El conductor de un carro aerodeslizante le hizo un gesto obsceno cuando ella dobló la esquina haciendo chirriar los neumáticos y se encaminó al este. Con una maldición, Eve colocó en el techo del vehículo la luz azul de servicio.
– No puedo creer que esté haciendo esto. Jamás lo hago.
Roarke le deslizó una mano entre los muslos.
– ¿Sabes qué voy a hacerte?
Ella soltó una carcajada y tragó saliva.
– No me lo digas, por Dios. O acabaremos estrellándonos.
Tenía las manos pegadas al volante y temblorosas, y el cuerpo le vibraba como una cuerda tensa. Respiraba entrecortadamente. Las nubes que ocultaban la luna se desvanecieron, liberando su luz.
– Utiliza el mando a distancia -jadeó ella-. No voy a reducir.
Él se apresuró a codificarlo. Las puertas de hierro se abrieron majestuosamente y ella se coló entre ambas.
– Buen trabajo -la felicitó él-. Para el coche.
– Un momento. -Eve condujo como una bala por el camino de entrada, dejando atrás los maravillosos árboles y las fuentes musicales.
– Para el coche -repitió él, apretándole una mano en la entrepierna.
Ella esquivó un roble por los pelos. Jadeando, paró el coche, que coleó en diagonal.
Entonces se abalanzó sobre él.
Se arrancaron la ropa, tratando de encontrarse en los estrechos confines del coche. Ella le mordió el hombro y le desabrochó los pantalones de un tirón. Él maldecía y ella reía cuando ambos salieron del coche y cayeron en la hierba en una confusión de extremidades y prendas retorcidas.
– Deprisa, deprisa… -le urgió ella.
Él le mordisqueó un pezón y ella le bajó los pantalones y le hundió los dedos en las caderas.
Él respiraba entrecortadamente, invadido de la misma urgencia. La sangre le corría por las venas como un maremoto, y la magulló al colocarle las piernas hacia atrás y penetrarla hasta el fondo de una sola embestida.
Eve lanzó un frenético grito de placer sin dejar de clavarle las uñas en la espalda e hincándole los dientes en el hombro. Lo sentía palpitar en su interior y llenarla con cada desesperada embestida. El ascenso del orgasmo era doloroso y no contribuía a aplacar la tremenda urgencia.
Estaba empapada, excitada, y lo asía con los muslos con cada movimiento de caderas. Él no podía detenerse, no podía pensar, y la penetraba una y otra vez como un semental cubriendo una yegua en celo. No la veía a causa de la neblina roja que le nublaba la vista, sólo podía sentirla, acoplándose a su ritmo, sujetándole las caderas. Su voz le resonaba en los oídos, todo susurros, gemidos y jadeos.
Cada sonido reverberaba en el interior de Roarke como un canto primitivo.
Estalló sin previo aviso, más allá de todo control. El cuerpo de Roarke simplemente alcanzó el punto máximo como un motor a todo gas, y se descargó. Una cálida oleada de alivio lo inundó. Era la primera vez que no sabía si ella lo había seguido hasta el final.
Se desplomó y rodó exhausto por la hierba en busca de aire. Permanecieron tendidos a la luz de la luna, empapados en sudor, medio desnudos, temblorosos, como supervivientes de una peculiar guerra.
Con un gemido ella se tendió boca abajo y dejó que la hierba le refrescara las mejillas.
– Cielos, ¿qué ha sido esto?
– En otras circunstancias lo llamaría sexo, pero… -Roarke consiguió abrir los ojos-. No encuentro una palabra que lo defina.
– ¿Te he mordido?
Él empezó a sentir dolores a medida que su cuerpo se recuperaba. Torció la cabeza para echarse un vistazo al hombro y vio una marca de dientes.
– Alguien lo ha hecho. Creo que tú. ¿Estás bien?
– No lo sé. Tendré que pensarlo -respondió ella con la cabeza todavía dándole vueltas-. Estamos en el jardín -añadió despacio-. Tenemos la ropa rasgada y estoy segura de que tengo la huella de tus dedos en mi trasero.
– He hecho lo que he podido -murmuró él.
Eve sonrió burlona, luego soltó una risita y finalmente estalló en carcajadas.
– ¡Cielos, Roarke, míranos!
– Espera. Creo que sigo parcialmente ciego -respondió él con una sonrisa.
Ella seguía riendo. Tenía el cabello alborotado, los ojos vidriosos, y el trasero lleno de cardenales y manchado por la hierba.
– No tienes aspecto de policía, teniente.
Ella rodó para incorporarse y ladeó la cabeza.
– Tú tampoco tienes aspecto de hombre rico -respondió tirándole de la manga, lo único que le quedaba de la camisa-. Pero es un aspecto interesante. ¿Cómo vas a explicárselo a Summerset?
– Le diré que mi esposa es un animal.
– Ya ha llegado por sí solo a esa conclusión. -Eve suspiró y miró hacia la casa. Las luces del piso inferior brillaban en señal de bienvenida-. ¿Cómo vamos a entrar?
– Bueno… -Él encontró los jirones de la camisa de Eve y le cubrió los pechos, luego se echó a reír. Lograron sujetarse los pantalones y permanecieron sentados mirándose-. No puedo llevarte en brazos al coche -añadió-. Esperaba que tú me llevaras a mí.
– Primero tenemos que ponernos de pie.
– Está bien.
Pero ninguno de los dos se movió. Se echaron de nuevo a reír, y siguieron haciéndolo mientras se sostenían mutuamente como borrachos y se ponían de pie tambaleantes.
– Olvida el coche -decidió él.
Echaron a andar con paso vacilante.
– Oh, oh. ¿Y la ropa? ¿Los zapatos?
– Olvídalos también.
– Buena idea.
Riendo como colegiales violando el toque de queda, subieron por las escaleras dando traspiés y se acallaron mutuamente al entrar.
– ¡Señor Roarke!
Siguieron murmullos de sorpresa y ruido de pies correteando.
– Lo sabía -murmuró ella de mal humor.
Summerset salió de la oscuridad, con su semblante normalmente compuesto lleno de horror y preocupación al ver las ropas rasgadas, los cardenales, las miradas extraviadas.
– ¿Ha habido un accidente?
Roarke se irguió y siguió rodeando a Eve con el brazo tanto para mantener el equilibrio como en busca de apoyo.
– No; ha sido a propósito. Puede retirarse, Summerset.
Eve lo miró por encima del hombro mientras subían por las escaleras sosteniéndose mutuamente. El mayordomo permaneció al pie boquiabierto. La imagen divirtió tanto a Eve que rió todo el trayecto hasta el dormitorio.
Cayeron en la cama tal como estaban, y al instante se quedaron dormidos.
7
Poco antes de las seis de la mañana siguiente, un poco dolorida y atontada, Eve se sentó ante el escritorio del despacho que tenía en casa. En realidad consideraba más un santuario que un despacho el apartamento que Roarke había mandado construir para ella en su casa. Su diseño era similar al apartamento donde ella había vivido antes de conocerlo, y que tan reacia había sido a abandonar.
Él se había ocupado de que ella tuviera su espacio, sus cosas. Aun después de todo el tiempo que llevaba viviendo allí, Eve raras veces dormía en el dormitorio que compartía con Roarke cuando éste se ausentaba. En lugar de ello, se acurrucaba en la tumbona de relajación de su despacho y dormitaba.
Cada vez tenía menos pesadillas, pero éstas volvían a aparecer en momentos extraños.
Podía trabajar allí, y cerrar las puertas si deseaba intimidad. Y como tenía una cocina en pleno funcionamiento, a menudo recurría a su Autochef antes que a Summerset cuando se quedaba sola en casa.
Con el sol entrando a raudales por el ventanal a sus espaldas, revisó el número de casos abiertos y reorganizó el trabajo de campo. Sabía que no podía permitirse el lujo de centrarse exclusivamente en el caso Fitzhugh, sobre todo porque estaba catalogado como un probable suicidio. Si en un par de días no encontraba pruebas convincentes, no tendría otra elección que restarle prioridad.
A las ocho en punto llamaron a la puerta.
– Pasa, Peabody.
– Nunca me acostumbraré a este lugar -comentó la oficial al entrar-. Parece sacado de un viejo vídeo.
– Deberías pedir a Summerset que te lo enseñe -respondió Eve distraída-. Estoy segura de que hay habitaciones que nunca he visto. Allí tienes café. -Señaló con un ademán el rincón de la cocina y siguió revisando su agenda con el entrecejo fruncido.
Peabody se alejó, examinando las unidades de recreo alineadas en la pared y preguntándose qué debía sentirse al poder permitirse toda la diversión que existía en el mercado: música, arte, vídeo, hologramas, realidad virtual, cámaras de meditación y juegos. Jugar un partido de tenis con el último campeón de Wimbledon, bailar con un holograma de Fred Astaire o hacer un viaje virtual a los palacios de recreo de Regis III.
Soñando despierta entró en la cocina. El Autochef ya estaba programado para café, de modo que ordenó dos y regresó al despacho con dos tazas humeantes. Esperó paciente mientras Eve seguía murmurando y bebió un sorbo de café.