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– No te mortifiques, Peabody. A mí también me gustaba Casto. Hiciste un buen trabajo.

Era alentador escuchar esas palabras, pero la herida seguía abierta.

– Gracias, teniente.

– Por ese motivo has sido nombrada ayudante mía. ¿Quieres la placa de detective?

Peabody sabía qué le estaba ofreciendo: una oportunidad, un regalo llovido del cielo. Cerró los ojos unos instantes hasta controlar el tono de voz.

– Sí, teniente.

– Pues tendrás que sudar tinta para ello. Ve a buscar los datos que te he pedido y larguémonos.

– Enseguida. -Una vez en la puerta, Peabody se detuvo y se volvió-. Te agradezco la oportunidad que me das.

– No tienes por qué. Te la has ganado. Y si metes la pata, te volveré a meter en tráfico. -Eve esbozó una débil sonrisa y añadió-: Aéreo.

Prestar declaración ante los tribunales era parte del trabajo, como lo eran, se recordó Eve, las ratas de clase alta como S. T. Fitzhugh, abogado defensor. Era un tipo con mucha labia, un hombre que defendía a lo más bajo de los bajos fondos siempre que tuviera pasta. Su éxito en ayudar a escapar de las garras de la ley a traficantes, asesinos y violadores era tal que podía costearse sin problemas los trajes de color crema y los zapatos hechos a mano que le gustaba llevar.

Se le veía muy elegante en la sala de un tribunal, con la tez achocolatada en vivo contraste con los delicados tonos y telas que solía vestir. Su rostro atractivo y alargado era tan suave como la seda de su americana, gracias al tratamiento de tres días a la semana en Adonis, el mejor salón de belleza para hombres. Estrecho de caderas y ancho de hombros, tenía buena figura, y la profunda e intensa voz de barítono de un cantante de ópera.

Cortejaba a la prensa, alternaba con la elite criminal y tenía su Jet Star particular.

Uno de los pequeños placeres de Eve era despreciarlo.

– Permítame hacerme una idea clara, teniente. -Fitzhugh levantó las manos y juntó los pulgares-. Un cuadro preciso de las circunstancias que le llevaron a atacar a mi cliente en su lugar de trabajo.

El fiscal protestó y Fitzhugh lo expresó con otras palabras.

– Pero usted causó un gran perjuicio físico a mi cliente la noche en cuestión, teniente Dallas.

Lanzó una mirada a Salvatori, que se había vestido para la ocasión con un sencillo traje negro y, siguiendo los consejos de su abogado, se había saltado los tres últimos meses de tratamientos de cosmética y rejuvenecimiento. Tenía el cabello gris, y el rostro y el cuerpo como hundidos, y se le veía viejo e indefenso.

El jurado no podría evitar comparar la joven y atlética policía con aquel frágil anciano, imaginó Eve.

– El señor Salvatori opuso resistencia e intentó poner en marcha un acelerador. Me vi obligada a reducirlo.

– ¿Reducirlo? -Despacio, Fitzhugh retrocedió, pasó por delante del juez androide, caminó por la tribuna del urado y atrajo una de las seis cámaras automatizadas al apoyar una mano alentadora en el delgado hombro de Salvatori-. Tuvo que reducirlo, y tal decisión aparejó una mandíbula dislocada y un brazo fracturado.

Eve miró de reojo al jurado. Algunos miembros parecían conmovidos.

– Es cierto. El señor Salvatori se negó a satisfacer mi petición de abandonar el edificio… y entregarme la cuchilla de carnicero y el soplete oxiacetilénico que tenía en su poder.

– ¿Iba usted armada, teniente?

– Sí.

– ¿Y lleva usted el arma habitual que se entrega a los miembros del Departamento de Policía y Seguridad de Nueva York?

– Sí.

– Bien. Si, como afirma, el señor Salvatori iba armado y opuso resistencia, ¿por qué no lo dejó inconsciente con dicha arma como está estipulado?

– Erré el tiro. El señor Salvatori estaba pletórico de energía aquella noche.

– Entiendo. En los diez años que lleva en las fuerzas del orden público, teniente, ¿cuántas veces ha creído necesario emplear la máxima fuerza?

– Tres veces.

– ¿Tres? -Fitzhugh dejó que el jurado estudiara a la mujer sentada en el banquillo de los testigos. Una mujer que había matado-. ¿No es una cifra bastante alta? ¿No diría usted que ese porcentaje indica una inclinación hacia la violencia?

El fiscal se puso de pie y protestó con el típico argumento de que no se estaba procesando a la testigo. Pero por supuesto que así era, pensó Eve. Los policías siempre eran puestos en tela de juicio.

– El señor Salvatori iba armado -repuso Eve con frialdad-. Yo tenía órdenes de detenerlo por los asesinatos de tres personas. Las tres personas cuyos ojos y lenguas fueron arrancados antes de ser quemados y por cuyo crimen el señor Salvatori se halla ahora en esta sala. Él se negó a colaborar y me amenazó con una cuchilla, lo que me impidió apuntar bien. Luego se abalanzó sobre mí y me derribó. Creo que sus palabras fueron: «Voy a arrancarte tu corazón de polizonte», tras lo cual nos enzarzamos en una lucha cuerpo a cuerpo. En ese momento le disloqué la mandíbula y le arranqué varios dientes, y cuando él arrojó el soplete en mi dirección, le fracturé su maldito brazo.

– ¿Y disfrutó con ello, teniente?

Ella le sostuvo la mirada.

– No, señor, pero me alegré de seguir con vida.

– Canalla -murmuró Eve al subir a su vehículo.

– No logrará sacar a Salvatori. -Peabody se acomodó en el interior que parecía un horno y manipuló el control de temperatura-. Las pruebas son irrebatibles. Y tú no has permitido que te hiciera flaquear.

– Sí que lo ha hecho.

Eve se internó entre los coches que circulaban por el centro a media tarde. Las calles estaban suficientemente congestionadas para hacerle apretar los dientes, pero por encima de sus cabezas el cielo era surcado por aerobuses, furgonetas de turistas y gente que regresaba a sus casas al mediodía.

– Nos matamos para quitar de en medio a cabrones como Salvatori, y hombres como Fitzhugh hacen fortunas soltándolos de nuevo. -Se encogió de hombros-. A veces me cabrea.

– Los suelte o no, seguiremos dejándonos la piel y volveremos a encerrarlos.

Con una risotada, Eve miró de reojo a su compañera.

– Eres optimista, Peabody. Me pregunto por cuánto tiempo. Voy a dar un rodeo -anunció cambiando impulsivamente de rumbo-. Quiero vaciar el aire de esa sala de mis pulmones.

– No me necesitabas hoy en la sala. ¿Por qué me has hecho acompañarte?

– Si quieres la placa de detective es preciso que sepas a qué has de enfrentarte. No sólo a asesinos, ladrones y drogadictos, sino también a los abogados.

No le sorprendió encontrar las calles congestionadas y ningún sitio para aparcar. Eve aparcó en una zona prohibida y encendió las luces de servicio.

Al bajar del vehículo, miró con benevolencia a un embaucador en un monopatín aerodeslizante. Éste le sonrió y le guiñó un ojo antes de largarse hacia un lugar más propicio.

– Esta zona está llena de embaucadores, traficantes y prostitutos ilegales -comentó Eve-. Por eso me gusta.

Abrió la puerta del Down and Dirty Club y se internó en el cargado ambiente que apestaba a alcohol barato y mala comida.

Los cuartos privados alineados a lo largo de una pared estaban abiertos y aireaban el almizclado olor a sexo rancio.

Era un tugurio de esos que se regodean en su aspecto sórdido y que cumplen por los pelos las leyes de higiene y decencia. Una banda holográfica tocaba con desgana para la escasa y poco interesada clientela.

Mavis Freestone estaba en un reservado de la parte trasera, con el cabello púrpura cayéndole en cascada, y dos tiras de tela plateadas estratégicamente colocadas en su menudo y llamativo cuerpo. A juzgar por la forma en que movía la boca y meneaba las caderas, ensayaba una de sus más interesantes piezas vocales.

Eve se acercó a la cristalera y esperó a que sus ojos en blanco completaran el círculo y se posaran en ella. Entonces sonrió con una exclamación de júbilo. Dio un brinco y abrió la puerta de un empujón. Del reservado salió un ensordecedor estruendo de guitarras rechinando.