Peabody volvió la cabeza y miró a Eve.
– Puedes confiar en mí, teniente. Pensaba que eso hacías.
– No es cuestión de confianza. -Al oír el tono dolido de Peabody, Eve añadió con delicadeza-: Es cuestión de que no quiero poner en peligro otro trasero aparte del mío.
– Si somos compañeras…
– No lo somos. -Eve inclinó la cabeza y esta vez puso autoridad en la voz-. Todavía no. Eres mi ayudante y estás entrenándote. Como tu superior, yo decido hasta dónde debes exponer tu trasero.
– Sí, teniente -respondió con rigidez.
Eve suspiró.
– No te lo tomes a mal, Peabody. Llegará el día en que dejaré que te lleves tú los palos del comandante. Y créeme, tiene un buen puño.
El taxista se detuvo ante las puertas del edificio gubernamental. Eve deslizó los créditos a través de la ranura de seguridad, se apeó y se acercó a la pantalla. Apoyó la mano en el lector de palmas, deslizó la placa en la ranura de identificación y esperó a que Peabody la imitara.
– Teniente Dallas, Eve, y ayudante. Cita con Dudley.
«Un momento para la verificación. Autorización confirmada. Por favor, dejen las armas en el contenedor. Les advertimos que es un delito federal introducir armas en el edificio. Todo individuo que entre con un arma en su poder será detenido.»
Eve desenfundó su arma. Luego, con cierto pesar, se agachó para sacarse de la bota unas tenazas especiales. Al ver la mirada inexpresiva de Peabody, se encogió de hombros.
– Empecé a llevarla tras mi experiencia con Casto. Podría haberme ahorrado algún disgusto.
– Sí. -Peabody dejó caer en el contenedor el arma habitual de la policía, el llamado paralizador-. Ojalá te hubieras cargado a ese cabrón.
Eve abrió la boca y volvió a cerrarla. Peabody había tenido cuidado de no mencionar al detective de Ilegales que la había seducido, se había acostado con ella y la había utilizado mientras mataba por lucro.
– Siento que las cosas fueran así -dijo Eve al cabo de un momento-. Si quieres desahogarte alguna vez…
– No me gusta desahogarme. -Se aclaró la voz-. Gracias de todos modos.
– Bueno, estará entre rejas hasta el próximo siglo.
Peabody esbozó una sombría sonrisa.
– Ya está.
«Tienen autorización para entrar. Por favor, crucen la verja y suban al autotranvía de la línea verde que las conducirá al centro de información del segundo nivel.»
– Cielos, cualquiera diría que vamos a ver al presidente en lugar de a un poli encorbatado.
Eve cruzó la verja que se cerró eficientemente a sus espaldas. Luego se acomodó junto con Peabody en los rígidos asientos del tranvía. Con un zumbido, éste las llevó a toda velocidad a través de los búnqueres y a lo largo de un túnel de paredes de acero que descendía en ángulo, hasta que les ordenaron bajar en una antesala iluminada por luz artificial y con las paredes cubiertas de pantallas.
– Teniente Dallas, oficial.
El hombre que acudió a su encuentro llevaba el uniforme gris de Seguridad del Gobierno con el rango de cabo. Tenía el cabello rubio y tan corto que dejaba entrever el blanco cuero cabelludo. Su rostro delgado estaba igual de pálido, el color de piel de un hombre que se pasaba la vida en interiores y subterráneos.
La camisa del uniforme se hinchó bajo sus abultados bíceps.
– Dejen aquí sus bolsos, por favor. A partir de este punto están prohibidos los dispositivos electrónicos y de grabación. Están bajo vigilancia y así permanecerán hasta que abandonen el edificio. ¿Entendido?
– Entendido, cabo. -Eve le entregó su bolso y el de Peabody, y se guardó el comprobante que él le entregó-. Es asombroso este lugar.
– Estamos orgullosos de él. Por aquí, teniente.
Después de meter los bolsos en un armario a prueba de bombas, las condujo a un ascensor y lo programó para la sección tres, nivel A. Las puertas se cerraron sin hacer ruido y la cabina se movió sin apenas un indicio de movimiento. Eve sintió ganas de preguntar cuánto habían tenido que pagar los contribuyentes por aquel lujo, pero decidió que el cabo no apreciaría la ironía.
Estaba convencida de ello cuando salieron a un espacioso vestíbulo decorado con tumbonas y árboles en macetas. La alfombra era gruesa y tenía un sistema de cables para detectar el movimiento. La consola frente a la cual trabajaban ajetreadas tres recepcionistas estaba equipada con todo clase de ordenadores, monitores y sistemas de comunicación. La música de fondo, más que tranquilizar, embotaba el cerebro.
Las recepcionistas no eran androides, pero eran tan rígidas y pulcras, y tan radicalmente conservadoras en su forma de vestir, que ella pensó que les habría ido mejor como autómatas. Mavis se habría quedado horrorizada de su falta de estilo, pensó Eve con profundo afecto.
– Reconfirmación de las palmas de las manos, por favor -anunció el cabo y, obedientes, Eve y Peabody colocaron la mano derecha plana sobre el lector-. La sargento Hobbs las acompañará a partir de ahora.
La sargento, en su pulcro uniforme, salió de detrás de la consola. Abrió otra puerta reforzada y las condujo por un silencioso corredor.
En el último control había una última pantalla detectora de armas, y finalmente las codificaron para que pudieran acceder a la oficina del jefe de policía. En ésta había una vista panorámica de la ciudad. A Eve le bastó con echar un vistazo a Dudley para saber que se consideraba su dueño. Su escritorio era tan grande como un lago, y en una pared había pantallas que mostraban varias partes del edificio y los jardines. En otra había fotos y hologramas de Dudley con jefes de Estado, miembros de la familia real y embajadores. Su centro de comunicaciones rivalizaba con la sala de control de NASA Dos.
Pero el hombre en sí dejaba todo lo demás en la sombra.
Era enorme, de dos metros de estatura y ciento veinte kilos de peso. Su rostro amplio y huesudo estaba curtido y bronceado, con el cabello plateado cortado a rape. En sus manazas llevaba dos anillos. Uno era el símbolo de rango militar; el otro, una gruesa alianza de oro.
Permaneció erguido con cara de póker estudiando a Eve con sus ojos del color y textura de ónice. En cuanto a Peabody, no se molestó en mirarla siquiera.
– Teniente, está usted investigando la muerte del senador Pearly.
Para que luego hablen de fórmulas de cortesía, pensó Eve, y le respondió con la misma moneda.
– Así es, señor. Estoy investigando la posible relación de la muerte del senador con otra muerte. Valoramos y le agradecemos su colaboración en este asunto.
– Creo que esa posibilidad es muy remota. Sin embargo, después de revisar su hoja de servicios en el departamento de homicidios de Nueva York, no tengo motivos para impedirle que consulte el expediente del senador.
– Hasta la más remota posibilidad merece ser investigada, señor.
– Estoy de acuerdo y admiro la meticulosidad.
– ¿Entonces puedo preguntarle si conocía al senador personalmente?
– Así es, y aunque no teníamos las mismas ideas políticas, lo consideraba un funcionario público consagrado y un hombre de firmes principios morales.
– ¿De los que obligan a quitarse la vida?
Dudley parpadeó unos segundos.
– No, teniente, diría que no. Y ésta es la razón por la que está usted aquí. El senador ha dejado una familia. En el ámbito familiar el senador y yo coincidíamos. Por lo tanto, su aparente suicidio no encaja con él.
Dudley pulsó un botón del escritorio y volvió la cabeza hacia la pared cubierta de pantallas.
– En la pantalla uno, su ficha personal. En la dos, sus datos financieros. En la tres, su carrera política. Tiene una hora para revisar los datos. Esta oficina permanecerá bajo estricta vigilancia electrónica. Limítese a llamar a la sargento Hobb cuando haya finalizado la hora.
Eve expresó la opinión que le merecía Dudley en cuanto éste abandonó la oficina.