Por mucho que simpatizara y admirara la determinación, Eve se mantuvo en sus trece.
– Nada de alcohol -replicó-. Ni de baile.
– Pero…
– Te saqué de un edificio hoy y puedo volver a hacerlo de éste. A propósito, Peabody -añadió-, podrías perder unos kilos.
– Eso me decía siempre mi madre. -Resopló-. Nada de alcohol ni de baile. Ahora, si has terminado con las prohibiciones, quisiera hablar con alguien que no me conozca.
– Muy bien. Por cierto, Peabody…
La oficial se volvió con el entrecejo fruncido.
– ¿Sí, teniente?
– Has hecho un buen trabajo hoy. Confiaría en ti sin pensármelo dos veces.
Eve se alejó mientras ella la miraba boquiabierta. Lo había dicho con aire de indiferencia, pero era el mayor cumplido que jamás había recibido en el plano profesional.
Alternar no era el pasatiempo favorito de Eve, pero hizo lo que pudo. Incluso se resignó a bailar cuando no pudo escabullirse. Se encontró siendo conducida -esto era lo que pensaba de bailar- por el suelo en los brazos de Jess.
– ¿Conoces a William? -preguntó Jess.
– Es amigo de Roarke. No lo conozco muy bien.
– Pues tenía ciertas ideas interesantes sobre el diseño de un interactivo para acompañar este disco. Y hacer vibrar al público con la música… con Mavis.
Ella arqueó una ceja y volvió la vista hacia la pantalla. Mavis balanceaba sus caderas medio desnudas y gritaba algo sobre arder en el fuego del amor mientras unas llamas rojas y doradas danzaban a su alrededor.
– ¿Crees realmente que a la gente le gustaría vibrar con ella?
Él rió y adoptó un acento sureño.
– Se pisotearían por hacerlo, encanto. Y soltarían mucha pasta por tener la oportunidad.
– Y si lo hacen tú te ganas un generoso porcentaje -respondió ella, volviéndose hacia él.
– Es lo habitual en esta clase de tratos. Pregúntale a tu marido. Él te lo explicará.
– Mavis tomó una decisión. -Eve se ablandó al ver a varios invitados observar absortos el espectáculo de la pantalla-. Y yo diría que fue acertada.
– Ambos la tomamos. Y creo que será un gran éxito. Y cuando les hagamos una demostración en directo, bueno, la casa se vendrá abajo con los aplausos.
– ¿No estás nervioso? -Eve observó su mirada confiada, su expresión de gallito-. No, no estás nervioso.
– Llevo muchos años tocando para comer. Es un trabajo. -Le sonrió y le recorrió la espalda con los dedos-. Tú tampoco te pones nerviosa persiguiendo a tus asesinos. Te embalas y te sientes intranquila, pero no nerviosa.
– Depende. -Eve pensó en qué perseguía en esta ocasión y se le revolvió el estómago.
– No; tienes los nervios de acero. Lo vi la primera vez que te miré a los ojos. Nunca cedes ni das marcha atrás. Ni siquiera parpadeas. Eso hace que tu cerebro, bueno, tu forma de ser, por así decirlo, resulte fascinante. ¿Qué mueve a Eve Dallas? ¿La justicia, la venganza, el deber, la moralidad? Yo diría que es una combinación única de todo eso, exacerbado por un conflicto de inseguridad en ti misma. Tienes una idea muy clara de lo que está bien, y no paras de preguntarte quién eres.
Ella no estaba muy segura de que le gustara el giro que había tomado la conversación.
– ¿Qué eres, músico o psiquiatra?
– La gente creativa estudia al resto de la gente, y la música tiene tanto de ciencia como de arte, de emoción como de ciencia. -Sus ojos plateados permanecieron clavados en los de ella mientras la conducía alrededor de las demás parejas-. Cuando compongo una serie de notas quiero llegar a la gente. Debo comprender, e incluso estudiar la naturaleza humana, si quiero obtener de ellos la reacción correcta. Saber cómo les hará comportarse, pensar, sentir.
Eve sonrió ausente cuando William y Reeanna pasaron bailando por su lado, absortos el uno en el otro.
– Pensaba que era para entretenerlos.
– Ésa es la cara externa. Sólo la externa. -Los ojos de Jess brillaban de excitación mientras hablaba-. Cualquier músico mediocre puede ejecutar un tema por ordenador y salir con una melodía aceptable. El oficio del músico cada vez es más corriente y predecible gracias a la tecnología.
Con las cejas arqueadas, Eve echó un vistazo a la pantalla y a Mavis.
– Tengo que decir que no oigo nada corriente ni predecible aquí.
– Exacto. Me he dedicado a estudiar cómo los distintos tonos, notas y ritmos afectan a la gente, y sé qué teclas hay que tocar. Mavis es una joya. Es tan abierta, tan maleable. -Sonrió al ver que la mirada de ella se endurecía-. Lo digo como un cumplido, no como una debilidad. Pero es una mujer a la que le gustan los riesgos, y está dispuesta a vaciarse y a convertirse en un simple conducto transmisor del mensaje.
– ¿Y el mensaje es?
– Depende de la cabeza del público. De sus esperanzas y sueños. Me pregunto cuáles son tus sueños, Dallas.
Y yo los tuyos, pensó ella, pero lo miró con benevolencia.
– Prefiero atenerme a la realidad. Los sueños son engañosos.
– No; son reveladores. La mente, y el inconsciente en particular, son como un lienzo en el que pintamos continuamente. El arte y la música pueden poner muchos colores, muchos estilos. La medicina lo ha comprendido desde hace décadas y los utiliza para tratar y estudiar ciertas enfermedades, tanto psicológicas como fisiológicas.
Ella ladeó la cabeza. ¿Había otro mensaje bajo esas palabras?
– Ahora hablas más como científico que como músico.
– Tengo algo de ambos. Algún día podrás elegir una canción diseñada personalmente para tus ondas cerebrales. Las posibilidades del alterador del ánimo serán infinitas e íntimas. Ésa es la clave, la intimidad.
Ella se dio cuenta de que le estaba soltando un discurso y dejó de bailar.
– No creo que el coste fuera rentable. Además, investigar en tecnología concebida para analizar y coordinar las ondas cerebrales individuales es ilegal. Y por una buena razón: es peligroso.
– En absoluto. Es liberador. Los nuevos procesos, cualquier vertiente del verdadero progreso suele comenzar siendo ilegal. En cuanto al coste, sería alto inicialmente, pero bajaría en cuanto el diseño se adaptara a la fabricación en serie. ¿Qué es un cerebro sino un ordenador, después de todo? Un ordenador analizando un ordenador. ¿Qué hay más sencillo? -Echó un vistazo a la pantalla-. Esas son las primeras notas del último número. Tengo que comprobar el equipo antes de mi entrada. -Se inclinó y la besó en la mejilla-. Deséanos suerte.
– Sí, suerte -murmuró ella, pero tenía un nudo en el estómago.
¿Qué era el cerebro sino un ordenador?, pensó. Ordenadores analizando ordenadores. Programas individualizados diseñados para patrones de ondas cerebrales personales. Si eso era posible, ¿sería también posible incorporar programas de sugestión directamente vinculados al cerebro del usuario? Eve negó con la cabeza.
Roarke jamás habría dado su aprobación. No habría corrido un riesgo tan absurdo. Pero se abrió paso entre la multitud en dirección a él y le cogió del brazo.
– Necesito hacerte una pregunta -dijo en voz baja-. ¿Alguna de tus compañías se ha dedicado a investigar clandestinamente el diseño de unidades de realidad virtual para ondas cerebrales personales?
– Eso es ilegal, teniente.
– Vamos, Roarke.
– No. Hubo un tiempo en que me habría aventurado en un buen número de negocios dudosos. Pero ése no habría sido uno de ellos. Y no -repitió, adelantándose a ella-, mi modelo de realidad virtual tiene un diseño universal, no individual. Sólo los programas pueden ser personalizados para un determinado usuario. Estás hablando de algo de un coste elevadísimo, logísticamente complicado y que supondría demasiados quebraderos de cabeza.
– Eso me figuraba. -Relajó los músculos-. Pero ¿podría hacerse?
Él hizo una pausa, luego se encogió de hombros.
– No tengo ni idea. Tendrías que contar con la colaboración del individuo o tener acceso al escáner de su cerebro. Eso también supone la aprobación personal y el consentimiento de éste. Y entonces… no tengo ni idea -repitió.