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– ¿Ha llamado a un psicólogo?

– Alguien lo ha hecho y ya tenemos aquí al de la compañía, y está en camino un experto en suicidios. Así como los bomberos y la brigada de rescate aéreo. Todo está controlado. Hay un terrible atasco en la Quinta.

– ¡A quién se lo dice!

Las puertas se abrieron al tejado, y al salir de la cabina Eve sintió una ráfaga de aire frío que no se abría paso a través de los altos edificios en dirección al valle que formaban las calles. Echó un vistazo.

La oficina de Cerise estaba construida sobre el tejado, o más exactamente, dentro de él. Las paredes inclinadas de cristal terminaban en punta y ofrecían a la presidenta una vista de trescientos sesenta grados de la ciudad.

A través del cristal, Eve vio el material gráfico, la decoración y el equipo diseñados para una oficina de primera clase. Y en el sofá en forma de U había un hombre tendido con una compresa en la frente.

– Si ése es Rabbit, dígale que se recupere y venga aquí a prestar declaración. Luego eche de aquí a toda la gente que no sea imprescindible y evacue la calle. Si salta, no queremos que aplaste a los mirones.

– No tengo hombres suficientes -repuso el guardia.

– Traiga aquí a Rabbit -repitió ella, y llamó a la central-. Peabody, estoy en un apuro.

– ¿Qué necesitas?

– Ven aquí con hombres para dispersar la multitud de la calle. Tráeme todos los datos disponibles sobre Cerise Devane, y pide a Feeney que compruebe las llamadas de sus telenexos de casa, personal y portátil, de las últimas veinticuatro horas. ¡Date prisa!

– Hecho -respondió Peabody cortando la transmisión.

Eve se volvió cuando el guardia se acercó a ella con un hombre joven. Rabbit tenía la corbata de la compañía mal anudada y el cabello de corte elegante enmarañado, y le temblaban las manos pulcramente manicuradas.

– Explíqueme exactamente qué ha ocurrido -pidió ella-. Y hágalo deprisa y claro. Luego podrá derrumbarse.

– Simplemente salió al tejado. -La voz le falló mientras se apoyaba débilmente contra el brazo del guardia que lo sostenía-. Parecía tan contenta. Casi bailaba de contento. Se… había quitado toda la ropa. Toda.

Eve se encogió de hombros. Rabbit parecía más asombrado del repentino gusto de su jefa por el exhibicionismo que de la posibilidad de su muerte.

– ¿Qué la movió a hacerlo?

– No lo sé. Se lo juro, no tengo ni idea. Me había pedido que llegara temprano, a eso de las ocho. Estaba preocupada por uno de los pleitos. Siempre nos están demandando. La encontré fumando, tomando café y paseándose por la habitación. Me dijo que iba a tomarse unos minutos para recuperarse. -El hombre se cubrió el rostro con las manos-. Quince minutos más tarde salió sonriendo y… desnuda. Me quedé tan perplejo que seguí aquí sentado, sin hacer nada. -Empezaron a castañetearle los dientes-. Nunca la había visto descalza siquiera.

– Que esté desnuda no es el problema más grave -señaló Eve-. ¿Habló con usted, le dijo algo?

– Bueno, yo estaba perplejo… ya sabe. Le dije algo, algo como «Señorita Devane, ¿qué está haciendo? ¿Le ocurre algo?». Y ella se limitó a reír. Dijo que era perfecto. Que ya lo tenía todo previsto y que todo era maravilloso. Que iba a sentarse un rato en el borde del tejado antes de saltar. Pensé que bromeaba, y me puse tan nervioso que también reí. -Se le ensombreció la mirada-. Y de pronto la vi en el borde del tejado. Se asomó y creí que iba a saltar, así que me acerqué corriendo. Allí estaba, sentada en el borde, balanceando las piernas y tarareando una canción. Le pedí por favor que entrara. Ella se rió rociándome de espray, y dijo que me marchara como un buen chico.

– ¿Recibió o hizo alguna llamada?

– No. Cualquier transmisión hubiera pasado por mi terminal. Va a saltar, se lo digo. Se inclinó mientras yo la observaba y estuvo a punto de hacerlo. Y dijo que iba a ser un viaje agradable. Va a saltar.

– Eso ya lo veremos. No se vaya muy lejos.

Eve se volvió. El psicólogo de la compañía era fácil de reconocer. Iba vestido con una bata blanca a la altura de la rodilla y unos estrechos pantalones negros. Llevaba su melena gris recogida en una pulcra cola, y estaba inclinado sobre el alféizar de la ventana en una postura que revelaba ansiedad.

Al acercarse a él Eve musitó una maldición. Oyó el zumbido del desfile aéreo y volvió a maldecir a los medios de comunicación al ver la primera aerofurgoneta. El canal 75, por supuesto, se dijo. Nadine Furst siempre era la primera en llegar.

El psicólogo se irguió y se alisó la bata para las cámaras. Eve pensó que iba a aborrecerlo.

– ¿Doctor? -Le mostró la placa y advirtió un fugaz brillo en sus ojos. Lo único que le vino a la cabeza era que una compañía de la categoría y poderío de Tattler podía haberse permitido algo mejor.

– Teniente, estoy haciendo ciertos progresos con la paciente.

– Sigue en el borde, ¿no? -Eve señaló hacia el tejado y lo apartó para asomarse ella-. ¿Cerise?

– ¿Más compañía?

Atractiva, con la piel como los pétalos de una rosa y balanceando alegremente sus piernas bien bronceadas, Cerise levantó la vista. Su cabello negro azabache ondeaba al viento, en sus ojos verdes de mirada profunda había una expresión vivaz y astuta.

– Caramba, ¿estoy viendo a Eve? Eve Dallas, la recién casada. Una boda encantadora, por cierto. El gran acontecimiento del año. Movilizamos miles de unidades para cubrirlo.

– Me alegro por ti.

– Hice perder el culo a los de documentación y búsqueda de datos para intentar averiguar el itinerario de la luna de miel. Creo que sólo Roarke es capaz de esconderse de todos los medios de comunicación. -Agitó una mano juguetona y sus generosos senos temblaron-. Podrías haber compartido el secreto, sólo un poco. El público se muere por saber. Nos morimos por saber. -Soltó una risita y cambió de postura, y casi perdió el equilibrio-. Cielos. Aún no. Esto es muy divertido y no quiero precipitarme. -Se irguió y saludó a los aerofurgones-. Normalmente detesto los medios de comunicación visuales. Pero ahora no consigo recordar el motivo. ¡Quiero a todo el mundo! -gritó al último, abriendo los brazos.

– Eso está muy bien, Cerise. ¿Por qué no vuelves aquí un momento? Te daré los detalles de la luna de miel. Una exclusiva.

Cerise sonrió con astucia.

– No, no. -La negativa volvía a ser juguetona, casi una risita-. ¿Por qué no vienes tú aquí? Podemos saltar juntas. Es sensacional, te lo aseguro.

– Vamos, señorita Devane -empezó el psicólogo-, todos tenemos momentos de desesperación. La comprendo y estoy con usted. Siento su dolor.

– Oh, cállate. -Cerise lo rechazó con un ademán-. Estoy hablando con Eve. Ven aquí, encanto. Pero no demasiado cerca. -Agitó el espray y rió-. Ven aquí y únete a la fiesta.

– Teniente, no le recomiendo que…

– Calle y espere a mi ayudante -ordenó Eve al psicólogo mientras pasaba una pierna por encima del parapeto de acero y se descolgaba hasta el borde.

El viento no resultaba tan agradable cuando te hallabas a setenta pisos de altura, sentada en un saliente de acero de apenas medio metro de ancho. Sacudía la ropa y azotaba la piel. Eve trató de contener los latidos de su corazón y apretó la espalda contra la pared del edificio.

– ¿No es precioso? -suspiró Cerise-. Me encantaría tomarme una copa de vino aquí. ¿A ti no? No, mejor una larga copa de champán. La reserva del cuarenta y siete de Roarke sabría a gloria en estos momentos.

– Creo que tenemos una en casa. Vamos a abrirla.

Cerise se echó a reír y le dedicó una amplia sonrisa. Fue la sonrisa, Eve lo comprendió con el corazón palpitándole de nuevo con fuerza. La había visto en el rostro del joven que colgaba de una soga improvisada.