Él sonrió con malicia.
– No tan largo, teniente. Sigo robando carteras, sólo que de la forma más legal posible. Casarte con una polizonte pone límites a ciertas actividades.
Esta vez ella frunció el entrecejo.
– Prefiero no oír hablar de ellas.
– Mi querida Eve. -Roarke se levantó con la botella-. Siempre tan rigurosa. Y tan impulsiva que te has enamorado perdidamente de un tipo sospechoso. -Volvió a llenarle la copa y dejó a un lado la botella-. Un tipo que meses atrás estaba en tu breve lista de sospechosos de asesinato.
– ¿Te divierte ser sospechoso?
– Pues sí. -Roarke le acarició con el pulgar el pómulo donde había desaparecido un cardenal, salvo en su memoria-. Y me preocupas un poco. -Mucho, reconoció para sus adentros.
– Soy una buena policía.
– Lo sé. La única que ha despertado toda mi admiración. ¡Qué extraña broma del destino que me haya enamorado de una mujer consagrada a la justicia!
– Me parece aún más extraño que yo me haya unido a alguien capaz de comprar y vender planetas a su antojo.
– Casado. -Él se echó a reír. Le dio la vuelta y le mordisqueó la nuca-. Vamos, dilo. Estamos casados. No te atragantarás.
– Ya sé que lo estamos. -Se ordenó relajarse y se apoyó contra él-. Dame tiempo para hacerme a la idea. Me gusta estar aquí contigo, lejos de todo.
– Entonces, ¿te alegras de que te haya presionado para que te tomaras estas tres semanas?
– No me presionaste.
– Tuve que insistirte. -Le mordisqueó la oreja-. E intimidarte. -Le deslizó las manos por los senos-. Y suplicarte.
– Nunca me has suplicado nada. Pero es posible que insistieras. No me había tomado tres semanas de vacaciones desde… nunca.
Él se abstuvo de recordarle que ahora tampoco lo había hecho exactamente. No habían transcurrido veinticuatro horas sin que probara un programa que la enfrentaba a un crimen.
– ¿Por qué no hacer que sean cuatro?
– Roarke…
Él se echó a reír.
– Sólo bromeaba. Apura la copa. No estás lo bastante borracha para lo que tengo en mente.
– ¿Ah, sí? -A ella se le aceleró el pulso, lo que la hizo sentir como una tonta-. ¿Y de qué se trata?
– Perderá la gracia si te lo digo. Digamos que me propongo tenerte ocupada las últimas cuarenta y ocho horas que nos quedan aquí.
– ¿Cuarenta y ocho? -Eve soltó una carcajada y apuró la copa-. ¿Cuándo empezamos?
– No hay como… -Él se interrumpió al oír el timbre de la puerta-. Pedí a los camareros que recogieran mañana. Espera aquí. -Le cerró el albornoz que acababa de desabrocharle-. Los mandaré a paseo.
– Trae otra botella de paso -pidió ella sonriendo mientras se servía las últimas gotas en la copa-. Alguien se ha pulido ésta entera.
Divertido, Roarke cruzó el espacioso salón de techo de cristal y mullidas alfombras. De entrada quería verla allí tendida, en ese suelo tan blando y con las estrellas brillando por encima de sus cabezas. Arrancó un largo lirio blanco de una fuente de porcelana y se imaginó enseñándole lo que un hombre habilidoso era capaz de hacer a una mujer con los pétalos de una flor.
Sonriendo, entró en el vestíbulo de paredes doradas y una amplia escalera de mármol. Tras echar un vistazo a la pantalla de seguridad, se preparó para maldecir al camarero del servicio de habitaciones por la interrupción.
Pero se encontró con uno de sus ingenieros.
– ¡Carter! ¿Algún problema?
Carter se frotó un rostro mortalmente pálido y cubierto de sudor.
– Señor, me temo que sí. Necesito hablar con usted. Por favor.
– Está bien. Un momento.
Roarke suspiró mientras apagaba la pantalla y desconectaba las cerraduras. A sus veinticinco años, Carter era joven para el puesto que ocupaba, pero era un genio del diseño y su ejecución. Si había algún problema en la construcción, lo mejor era resolverlo al momento.
– ¿Se trata del planeador de la sala? -preguntó Roarke mientras descodificaba la puerta-. Creía que ya lo habías resuelto.
– No, quiero decir, sí señor, ya lo he resuelto. Ahora funciona perfectamente.
Roarke advirtió que el joven temblaba y se olvidó de su enfado.
– ¿Ha habido un accidente? -Cogió a Carter del brazo para conducirlo al salón y lo hizo sentar-. ¿Algún herido?
– No lo sé… quiero decir, no sé si ha sido un accidente. -Parpadeó y clavó la mirada al frente con ojos vidriosos-. Señorita… señora. Teniente -saludó a Eve al verla entrar y se dispuso a levantarse, pero volvió a caer sin fuerzas cuando ésta le hizo sentar de un empujón.
– Está en estado de shock -señaló Eve-. Dale un poco de ese caro coñac que tienes por aquí. -Se inclinó hacia él-. Te llamas Carter, ¿verdad? Tranquilízate.
– Yo… -El rostro del joven adquirió un tono macilento-. Creo que voy…
Antes de que pudiera terminar la frase, Eve le colocó la cabeza entre las rodillas.
– Respira. Sólo respira. Dame ese coñac, Roarke. -Alargó la mano y allí tenía la copa.
– Cálmate, Carter -lo tranquilizó Roarke-. Bebe un trago de esto.
– Sí, señor.
– Por el amor de Dios, deja de llamarme señor.
El color volvió a las mejillas de Carter, a causa del coñac así como de la incomodidad. Asintió, bebió y suspiró.
– Lo siento. Creía que estaba bien. He venido de inmediato. No sabía si debía… no sabía qué hacer. -Se cubrió el rostro con una mano como un muchacho viendo una película de terror. Suspiró de nuevo y se apresuró a añadir-: Es Drew. Drew Mathias, mi compañero de cuarto. Está muerto.
Exhaló de golpe para a continuación volver a aspirar. Luego tomó otro sorbo de coñac y se atragantó.
La mirada de Roarke se ensombreció. Evocó la imagen de Mathias: joven, emprendedor, pelirrojo y con pecas, experto en electrónica y especializado en autotrónica.
– ¿Dónde, Carter? ¿Qué ha ocurrido?
– Pensé que debía comunicárselo de inmediato -repitió Carter, muy sofocado-. He venido inmediatamente a decírselo, a usted y a su mujer. Pensé que como ella es… policía, podría hacer algo.
– ¿Necesitas un policía, Carter? -Eve le cogió el coñac de su temblorosa mano-. ¿Por qué?
– Creo… que se ha matado, teniente. Estaba allí colgado de la lámpara del techo de la salita de estar. Y la cara… ¡Oh, Dios mío!
Eve dejó que Carter se cubriera el rostro y se volvió hacia Roarke.
– ¿Quién dispone de autoridad para ocuparse de un caso así?
– Contamos con los dispositivos de seguridad habituales, la mayoría automatizados. -Inclinó la cabeza y admitió-: Diría que tú, teniente.
– Pues intenta proporcionarme un equipo. Necesito una grabadora de sonido y vídeo, film transparente, bolsas para guardar pruebas, unas pinzas y un par de cepillos pequeños.
Dejó escapar un suspiro al tiempo que se mesaba el cabello. Difícilmente iba a encontrar allí el equipo necesario para calcular la temperatura del cuerpo y la hora de la muerte. No iba a disponer de un escáner, ni de cepillos mecánicos, ni de ninguna de las sustancias químicas habituales para el informe forense.
Tendrían que improvisar.
– Hay un médico, ¿verdad? Tendrá que hacer las veces de forense. Voy a vestirme.
La mayoría de técnicos utilizaban como alojamiento las alas concluidas del hotel. Carter y Mathias al parecer habían congeniado lo bastante para compartir una espaciosa habitación doble durante su estancia en la estación. Mientras bajaban a la planta décima Eve entregó a Roarke una grabadora de bolsillo.
– ¿Sabes utilizarla?
Él arqueó una ceja. La había fabricado una de sus compañías.
– Creo que podré arreglármelas.