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– No pareces sorprendido.

– Jess es lo que en mis tiempos callejeros en Dublín habríamos llamado un capón, un cruce entre cabrón y maricón. Un bocazas con pocos huevos. Nunca he conocido a ninguno capaz de derramar sangre sin lloriquear.

Eve acabó su bistec y apartó el plato.

– A mí me parece que para matar de ese modo no es preciso derramar sangre. Es cobarde, propio de capones.

Él sonrió.

– Bien dicho, pero los capones no matan, sólo hablan.

Eve se resistía a admitir que empezaba a estar de acuerdo con él y que se había metido en lo que parecía un callejón sin salida.

– Necesito algo más. ¿Cuánto crees que tardarás?

– Hasta que termine. Puedes entretenerte revisando los datos sobre la unidad de realidad virtual.

– Lo haré. Pero antes voy a pasar por la oficina de Reeanna. Le dejaré una nota si aún no ha vuelto de comer.

– Bien. -Roarke no trató de disuadirla. Tenía que permanecer activa, y él lo sabía-. ¿Volverás cuando termines o te veré en casa?

– No lo sé.

Eve lo observó y pensó que encajaba a la perfección allí sentado en su oficina súper elegante, pulsando teclas. Tal vez todo el mundo quisiera ser el rey, pero Roarke estaba satisfecho con ser Roarke.

Él se volvió y le sostuvo la mirada. -¿Sí, teniente?

– Eres exactamente lo que quieres ser. Y eso está muy bien.

– Casi siempre. Y tú también eres lo que quieres ser.

– Casi siempre -murmuró ella-. Antes de reunirme con Reeanna hablaré con Feeney y Peabody para ver si tienen algo. Gracias por la comida… y el tiempo.

– Sé cómo puedes pagarme. -Roarke le cogió la mano y se puso en pie-. Me gustaría mucho hacer el amor contigo esta noche.

– No tienes que pedirlo -respondió Eve incómoda, encogiéndose de hombros-. Estamos casados y todo eso.

– Digamos que pedirlo forma parte de la fantasía. -Él se acercó a ella, la besó dulcemente y susurró-: Déjame cortejarte esta noche, querida Eve. Déjame sorprenderte. Déjame… seducirte. -Le puso una mano en el corazón y lo sintió latir con fuerza-. Aquí ya he empezado.

Eve sintió que le fallaban las rodillas.

– Gracias. Es justo lo que necesito para concentrarme en el trabajo.

– Tienes dos horas. -Esta vez Roarke alargó el beso-. Luego nos dedicaremos a nosotros.

– Lo intentaré. -Ella retrocedió cuando estuvo segura de poder hacerlo, y se encaminó hacia la puerta. Luego se volvió y lo miró-. Dos horas. Entonces podrás terminar lo que has empezado.

Ella lo oyó reír al cerrar la puerta y corrió hacia el ascensor.

– Treinta y nueve, oeste -ordenó, y se sorprendió sonriendo.

Sí, tenían que dedicarse un poco de tiempo. Algo que Jess y su desagradable juguete había tratado de arrebatarles. De pronto se detuvo y su sonrisa se desvaneció. ¿Era ése el problema?, se preguntó. ¿Estaba tan obsesionada con ello, con una especie de revancha personal, que se le escapaba algo más grande, o más pequeño?

Si Mira tenía razón, y Roarke había dado en el clavo con su teoría del capón, entonces ella estaba equivocada. Había llegado el momento de dar un paso atrás y volver a enfocar, admitió.

Era un crimen tecnológico. Pero aun los crímenes tecnológicos seguían requiriendo el elemento humano: las emociones, la codicia, el odio, los celos y el poder. ¿Cuál de ellos, o qué combinación, podía ser el móvil? En Jess veía codicia y ansia de poder. Pero ¿era capaz de matar por ellos?

Se armó de valor y repasó mentalmente la reacción de Jess al ver las fotos del depósito de cadáveres. ¿Reaccionaría con tanta consternación el hombre que había causado tal horror, que había dirigido la acción? No era imposible, pero no cuadraba.

Además, Jess disfrutaba observando los resultados de su trabajo, recordó. Le gustaba reírse de ellos y anotarlos. ¿Había algo más que el equipo de recogida de pruebas había pasado por alto? Tendría que hacer una visita a su estudio.

Absorta en sus pensamientos, bajó del ascensor en la planta 39 y examinó las paredes de cristal oscuro de un laboratorio. Todo estaba silencioso, y los dispositivos de seguridad estaban en pleno funcionamiento, como indicaban las cámaras colocadas a plena vista y la luz roja de los detectores de movimiento. Si había algún esclavo todavía trabajando, estaba al otro lado de las puertas cerradas.

Apoyó la mano en el lector de palmas y recibió la verificación, luego pasó la prueba de la voz dando su nombre, y aprovechó para preguntar dónde estaba la oficina de Reeanna.

«Tiene autorización para acceder a los altos niveles, teniente Dallas, Eve. Diríjase a la izquierda del corredor de cristal, luego gire a la derecha y continúe hasta el final. La oficina de la doctora Ott se encuentra cinco metros más allá. No será necesario que repita el procedimiento para entrar. Dispone de autorización.»

Se preguntó si Roarke o Reeanna le habían autorizado el paso y siguió las indicaciones. El corredor la impresionó, pues ofrecía una vista panorámica de la ciudad desde todos los ángulos. Miró a sus pies y vio la vida que bullía en la calle de abajo. La melodía del hilo musical era animada, y le hizo pensar con amargura en la intención de algún musicólogo de infundir a los esclavos entusiasmo por su trabajo. ¿Acaso no era eso otro modo de controlar la mente?

Cruzó una puerta con una placa que la identificaba como de William. El experto en juegos, pensó Eve. Podía serle útil para obtener de él información, exprimirle el cerebro y sacarle unas cuantas hipótesis. Llamó y vio parpadear la luz roja de una grabadora para a continuación apagarse.

«Lo lamentamos, pero William Shaffer no se halla en estos momentos en su oficina. Si quiere dejar su nombre y algún recado, él le responderá tan pronto como le sea posible.»

– Soy Dallas. Oye, William, si tienes unos minutos cuando termines de comer, tengo algo que me gustaría que vieras. Voy a pasar por la oficina de Reeanna. Si no está, le dejaré una nota. Estaré en el edificio o en casa más tarde, por si tienes tiempo para hablar conmigo.

Al volverse, echó un vistazo a su reloj. Por Dios, ¿cuánto se tardaba en comer? Cogías comida, te la metías en la boca, masticabas y tragabas.

Encontró la oficina de Reeanna y vaciló unos segundos al ver que la luz verde de la grabadora parpadeaba y se abría la puerta. Si Reeanna no quisiera que entrara, la habría dejado cerrada, decidió Eve. Y entró en una auténtica oficina.

Tenía el mismo aspecto que Reeanna, pensó. Perfectamente pulida, con matices sexuales debajo del rojo intenso de los cuadros de láser que destacaban contra las paredes blancas.

El escritorio estaba situado de cara a la ventana para ver a todas horas el denso tráfico aéreo.

La salita de estar constaba de una chaise longue cuyos grandes almohadones seguían conservando las formas de su última ocupante. Las curvas de Reeanna eran impresionantes incluso en silueta. La mesa era de un material transparente duro como la piedra, y estaba intrincadamente labrada con formas romboidales que absorbían y refractaban la luz procedente de una lámpara en forma de arco y con una pantalla rosa.

Eve cogió las gafas de realidad virtual que había encima, vio que eran el último modelo de Roarke y volvió a dejarlas. Todavía le hacían sentirse incómoda.

Se volvió y estudió la terminal de trabajo al otro lado de la habitación. No había nada delicado o femenino en ese rincón. Todo estaba relacionado con el trabajo: un mostrador con la superficie blanca y pulida, y un equipo de primera calidad que seguía en funcionamiento. Oyó el débil rumor de un ordenador en automático y frunció el entrecejo ante los símbolos que se sucedían en el monitor. Se parecían a los que había tratado de descifrar en la pantalla de Roarke. Claro que todos los códigos informáticos le parecían iguales.

Intrigada, se acercó al escritorio, pero no había nada interesante a la vista. Una pluma de plata, unos bonitos pendientes de oro, un holograma de William vestido de piloto y sonriendo juvenil, y un breve listado escrito en esos desconcertantes códigos de ordenador.