Выбрать главу

– Estupendo -respondió ella con una sonrisa-. Entonces te nombro segundo de a bordo. ¿Te ves con fuerzas para seguir, Carter?

– Sí -respondió el joven.

Pero al llegar a la décima planta salió del ascensor haciendo eses como un borracho tratando de pasar un test. Tuvo que secarse dos veces la mano en los pantalones antes de apoyar la mano en el lector de palmas. Cuando la puerta se abrió dio un paso atrás.

– Sólo que de momento prefiero no volver a entrar.

– Quédate aquí -respondió ella-. Puede que te necesite.

Y entró. Las luces estaban encendidas al máximo y la música sonaba a todo volumen: rock duro y discordante cantado por una vocalista estridente que le recordó a su amiga Mavis. El suelo era de baldosas de un azul caribeño y creaba la ilusión de andar sobre el agua.

A lo largo de las paredes norte y sur había ordenadores. Terminales de trabajo provistas de toda clase de tableros electrónicos, microchips y herramientas.

Vio la ropa amontonada en el sofá, las gafas de realidad virtual en la mesa baja junto a tres tubos de cerveza asiática -dos de ellos aplastados, listos para reciclary un bol de galletitas saladas.

Y vio el cuerpo desnudo de Drew Mathias balanceándose débilmente de una soga trenzada con unas sábanas y colgada de uno de los destellantes brazos de la araña de cristal azul.

– Mierda -suspiró-. ¿Qué edad tenía, Roarke? ¿Veinte años?

– No muchos más. -Roarke apretó los labios mientras examinaba el rostro infantil de Mathias. Había adquirido un color purpúreo, con los ojos desorbitados, el gesto torcido en una desagradable sonrisa. Un perverso capricho de la muerte lo había dejado sonriendo.

– Está bien, haremos lo que podamos. Teniente Dallas, Eve, del *DPSNY responsable hasta que nos pongamos en contacto y sean trasladadas aquí las autoridades pertinentes. Muerte sospechosa y por investigar. Mathias, Drew, Gran Hotel Olympus, habitación 1036. Día 1 de agosto de 2058, a la una de la madrugada.

– Quiero que lo descuelguen -dijo Roarke, quien no debería haberse sorprendido de lo deprisa que ella había cambiado de mujer a policía.

– Aún no. A él le trae sin cuidado y necesito filmar la escena antes de mover nada. -Se volvió hacia el umbral-. ¿Tocaste algo, Carter?

– No. -El joven se frotó la boca con el dorso de la mano-. Abrí la puerta, como ahora, y entré. Lo vi enseguida… Como ustedes. Supongo que me quedé aquí unos momentos. Aquí mismo. Supe que estaba muerto. Lo vi en la cara.

– ¿Por qué no vas al dormitorio por la otra puerta y tratas de dormir un poco? -sugirió ella señalándole la puerta de la izquierda-. Hablaremos luego.

– De acuerdo.

– No llames a nadie -ordenó ella.

– No lo haré.

Eve cerró la puerta. Miró a Roarke y éste le devolvió la mirada. Sabía que él estaba pensando lo mismo que ella, que algunas personas -como ella- no tenían posibilidad de escapar de los contratiempos.

– Manos a la obra -dijo.

2

El médico se llamaba Wang y era un anciano, como la mayoría de los médicos que colaboraban en proyectos fuera del planeta. Podría haberse retirado a los noventa, pero como otros tantos como él, había optado por dar tumbos de emplazamiento en emplazamiento, atendiendo arañazos y magulladuras, recetando medicamentos para el mareo espacial o la pérdida del equilibrio a causa de la gravedad, trayendo a un niño al mundo de vez en cuando y proveyendo los diagnósticos pertinentes.

Pero éste reconocía un cadáver en cuanto lo veía.

– Está muerto. -Hablaba de forma cortante, ligeramente exótica. Tenía la piel amarillo pergamino y tan arrugada como un mapa antiguo, y los ojos negros y almendrados. Su cabello brillante y lacio le daba el aspecto de una vieja y algo abollada bola de billar.

– Sí, hasta ahí he llegado. -Eve se frotó los ojos. Nunca había tratado con un médico espacial, pero había oído hablar de ellos. Les traía sin cuidado que les interrumpieran su cómoda rutina-. Dígame la causa y la hora.

– Estrangulamiento. -Wang dio unos golpecitos con un dedo en las desagradables marcas del cuello de Mathias-. Autoprovocado. En cuanto a la hora de la muerte, diría que entre las diez y las once de la noche del día de hoy, del mes corriente y del año corriente.

Ella le dedicó una débil sonrisa.

– Gracias, doctor. No hay otras señales de violencia en el cuerpo, así que me inclino hacia su diagnóstico de suicidio. Pero quiero los resultados del análisis de drogas. Veamos si lo hizo bajo el efecto de sustancias. ¿Trató al fallecido en alguna ocasión?

– No me suena. Tendré su historial, desde luego. Debió de venir a verme a su llegada para el diagnóstico de rigor.

– Quiero verlo también.

– Haré lo posible por complacerla, señora Roarke. -Ella entornó los ojos.

– Dallas. Teniente Dallas. Dése prisa, Wang.

Volvió a bajar la vista hacia el cadáver y pensó: Hombre menudo, delgado y pálido, muerto. Apretó los labios y le examinó el rostro. Había visto las malas pasadas que podía hacer en los rostros la muerte, y más concretamente la muerte violenta. Pero nunca había visto nada parecido a esa amplia sonrisa de ojos desorbitados.

El despilfarro, el patético despilfarro de una vida tan joven truncada le provocó una aguda tristeza.

– Lléveselo, Wang. Y entrégueme su informe y la información de la que dispone. Puede enviármelo a mi habitación por telenexo. Necesito el nombre del pariente más próximo.

– Desde luego. -El médico le sonrió al añadir-: Teniente Roarke.

Ella le devolvió la sonrisa enseñándole los dientes y decidió no entrar en ese juego de nombres. Permaneció de pie con los brazos en jarra mientras Wang daba instrucciones a sus dos ayudantes para que retiraran el cadáver.

– ¿Te parece divertido? -murmuró a Roarke.

Él parpadeó, inocente.

– ¿Que?

– Teniente Roarke.

Roarke le acarició el rostro porque necesitaba hacerlo.

– ¿Por qué no? A ninguno de los dos nos sentarían mal unas risas.

– Sí, tu doctor Wang es para partirse de la risa. -Observó al médico pasar por delante del joven tendido en una camilla de ruedas-. Me cabrea. Y no sabes cómo.

– No está tan mal el nombre.

Eve casi rió mientras se frotaba la cara.

– No me refiero a eso, sino al muchacho. Un crío como él tirando sus próximos cien años de vida. Me cabrea.

– Lo sé. -Él la sujetó por los hombros-. ¿Estás segura de que fue un suicidio?

– No hay señales de lucha, ni rastro de otras sevicias en el cuerpo. -Se encogió de hombros-. Interrogaré a Carter y hablaré con los demás, pero por lo que veo, Drew Mathias llegó a casa, encendió las luces y puso la música a tope. Se bebió un par de cervezas, tal vez hizo un viaje de realidad virtual, y se comió unas galletas saladas. Luego entró en el dormitorio, arrancó las sábanas de la cama e hizo con ellas una soga de profesional.

Le volvió la espalda y examinó la habitación grabando la escena en su cabeza.

– Luego se quitó la ropa y la arrojó al suelo, y se subió a la mesa. Puedes ver las marcas de los pies. Ató la cuerda a la lámpara y probablemente le dio un buen tirón para asegurarse de que estaba bien sujeta. Luego se deslizó la soga por la cabeza, utilizó el mando a distancia, para encender la luz al máximo y se ahorcó.

Levantó el mando a distancia que ya había guardado en una de las bolsas de pruebas.

– No tuvo por qué ser rápido. Fue un ascenso lento, lo bastante para no partirle limpiamente el cuello, pero no opuso resistencia, no cambió de parecer. De haberlo hecho le habrías visto en el cuello marcas de uñas por haber tratado de soltarse.

Roarke frunció el entrecejo.

– Pero ¿no habría sido instintivo e involuntario hacer algo así?

– No lo sé. Diría que depende de lo firme que era su voluntad, de las ganas que tenía de morir. Y de por qué. Tal vez estuviera bajo el efecto de alguna droga. Pronto lo sabremos. Con la debida mezcla de sustancias químicas la mente no registra el dolor. Podría incluso haber disfrutado.

вернуться

* Departamento de Policia y Seguridad de Nueva York