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– Nos ha puesto las cosas fáciles. Si no le gustaba particularmente Pearly, diría que al menos lo respetaba. En fin, Peabody, manos a la obra.

Estudió las pantallas del mismo modo que había recorrido la habitación con su mirada de policía. Estaba casi segura de haber localizado todas las cámaras y micrófonos de seguridad, y cambió de postura para que su cuerpo quedara parcialmente tapado por el de Peabody.

A continuación se sacó de la camisa el anillo de diamante que Roarke le había regalado y jugueteó distraída con él mientras con otra mano sacaba la pequeña grabadora y la mantenía pegada al cuello enfocando las pantallas.

– Una ficha limpia -comentó-. Sin antecedentes penales. Padres casados, todavía vivos, residentes en Carmel. Su padre prestó el servicio militar con el rango de coronel y sirvió en las Rebeliones Urbanas. Su madre era técnico médico con tiempo libre para ejercer de madre profesional. Se crió en un hogar muy unido.

Peabody clavó la mirada en la pantalla, ajena a la grabadora.

– Y tuvo una buena educación. Licenciado en Princeton, realizó trabajos de posgraduado en el centro de estudios universales de la estación espacial Libertad. Eso fue justo cuando la fundaron, y sólo los mejores estudiantes lograban matricularse. Casado a los treinta años, poco antes de que se presentara por primera vez para el cargo. Defensor del control demográfico. Y con el típico hijo único, varón. -Desplazó la mirada hacia otra pantalla-. Sus ideas políticas están justo en el centro del partido liberal. Se dio cabezazos con tu viejo amigo DeBlass a raíz de la prohibición de armas y el programa de moralidad presentados por éste.

– Tengo el presentimiento de que el senador me habría caído bien. -Eve se volvió ligeramente-. Pasar al historial médico.

Los términos técnicos que fueron desfilando por la pantalla la hicieron bizquear. Se encargaría de que se los tradujeran más tarde, pensó. Si es que lograba salir del edificio con la grabadora.

– Parece un espécimen sano. Los datos físicos y mentales no muestran nada anormal. Amígdalas tratadas de niño, y una tibia fracturada a los veintitantos, haciendo deporte. Corrección de la vista, habitual, a los cuarenta y cinco años. Esterilización permanente en ese mismo período.

– Esto es interesante. -Peabody había pasado a examinar la pantalla sobre la carrera política-. Se proponía presentar un proyecto de ley según la cual todos los representantes legales y técnicos debían someterse cada cinco años a una investigación de antecedentes, corriendo cada uno con los gastos. Eso no debió de sentar muy bien a sus colegas.

– O al mismo Fitzhugh -murmuró Eve-. Parece como que él también andaba tras el imperio electrónico. Pidiendo requisitos más estrictos para los nuevos dispositivos y nuevas leyes para conceder licencias. Esto tampoco debió de convertirle en Mr. Popularidad. Informe de la autopsia -solicitó.

Entornó los ojos cuando éste apareció en la pantalla. Leyó por encima de la jerga y meneó la cabeza.

– Caramba, debía de estar destrozado cuando lo rasparon. No ha quedado mucho que analizar. Escáner y disección del cerebro. Nada -añadió-. No hay constancia de ninguna lesión o tara. Visualizar sección transversal. Vista lateral ampliada -ordenó, y se acercó más a la pantalla para estudiar la imagen-. ¿Qué ves, PeabodY?

– Una poco atractiva materia gris, demasiado destrozada para ser trasplantada.

– Ampliar hemisferio derecho, lóbulo frontal… Cielos, qué desastre le hicieron. No se ve nada. Es imposible estar segura.

Miró la pantalla hasta que le escocieron los ojos. ¿Era una sombra o simplemente parte del trauma resultante de estrellar un cráneo humano contra el cemento?

– No lo sé, Peabody. -Ya tenía lo que necesitaba, así que volvió a guardar la grabadora bajo la camisa-. Sólo sé que en estos datos no se refleja un móvil o una predisposición al suicidio. Y con éste ya son tres. Salgamos de este maldito lugar. Me pone los pelos de punta.

– Coincido plenamente contigo.

Compraron tubos de Pepsi y lo que pasaba por ser un bocadillo de carne y verduras picadas en un carrito aerodeslizante de la esquina de Pennsylvania con Security Row. Eve se disponía a parar a gritos un taxi para regresar al aeropuerto cuando una brillante limusina negra se detuvo en la cuneta. La ventanilla trasera se bajó y Roarke les sonrió.

– ¿Desean las señoras que las lleve?

– ¡Caray! -fue todo lo que Peabody pudo decir al examinar el coche de punta a punta.

Se trataba de una reluciente pieza de anticuario, de un lujo de otra era, y tan romántico y tentador como pecar.

– No lo animes, Peabody. -Eve empezaba a subirse al vehículo, cuando Roarke le cogió la mano y la sentó en su regazo.

– ¡Eh! -exclamó Eve avergonzada, tratando de clavarle el codo.

– Me encanta hacerla ruborizar cuando está de servicio -comentó él forcejeando con ella para volver a sentarla en su regazo-. ¿Qué tal la jornada, Peabody?

La oficial sonrió, encantada al ver a la teniente ruborizada y soltando maldiciones.

– Empieza a mejorar. Si hay algún tipo de mampara, puedo dejaros a solas.

– Te he dicho que no lo animes, ¿vale? -Esta vez Eve logró clavarle el codo y consiguió sentarse en el asiento-. Estúpido -murmuró.

– Es demasiado cariñosa. -Roarke suspiró y se recostó en el asiento-. Si habéis terminado con vuestro asunto policial puedo proponeros un paseo por la ciudad.

Antes de que Peabody pudiera abrir la boca, Eve respondió:

– No. Tenemos que volver a Nueva York. Sin rodeos.

– También es una auténtica juerguista -comentó Peabody con seriedad. Entrelazó las manos y se dedicó a observar la ciudad a través de la ventanilla.

10

Antes de salir de casa Eve preparó un detallado informe sobre las similitudes entre los presuntos suicidios y en qué basaba sus sospechas de que la muerte del senador se debía a las mismas causas desconocidas. Transfirió sus conclusiones a la terminal del comandante, con una banderita metálica en el telenexo de su casa indicando que tenía un mensaje.

A menos que su esposa estuviera dando una de sus ostentosas cenas, sabía que Whitney revisaría el informe antes del día siguiente. Con esa esperanza tomó el aerodeslizador para desplazarse de Homicidios al departamento electrónico.

Se encontró a Feeney sentado ante su escritorio, con unas delicadas herramientas en sus dedos gordezuelos y unas microgafas que convertían sus ojos en platos, desmontando un miniteclado.

– ¿Te dedicas ahora a reparaciones y mantenimiento? -Eve apoyó una cadera en el borde del escritorio procurando no interrumpirlo. No esperaba otra respuesta que el gruñido que él le ofreció. Esperó a que introdujera una lámina en un plato vacío.

– Alguien se ha estado divirtiendo -murmuró él-. Y ha conseguido meter un virus en el ordenador del jefe. La memoria se ha multiplicado y la unidad general corre peligro.

Ella echó un vistazo a la lámina plateada. La informática no era su fuerte.

– ¿Alguna idea?

– Aún no. -Con unas pinzas minúsculas, levantó la lámina y la examinó a través de las gafas-. Pero la tendré. Ya he encontrado el virus y lo he tratado, que era lo prioritario. Pero el pobre diablo estaba muerto. Veremos cuando le haga la autopsia.

Ella no pudo evitar sonreír. Era muy propio de Feeney pensar en sus componentes y chips en términos humanos. Volvió a colocar la lámina y precintó el plato, luego se quitó las gafas.

Se le empequeñecieron los ojos y parpadeó hasta volverlos a enfocar. Allí lo tenía, arrugado y desgarbado, como a ella más le gustaba. Él había hecho de ella una policía, le había dado la clase de entrenamiento de campo que jamás habría aprendido por medio de discos o realidad virtual. Y aunque lo habían trasladado de Homicidios para nombrarlo capitán del departamento electrónico, ella seguía dependiendo de él.

– ¿Me has echado de menos? -preguntó.