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– Los polis no tienen sentimientos -repuso Eve. Luego suspiró y añadió-: Mierda. Te olvidas de los sentimientos y cumples con tu deber. En eso consiste este trabajo. Y si crees que un hombre como Fitzhugh merece acabar sus días nadando en su propia sangre, eso no significa que no vayas a hacer todo lo posible para averiguar cómo llegó allí.

Peabody asintió.

– Otros policías se limitarían a cerrar el caso como suicidio.

– Yo no soy una policía cualquiera, y tú tampoco, Peabody.

Eve miró por encima del hombro, ligeramente interesada en la explosión producida por dos taxis al chocar. Los peatones y los coches de la calle apenas si prestaron atención mientras el humo se elevaba y los dos conductores bajaban furiosos de sus vehículos destrozados.

Terminó su almuerzo mientras los dos hombres se daban empujones e intercambiaban imaginativas obscenidades. Ella supuso que de eso se trataba, ya que hablaban otro idioma. Levantó la vista, pero no vio ningún helicóptero de tráfico. Con una sonrisa, arrugó la caja de cartón, aplastó el tubo vacío y se los pasó a Peabody.

– Tíralos al reciclador, ¿quieres? Luego vuelve y ayúdame a separar a esos dos idiotas.

– Uno de ellos acaba de sacar un bate. ¿Pido refuerzos?

– No. -Eve se frotó las manos mientras se levantaba-. Puedo arreglármelas.

Le seguía doliendo el hombro cuando salió del tribunal un par de horas más tarde. A esas alturas ya debían de haber soltado a los taxistas, cosa que no iba a ocurrir a la asesina contra la que acababa de testificar, pensó Eve con satisfacción. La tendrían encerrada los próximos cincuenta años como mínimo.

Eve movió el hombro magullado. El taxista no había querido golpearla a ella, sino partir la cabeza de su contrincante, pero ella se había puesto en medio. Sin embargo, no le importaría que les retiraran a los dos los permisos de conducir durante tres meses.

Se subió al coche y, a fin de no forzar el hombro, lo puso en automático en dirección a la comisaría. Por encima de su cabeza, un tranvía turístico soltaba la clásica perorata sobre las balanzas de la justicia.

Bueno, a veces se equilibran, pensó Eve. Aunque sea por poco tiempo. Sonó el telenexo.

– Dallas.

– Soy el doctor Morris. -El forense tenía unos ojos de lince de párpados pesados y un color verde intenso, la barbilla cuadrada y con barba de varios días, y una melena lacia y brillante azabache peinada hacia atrás. A Eve le gustaba, y aunque a menudo le exasperaba su lentitud, valoraba su meticulosidad.

– ¿Ha terminado el informe sobre Fitzhugh?

– Tengo un problema.

– No quiero problemas, sino el informe. ¿Puede enviármelo al telenexo de mi oficina? Voy para allí.

– No, teniente, va a venir para aquí. Tengo algo que enseñarle.

– No tengo tiempo para pasar por el depósito de cadáveres.

– Pues encuéntrelo -sugirió él, y cortó la transmisión.

Eve apretó los dientes. Los científicos eran tan desesperantes, pensó mientras redirigía su unidad.

Desde fuera, el depósito de cadáveres municipal de Lower Manhattan se parecía a una de las colmenas de oficinas que lo rodeaban. Formaba un conjunto armonioso con su entorno, y ése debió de ser el motivo de que volvieran a diseñarlo. A nadie le gustaba pensar en la muerte, o que ésta te quitara el apetito al salir del trabajo a la hora del almuerzo para tomar algo en el bar de la esquina. Las imágenes de cuerpos etiquetados y enfundados en bolsas sobre las mesas de autopsia refrigeradas solían quitar las ganas de probar la ensalada de pasta.

Eve recordaba la primera vez que había cruzado las puertas de acero negras de la parte trasera del edificio. Era una principiante uniformada que se codeaba con otras dos docenas de principiantes uniformados. A diferencia de varios de sus compañeros, ella ya había visto la muerte de cerca, pero nunca expuesta, diseccionada y analizada.

Sobre uno de los laboratorios de autopsias había una galería y desde allí los estudiantes, principiantes, periodistas o novelistas, con los permisos pertinentes, podían presenciar en directo las intrincadas artes de la medicina forense.

En cada asiento un monitor ofrecía primeros planos a quienes tenían estómago para verlos.

La mayoría no volvía a hacer una segunda visita. Y muchos no se podían tener en pie al salir.

Eve había salido por sus propios medios y desde entonces había vuelto incontables veces, pero no aguardaba con impaciencia esas visitas.

El blanco esta vez no era la sala de operaciones conocida como el Teatro, sino el laboratorio C, donde Morris realizaba la mayor parte de su trabajo. Eve recorrió el corredor de azulejos blancos y suelo verde manzana. Desde allí se podía oler la muerte. No importaba qué utilizaran para erradicarlo, el olor se colaba a través de los resquicios y puertas, e impregnaba el aire como un inquietante recordatorio de nuestra condición de mortales.

La medicina había erradicado plagas y un montón de enfermedades y dolencias, y ampliado las esperanzas de vida hasta una media de ciento cincuenta años. Y la tecnología de la cirugía estética había asegurado que el ser humano se mantuviera atractivo durante ese siglo y medio.

Podías vivir sin arrugas, sin las manchas causadas por la edad, sin achaques, dolores y huesos que se desintegraban. Pero aun así, tarde o temprano morirías.

Para muchos de los que acudían allí, ese día estaba próximo.

Se detuvo delante de la puerta del laboratorio C, acercó su placa a la cámara de seguridad, y pronunció su nombre y número de identidad en dirección al altavoz. Tras apoyar la mano en el lector de palmas la puerta se abrió.

Era una pequeña y deprimente sala sin ventantas, atestada de instrumentos y llena del zumbido de los ordenadores. Algunos de los instrumentos colocados ordenadamente en los mostradores como en una bandeja de cirujano eran lo bastantes primitivos para hacer estremecer al menos débiclass="underline" sierras, láseres, relucientes escalpelos, mangueras.

En el centro de la habitación había una mesa con canalones para recoger los fluidos y guardarlos en contenedores herméticos y esterilizados que serían analizados más adelante. Tendido en la mesa estaba Fitzhugh, desnudo y exhibiendo las cicatrices de los recientes cortes en forma de Y.

Morris se hallaba sentado en un taburete giratorio delante de un monitor, con la cara muy próxima a la pantalla. Llevaba una bata blanca que le llegaba hasta el suelo. Era una de sus pocas extravagancias, esa bata que ondeaba y se arremolinaba como la capa de un salteador de caminos al recorrer los pasillos. Llevaba su cabello lacio y brillante pulcramente recogido en una larga coleta.

Eve sabía, dado que la había llamado personalmente en lugar de pasarla con uno de sus técnicos, que se trataba de algo inusual.

– ¿Doctor Morris?

– Hummm, teniente -respondió él sin volverse-. Nunca he visto nada parecido en los treinta años que llevo explorando a los muertos. -Se volvió con una revuelo de su bata blanca. Debajo llevaba unos pantalones estrechos y una camiseta de colores llamativos-. Tiene buen aspecto, teniente.

Le dedicó una de sus breves y encantadoras sonrisas, y ella curvó los labios en respuesta.

– Usted también tiene buen aspecto. Se ha quitado la barba.

Él se llevó la mano a lá barbilla y se la frotó. Hasta entonces había llevado una pulcra perilla.

– No me sentaba bien. Pero detesto afeitarme. ¿Qué tal la luna de miel?

Ella se metió las manos en los bolsillos.

– Bien. Tengo mil cosas que hacer, Morris. ¿Qué tiene que enseñarme que no puede hacerlo en pantalla?

– Ciertas cosas requieren atención personal. -Morris acercó el taburete a la mesa de autopsias hasta detenerse con un ligero chirrido de ruedas junto a la cabeza de Fitzhugh-. ¿Qué ve?

Ella bajó la vista.