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– No pensé en ello.

– No pensó en ello. Declaró que cenaron, vieron una comedia y se acostaron, pero se olvidó de añadir estos otros sucesos. ¿Qué otros sucesos ha olvidado decirme, señor Foxx?

– No tengo nada más que agregar.

– ¿Por qué estaba enfadado cuando salió del edificio, señor Foxx? ¿Le irritaba que una hermosa mujer, una mujer con quien el señor Fitzhugh colaboraba estrechamente, viniera a su casa a esas horas?

– Teniente, no tiene ningún derecho a insinuar…

– No estoy insinuando -replicó ella sin apenas mirar al abogado-, sino preguntando, de manera muy directa, si el señor Foxx estaba enfadado y celoso cuando salió como un huracán de su edificio.

– No salí como un huracán. -Foxx cerró un puño sobre la mesa-. Y no tenía ningún motivo para estar enfadado o celoso de Leanore. Por muy a menudo que ella lo asediara, él no estaba interesado en ella en ese sentido.

– ¿La señorita Bastwick asediaba al señor Fitzhugh? -Eve arqueó las cejas-. Eso debía de molestarle, Arthur. Sabiendo que su amigo prefería sexualmente tanto hombres como a mujeres, sabiendo que pasaban horas juntos cada día de la semana, que ella viniera y se exhibiera delante de él en su propia casa… No me extraña que estuviera enfadado. Yo habría tenido ganas de tumbarla de un golpe.

– A él le divertía -dejó escapar Foxx-. Le parecía muy halagador que alguien mucho más joven y tan atractivo como ella le echara los tejos. Se reía cuando yo me quejaba de ello.

– ¿Se reía de usted? -Eve sabía cómo jugar. Una nota de compasión se traslució en su voz-. Eso debía de enfurecerle, ¿no? Lo consumía por dentro, ¿no es así, Arthur? Imaginarlo con ella, acariciándola y riéndose de usted.

– ¡La habría matado! -estalló Foxx, apartando al abogado que lo sujetaba mientras enrojecía de ira-. Ella pensaba que lograría apartarlo de mí, que lograría seducirlo. Le importaba un comino que estuviéramos comprometidos el uno con el otro. Todo lo que quería era triunfar y tirarse al abogado.

– No le gustan mucho los abogados, ¿verdad?

Foxx jadeaba y contuvo la respiración para acompasarla.

– Por lo general, no. No veía a Fitz como un abogado, sino como mi compañero. Y si hubiera estado predispuesto a cometer un asesinato aquella noche u otra, teniente, habría asesinado a Leanore. -Abrió los puños y volvió a cerrarlos-. En fin, no tengo nada más que decir.

Decidiendo que era bastante por el momento, Eve dio por terminado el interrogatorio y se levantó.

– Volveremos a hablar, señor Foxx.

– Quisiera saber cuándo va a entregar el cadáver de Fitz -dijo él, levantándose con rigidez-. He decidido no posponer los funerales hoy, aunque no es muy propio continuar con su cuerpo todavía retenido.

– Es la decisión del forense. Aún no ha terminado de examinarlo.

– ¿No basta con que esté muerto? -A Foxx le tembló la voz-. ¿No es bastante que se haya quitado la vida, que tienen ustedes que sacar a la luz los pequeños y sórdidos detalles personales de su vida?

– No. -Ella se encaminó a la puerta y tecleó el código-. No es bastante. -Vaciló y decidió probar suerte-. Supongo que el señor Fitzhugh se quedó muy impresionado y afectado con el reciente suicidio del senador Pearly.

Foxx asintió con un gesto formal.

– Seguramente le impresionó, aunque apenas se conocían. -De pronto se le marcó un músculo en el rostro-. Si está insinuando que Fitz se quitó la vida influenciado por Pearly, es ridículo. Apenas se conocían y raras veces hablaban.

– Entiendo. Gracias por su tiempo. -Eve los acompañó a la puerta y echó un vistazo a la sala contigua. Leanore debía de estar esperando.

Eve se lo tomó con calma, recorrió el pasillo hasta la máquina expendedora y estudió las opciones mientras hacía sonar los créditos sueltos en su bolsillo. Se decidió por una golosina y medio tubo de Pepsi. La máquina le sirvió los productos, le pidió con voz monótona que reciclara los envases y la previno contra el consumo de azúcar.

– Métete en tus asuntos -le espetó Eve. Se apoyó contra la pared y se tomó despacio su tentempié, luego arrojó la basura por la ranura de reciclaje y desanduvo tranquilamente el pasillo.

Había calculado que una espera de veinte minutos haría subirse a Leanore por las paredes. Había acertado.

La mujer se paseaba como un gato enjaulado. Se volvió en cuanto Eve abrió la puerta.

– Teniente Dallas, mi tiempo es muy valioso, aun cuando el suyo no lo sea.

– Depende de cómo se mire. Yo no cobro dos mil dólares la hora, desde luego.

Peabody carraspeó.

– Que conste en acta que la teniente Eve Dallas ha entrado en la sala de interrogatorio C para continuar con el resto del procedimiento. La interrogada ha sido informada de sus derechos y ha optado por representarse a sí misma. Todos los datos constan en acta.

– Bien. -Eve se sentó y señaló la silla delante de ella-. Cuando deje de pasearse, señorita Bastwick, podremos empezar.

– Estaba preparada para comenzar a la hora que se me convocó. -Leanore se sentó y cruzó sus satinadas piernas-. Con usted, teniente, no con su subordinada.

– Ya lo has oído, Peabody. Eres mi subordinada.

– Constará en acta, teniente -repuso Peabody secamente.

– Aunque lo considero insultante e innecesario. -Leanore se tiró de los puños de su traje negro-. Debo asistir al funeral de Fitz dentro de unas horas.

– No estaría aquí siendo insultada innecesariamente si no hubiera mentido en su primera declaración.

Leanore le lanzó una mirada glacial.

– Supongo que puede probar esa acusación, teniente.

– Declaró que había acudido a casa del difunto la pasada noche por un asunto profesional. Que permaneció allí discutiendo un caso de veinte a treinta minutos.

– Más o menos -repuso Leanore con frialdad.

– Dígame, señorita Bastwick, ¿siempre lleva consigo una botella de vino gran reserva a una reunión de negocios y se acicala para dicha reunión en el ascensor como la reina del baile del colegio?

– No hay ninguna ley que prohíba acicalarse, teniente Dallas. -Miró a Eve de arriba abajo con expresión desdeñosa, desde el cabello despeinado a sus gastadas botas-. Podría intentarlo.

– Ahora es usted quien está hiriendo mis sentimientos. Se acicala, se abre los tres primeros botones de la blusa y lleva una botella de vino. Parece la hora de la seducción, Leanore. -Eve hizo una mueca-. Vamos, está entre mujeres. Sabemos de qué se trata.

Leanore se lo tomó con calma, estudiando un ligero defecto en su manicura. A diferencia de Foxx, no rompió a sudar.

– Pasé aquella noche por su casa para consultarle un asunto profesional. Tuvimos una breve reunión y me marché.

– Estuvo a solas con él durante ese tiempo.

– Así es. Arthur tuvo uno de sus arranques de mal genio y se marchó.

– ¿Arranques?

– Era típico de él -dijo Leanore con sorna-. Me tenía muchísimos celos. Estaba convencido de que trataba de alejar a Fitz de él.

– ¿Y era cierto?

Una sonrisa felina curvó los labios de Leanore.

– La verdad, teniente, si me hubiera empleado a fondo en ello, ¿no cree que lo habría conseguido?

– Yo diría que se empleó a fondo. Y no conseguirlo la habría enfurecido.

Leanore se encogió de hombros.

– Reconozco que lo estaba considerando. Fitz se estaba desperdiciando con Arthur. Fitz y yo teníamos muchas cosas en común, y me parecía muy atractivo. Le tenía mucho afecto.

– ¿Obró aquella noche de acuerdo con la atracción y el afecto que sentía hacia él?

– Digamos que le dejé claro que estaba abierta a una relación más íntima. Él no se mostró receptivo de entrada, pero sólo era cuestión de tiempo. -Leanore movió los hombros en un gesto rápido y confiado-. Arthur debía de saberlo. -Su mirada se volvió de nuevo glacial-. Por eso creo que lo mató.

– Menuda pieza, ¿eh? -murmuró Eve al terminar el interrogatorio-. No ve nada malo en conducir a un hombre al adulterio y romper una relación de años. Además, está convencida de que no hay hombre en el mundo que se le resista. -Suspiró-. Menuda zorra.

– ¿Vas a acusarla? -preguntó Peabody.

– ¿Por ser una zorra? -Con una risita, Eve negó con la cabeza-. Podría intentar procesarla por falso testimonio, pero ella y sus amigos abogados resolverían el asunto en un abrir y cerrar de ojos. No vale la pena. No podemos situarla en el lugar de los hechos a la hora de la muerte, ni imputarle ningún móvil. Y no imagino a esa monada abalanzándose sobre un hombre de ciento diez kilos y cortándole las venas. No habría querido manchar de sangre su bonito traje.