era corriente que pasara a verlo de vuelta a casa, señorita Bastwick?
– No era raro. Después de todo éramos socios profesionales y nuestros casos a veces estaban relacionados.
– ¿Eso era todo? ¿Sólo socios?
– ¿Cree, teniente, que porque un hombre y una mujer son físicamente atractivos y tienen una relación amistosa no pueden trabajar juntos sin que haya conflicto sexual?
– Yo no creo nada. ¿Cuánto tiempo se quedó… discutiendo su caso?
– Veinte minutos, media hora. No lo controlé. Estaba bien cuando lo dejé, eso sí se lo digo.
– ¿Había algo que le preocupara particularmente?
– Le tenía un poco preocupado el asunto Salvatori… y otros. Nada fuera de lo corriente. Era un hombre seguro de sí mismo.
– ¿Y fuera del trabajo, en su vida privada?
– Era reservado.
– Pero usted conoce a Arthur Foxx.
– Por supuesto. En el bufete nos preocupamos por conocer y tratar al menos superficialmente a las parejas de los socios y colaboradores. Arthur y Fitz estaban muy unidos.
– ¿No… discutían?
Leanore arqueó una ceja.
– ¿Cómo voy a saberlo?
Seguro que sí, pensó Eve.
– Usted y el señor Fitzhugh eran socios, tenían una estrecha relación profesional y al parecer personal. De vez en cuando debía de hablar de su vida en pareja con usted.
– Él y Arthur eran muy felices. -Leanore reveló la primera señal de irritación al golpear con suavidad una uña de color coral contra el borde del cristal-. Incluso las parejas felices discuten de vez en cuando. Imagino que usted discute de vez en cuando con su marido.
– Pero mi marido no me ha encontrado recientemente muerta en la bañera -replicó Eve sin alterarse-. ¿Sobre qué discutían Foxx y Fitzhugh?
Leanore resopló. Se levantó, pulsó un código en el AutoChef y obtuvo una humeante taza de café. No ofreció nada a Eve.
– Arthur sufría depresiones periódicas. No es el hombre más seguro de sí mismo. Solía tener celos, lo que exasperaba a Fitz. -Frunció el ceño-. Probablemente sabrá que Fitz estuvo casado antes. Su bisexualidad era algo así como un problema para Arthur, y cuando estaba deprimido solía preocuparse por los hombres y mujeres con que Fitz tenía contacto a través de su trabajo. Raras veces discutían, pero cuando lo hacían, solía ser por los celos de Arthur.
– ¿Y tenía motivos para estar celoso?
– Que yo sepa, Fitz le era totalmente fiel. No siempre es una elección fácil, teniente, siendo objeto de la atención pública como era, y dado su estilo de vida. Incluso hoy, hay quienes se sienten… incómodos, por así decirlo, ante las preferencias sexuales menos tradicionales. Pero Fitz no daba a Arthur motivos para estar insatisfecho.
– Y sin embargo lo estaba. Gracias -concluyó Eve levantándose-. Ha sido de gran ayuda.
– Teniente -dijo Leanore cuando Eve y la silenciosa Peabody se encaminaron a la puerta-, si creyera por un instante que Arthur Foxx tuvo algo que ver… -Se interrumpió y respiró hondo-. No; es sencillamente impensable.
– ¿Menos impensable que creer que Fitzhugh se abrió las venas y se dejó morir desangrado? -Eve la miró antes de abandonar la oficina.
Peabody esperó hasta que salieron al pasillo aéreo que rodeaba el edificio para comentar:
– Aún no he decidido si plantabas semillas o escarbabas en busca de gusanos.
– Ambas cosas. -Eve miró por la pared de cristal del pasillo. Vio el edificio de oficinas de Roarke, alzándose alto y de ébano pulido entre los demás. Al menos no tenía nada que ver con ese caso. No tenía por qué preocuparse de desenterrar algo que había hecho él o alguien que él conocía demasiado bien-. Esa mujer conocía tanto a la víctima como al sospechoso. Y Foxx no mencionó que ella hubiera pasado para discutir un asunto entrada la noche.
– Así que Foxx ha pasado de testigo a sospechoso.
Eve observó a un hombre con una túnica entallada pasar por su lado en aerodeslizador hablando malhumorado por telenexo.
– Hasta que no tengamos pruebas concluyentes de que fue un suicidio, Foxx es el principal… cielos, el único sospechoso. Tenía medios: el cuchillo era suyo. Y tuvo oportunidad: estaban solos en el apartamento. Además tenía un móviclass="underline" el dinero. Ahora sabemos que sufre depresiones, tiene antecedentes violentos y es celoso.
– ¿Puedo preguntarte algo? -Peabody esperó a que Eve asintiera-. No te gustaba Fitzhugh, ni en el plano profesional ni como persona, ¿verdad?
– No lo soportaba. ¿Y qué más da? -Eve abandonó el pasillo aéreo y salió a la calle donde había tenido la suerte de encontrar aparcamiento. Divisó un carrito aerodeslizante que vendía salchichas de soja y patatas humeantes, y se encaminó a él abriéndose paso a través de la multitud-. ¿Por qué crees que tiene que gustarme el cadáver? Déme un par de salchichas y una ración de patatas. Y dos tubos de Pepsi.
– Para mí todo de régimen -pidió Peabody poniendo los ojos en blanco frente a la larga y esbelta figura de Eve-. Las hay que tenemos que preocuparnos por el peso.
– Aquí tiene, salchicha y Pepsi de régimen. -La dueña del carrito llevaba en el centro del labio superior un deslucido pendiente de la zona del canal de Panamá y un tatuaje del mapa del metro en la pechera. La línea A giraba y desaparecía bajo la gasa suelta que le cubría los senos-. Y aquí salchicha normal, Pepsi y patatas calientes. ¿Pagará en efectivo?
Eve pasó a Peabody la caja de cartón que contenía la comida y se palpó los bolsillos.
– ¿Qué le debo?
La mujer pulsó con una mugrienta uña violeta una tecla de la consola y ésta emitió un pitido.
– Veinticinco.
– Mierda. Ni has respirado que ya han subido de precio. -Entregó unos créditos a la mujer y cogió un par de servilletas de papel.
Retrocedió y se dejó caer en el banco que rodeaba la fuente de delante del edificio de los tribunales. El pordiosero sentado a su lado la miró esperanzado. Eve le mostró la placa, y él sonrió y le mostró la licencia de mendigo que le colgaba del cuello.
Resignada, Eve le dio cinco créditos.
– Vete a dar la lata a otra parte o comprobaré si esa licencia está al día.
Él respondió algo poco halagador, pero se guardó los créditos en el bolsillo y se marchó, dejando sitio a Peabody.
– A Leanore no le gusta Arthur Foxx.
Peabody masticó un bocado animosamente. Las salchichas de régimen siempre tenían grumos.
– ¿Tú crees?
– Una abogada de clase alta no tiene por qué dar tantas respuestas a menos que le interese. Nos ha llenado la cabeza con que Foxx era celoso, que discutían. -Eve le tendió la papelina de patatas grasientas. Tras una breve lucha interior, Peabody introdujo la mano-. Quería que tuviéramos esos datos.
– Sigue sin ser gran cosa. No hay nada en los datos que tenemos sobre Fitzhugh que implique a Foxx. Ni en su agenda, ni en el listín de su telenexo. Ninguno de los datos que he revisado señala a nadie. Claro que tampoco hay nada que indique una tendencia suicida.
Pensativa, Eve bebió su Pepsi contemplando la ciudad de Nueva York con todo su ruido y sudor.
– Tendremos que hablar de nuevo con Foxx. Esta tarde vuelvo a tener una vista. Quiero que regreses a la central, recojas los informes del vecindario y no pares hasta que el forense te entregue la autopsia final. No sé qué problema hay, pero quiero los resultados antes de que termine el turno. Saldré del tribunal a eso de las tres. Echaremos otro vistazo al apartamento de Fitzhugh y veremos por qué Foxx omitió la breve visita de Bastwick.
Peabody hizo malabarismos con la comida mientras anotaba en su agenda sus obligaciones.
– Lo que te he preguntado antes acerca de que no te gustaba Fitzhugh. Sólo me preguntaba lo duro que debía ser tener que seguir todas las formalidades cuando guardas rencor al tipo en cuestión.