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Esta vez con alegría, Dickie se acercó a un ordenador empotrado en uno de los cubículos del laboratorio tipo colmena.

– Dallas, una de esas unidades debe de estar por los dos mil dólares como mínimo. -Peabody miró a Dickie disgustada-. Es excesivo.

– Quiero el informe. -Eve imaginó que Roarke tenía en alguna parte una cajón lleno de unidades para hacer obsequios de promoción. Obsequios para políticos, empleados y ciudadanos destacados, pensó con un desagradable nudo en el estómago-. Me quedan tres días y no tengo nada. Y no voy a lograr que Whitney los prolongue.

Dickie salió del cubículo.

– Sheila lo tenía casi localizado. -Le entregó un disco precintado y una impresión-. Echa un vistazo a esto. Es un compusegmento del diseño del último programa. Sheila ha marcado un par de defectos.

– ¿Qué quieres decir con defectos? -Eve le arrebató la hoja y estudió lo que parecían una serie de rayos y remolinos.

– No puedo decirlo con seguridad. Probablemente se trata de relajación subliminal, o en este caso, de una opción de subestimulación. Algunos de los modelos más novedosos están ofreciendo varios paquetes subliminales ampliados. Puedes ver cómo se adaptan al programa, apareciendo cada pocos segundos.

– ¿Sugestión? -Eve sintió que recobraba la energía-. ¿Quieres decir que introdujeron en el programa mensajes subliminales para el usuario?

– Es una práctica bastante común. Se ha utilizado para abandonar malas costumbres, mejorar las relaciones sexuales o ampliar miras, y así se ha hecho durante décadas. Mi viejo dejó de fumar con subliminales hace cincuenta años.

– ¿Qué me dices de implantar deseos… suicidas?

– Mira, los subliminales pueden abrirte el apetito 0 empujarte suavemente a comprar ciertos artículos de consumo, o bien pueden ayudarte a quitarte una costumbre. Pero esta clase de sugestión directa… -Se tiró del labio y meneó la cabeza-. Tendrías que ahondar más, y en mi opinión requerirías largas sesiones para conseguir que la sugestión surtiera efecto en un cerebro normal. El instinto de supervivencia es demasiado fuerte. -Volvió a menear la cabeza-. Hemos analizado estos programas una y otra vez.

Sobre todo las secuencias de fantasía sexual, pensó Eve.

– Los hemos probado en sujetos y en un androide, y ninguno ha saltado del tejado. De hecho, no hemos observado ninguna reacción anormal ni en los sujetos ni en el androide. Es de primera categoría, eso es todo.

– Quiero un análisis completo de las sombras subliminales.

Él ya contaba con ello.

– Entonces debo quedarme con la unidad. Sheila ya ha empezado a analizarlas, como puedes ver, pero lleva tiempo. Tienes que ejecutar el programa, extraer el RV evidente y suprimir los subliminales. Entonces el ordenador se toma su tiempo para probar, analizar e informar. Un buen subliminal, y te garantizo que éste lo es, es algo sutil. Establecer sus coordenadas no es lo mismo que interpretar el resultado de un detector de mentiras.

– ¿De cuánto tiempo estás hablando?

– Dos días, uno y medio si hay suerte.

– Pues que la haya -sugirió ella, y le entregó la impresión a Peabody.

Eve trató de no preocuparse del hecho de que la unidad de realidad virtual fuera uno de los juguetes de Roarke, ni de las consecuencias que podía tener si se descubría realmente que formaba parte de la coacción. Sombras subliminales. Esa podía ser la conexión que había estado buscando. El siguiente paso era codificar las unidades de RV que habían estado en poder de Fitzhugh, Mathias y Pearly a la hora de su muerte.

Se apresuró a bajar por el pasillo aéreo con Peabody caminando a su lado. Su vehículo seguía en mantenimiento y no le merecía la pena el increíble quebradero de cabeza de solicitar un sustituto para recorrer la distancia de tres manzanas.

– Se acerca el otoño.

– ¿Eh?

Intrigada al ver que Eve parecía ajena al aire más fresco y al aroma balsámico de la brisa del este, Peabody se detuvo para respirar hondo.

– Se nota en el ambiente.

– ¿Qué haces? -preguntó Eve-. ¿Estás loca? Inhala mucho aire de Nueva York y tendrás que pasarte un día en el centro de desintoxicación.

– Te olvidas de los gases de los transportes y los olores corporales y es maravilloso. Puede que en estas elecciones aprueben el nuevo proyecto de limpiar el medio ambiente.

– ¿Te ha vuelto el ramalazo Free Age, Peabody?

– No hay nada malo en tener preocupaciones ecologistas. Si no fuera por los verdes, todos llevaríamos máscaras y gafas de sol todo el año. -Peabody miró nostálgica un aerodeslizador repleto de gente, pero aceleró el paso para seguir las largas zancadas de Eve-. No quiero desanimarte, teniente, pero tendrás que hacer malabarismos aún más sofisticados para acceder a esas unidades de RV. Según el procedimiento operativo estándar, a estas alturas ya las habrán devuelto a los familiares de los difuntos.

– Accederé a ellos, y quiero que esto no corra y que sólo se entere la gente estrictamente necesaria hasta que lo resuelva.

– Entendido -respondió Peabody y aguardó unos momentos antes de añadir-: Habría dicho que Roarke tiene tantos tentáculos ahí fuera que es imposible no enterarse de quién hace algo en un momento dado.

– Es un conflicto de intereses, y ambas lo sabemos. Estoy poniendo en peligro tu trasero.

– Lamento no estar de acuerdo, teniente. Yo soy la única responsable de mi trasero y éste sólo está en peligro si yo lo pongo.

– Tomo nota y te lo agradezco.

– Entonces anote que yo también soy una gran admiradora de los Arena Ball, teniente.

Eve se detuvo y la miró fijamente, luego se echó a reír.

– ¿Una o dos entradas?

– Dos. Puede que haya suerte.

Se sonrieron mientras una estridente sirena hendía el aire.

– Oh, mierda, cinco minutos más en cualquier dirección y la habríamos pasado de largo.

Eve desenfundó el arma y giró sobre sus talones. La alarma que sonaba procedía de la oficina de cambio de créditos que tenía justo delante.

– Hay que ser imbécil para dar un golpe en una oficina de cambio a dos manzanas de la comisaría. Evacua la zona, Peabody, y luego cubre la puerta trasera.

La primera orden fue casi innecesaria ya que los peatones ya se habían dispersado, peleándose por subir a los aerodeslizadores y pasillos aéreos para ponerse a salvo. Eve sacó su comunicador y pidió refuerzos antes de cruzar las puertas automáticas.

El vestíbulo era el caos. La única ventaja era que la masa de gente salía cuando ella entró, ofreciéndole cierta protección. Como la mayoría de las oficinas de cambio, era pequeña y sin ventanas, llena de altos mostradores que permitían la privacidad. Sólo uno de los mostradores de servicio personalizado era atendido por un ser humano, los otros tres lo eran por androides que se habían quedado automáticamente paralizados.

El único ser humano era una mujer de unos veinticinco años, con el cabello negro cortado casi al rape, un pulcro y conservador mono blanco y una expresión de terror en su rostro mientras le sujetaban por la garganta desde el otro lado de la puerta de seguridad.

El hombre que la sujetaba estaba atareado asfixiándola y agitando con la mano libre lo que parecía un explosivo de fabricación casera.

– La mataré. Le meteré esto por la garganta.

A Eve no le preocupó tanto la amenaza como la forma tranquila con que la pronunció el tipo. Descartó que se hallara bajo el efecto de sustancias o que se tratara de un profesional. A juzgar por el aspecto de sus raídos vaqueros y camisa, y el rostro cansado y sin afeitar, Eve tenía ante sí uno de los pobres desesperados de la ciudad.

– Ella no te ha hecho nada -dijo acercándose despacio-. No tiene la culpa de nada. ¿Por qué no la sueltas?

– Todos tienen culpa. ¡Todos forman parte del sistema! -gritó él, arrastrando a la desafortunada empleada un poco más allá de la puerta de seguridad. Ella había adquirido un color azulado-. No te muevas. No tengo nada que perder ni un sitio adonde ir.