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– ¿Mathias? -Roarke se apartó de la consola, y su expresión entre divertida e intrigada se ensombreció-. ¿Por qué estás investigando el suicidio del Olympus?

– Oficialmente, no. Es un presentimiento, eso es todo. El otro cerebro que tu flamante equipo está analizando es el de Fitzhugh. Y si Peabody consigue los permisos, me propongo analizar el del senador Pearly.

– Y esperas encontrar esa microscópica quemadura en el cerebro del senador.

– Eres un lince. Siempre te he admirado por ello.

– ¿Por qué?

– Porque es un fastidio tener que explicar todo paso por paso.

Él entornó los ojos.

– Eve.

Ella levantó las manos y las dejó caer.

– Está bien. Fitzhugh no daba la impresión de ser de esos tipos que se quitan la vida. No puedo cerrar el caso hasta haber estudiado todas las opciones, y se me están agotando. Tendría que haberlo dejado correr, pero no consigo quitarme de la cabeza a ese muchacho que se ahorcó.

Eve empezó a pasearse de un lado a otro.

– No hay una predisposición allí tampoco. Ni un móvil obvio, ni se le conocen enemigos. Simplemente coge algo y fabrica una soga casera. Luego me enteré de la muerte del senador. Con él son tres suicidios sin una explicación lógica. Personas con los medios económicos de Fitzhugh y el senador pueden recurrir a terapias con sólo chasquear los dedos. O en casos de enfermedad terminal física o emocional, pueden ingresar en centros para quitarse la vida de forma voluntaria. Sin embargo optaron por hacerlo de modo sangriento y doloroso. No me cuadra.

Roarke asintió.

– Sigue.

– Y el forense de Fitzhugh se encontró con esta inexplicable tara. Quería ver si el muchacho tenía por casualidad algo semejante. -Eve señaló la pantalla con un ademán-. Y así es. Ahora necesito saber qué la causó.

Él volvió a clavar la mirada en la pantalla.

– ¿Una tara genética?

– Es posible, pero el ordenador dice que es poco probable. Al menos nunca se ha encontrado con algo parecido a causa de herencia, mutación o motivos externos. -Eve se movió detrás de la consola e hizo avanzar la pantalla-. ¿Ves aquí, en la proyección de posibles repercusiones mentales? Alteraciones en la conducta. Patrón desconocido. ¡Valiente ayuda! -Se frotó los ojos mientras reflexionaba en todo ello-. Pero eso significa que el sujeto pudo comportarse, y problablemente así lo hizo, sin seguir las pautas de ese patrón. El suicidio no debía entrar en el patrón de conducta de ninguno de los dos hombres.

– Cierto -coincidió Roarke. Apoyándose contra la consola, cruzó los pies-. Como tampoco lo era bailar desnudo en la iglesia o tirar de un empujón a matronas de un pasadizo aéreo. ¿Por qué ambos optaron por el suicidio?

– Ésa es la cuestión, ¿no te parece? Pero me basta, una vez que discurra cómo vendérselo a Whitney para que me permita dejar ambos casos abiertos. Trasvasar datos al disco e imprimirlos -ordenó. Se volvió hacia Roarke y añadió-: Dispongo de unos minutos.

Él arqueó una ceja, un gesto característico que ella adoraba en secreto.

– ¿De veras?

– ¿Qué leyes pensabas infringir?

– La verdad, unas cuantas. -Roarke echó un vistazo a su reloj mientras ella daba un paso adelante para desabrocharle su elegante camisa de lino-. Tenemos un estreno en California esta noche.

Ella se detuvo y puso cara larga.

– ¿Esta noche?

– Pero creo que tenemos tiempo para unos cuantos delitos menores. -Con una carcajada, la levantó del suelo y la tendió de espaldas sobre la consola.

Eve se debatía con un vestido tubo, largo hasta los pies, de color rojo intenso, quejándose amargamente de la imposibilidad de llevar la mínima expresión de ropa interior bajo la ceñida tela, cuando sonó el comunicador. Desnuda de cintura para arriba, con el ligero corpiño colgándole de las rodillas, pegó un brinco.

– ¿Peabody?

– Teniente. -El rostro de Peabody registró varias expresiones hasta decidirse por la de perplejidad-. Un vestido precioso. ¿Te propones introducir una nueva moda?

Confundida, Eve bajó la mirada y puso los ojos en blanco.

– Mierda. Ya me has visto las tetas otras veces. -Pero dejó a un lado el comunicador y trató de colocar el corpiño en su sitio.

– ¿Y puedo decir que las tienes muy bien puestas, teniente?

– ¿Lamiéndome el culo, Peabody?

– Ya lo creo.

Eve contuvo la risa y se sentó en el borde de la butaca del vestidor.

– ¿Un informe?

– Sí, teniente. Yo… esto…

Al ver a Peabody levantar la mirada, Eve miró por encima del hombro. Roarke acababa de entrar en la habitación recién salido de la ducha, con el pecho mojado y una toalla blanca anudada en las caderas.

– Quítate de allí antes de que mi ayudante acabe muerta clínicamente.

Roarke miró la pantalla del comunicador y sonrió.

– Hola, Peabody.

– Hola. -Se oyó a Peabody tragar saliva aun a través del aparato-. Me alegro de verte… Quiero decir, ¿cómo estás?

– Muy bien. ¿Y tú?

– ¿Qué?

– Roarke, dale un respiro, ¿quieres? O tendré que apagar el vídeo.

– No es necesario, teniente. -Peabody se desinfló cuando Roarke desapareció de la vista-. Cielos -exclamó sonriendo tontamente a Eve.

– Asienta tus hormonas e informa.

– A la orden, teniente. -La ayudante carraspeó-. He sorteado la mayor parte de los trámites burocráticos, teniente. Sólo quedan un par de problemas. Dada la coyuntura, tendremos los datos requeridos a las nueve. Pero hay que ir a East Washington para consultarlos.

– Me lo temía. Está bien, Peabody. Cogeremos la lanzadera de las ocho.

– No seas tonta. Puedes usar la mía -repuso Roarke detrás de ella mientras examinaba con mirada crítica las arrugas del esmoquin que sostenía en las manos.

– Es un asunto policial.

– No es motivo para que os apretujéis como sardinas en lata. Viajar con comodidad no lo hace menos oficial. De todos modos tengo un asunto que atender en East Washington. Os llevaré. -Se inclinó por encima de Eve y sonrió a Peabody-. Enviaré un coche a buscarte. ¿Ocho menos cuarto te va bien?

– Estupendo. -Peabody no pareció decepcionarse al verlo con camisa.

– Escucha, Roarke… -empezó Eve. Pero él la interrumpió con delicadeza:

– Lo siento, Peabody, se nos está haciendo tarde. Hasta mañana. -Y alargó una mano para desconectar el comunicador.

– Sabes que me molesta que hagas esta clase de cosas.

– Lo sé -se apresuró a responder él-. Por eso no puedo evitarlo.

– Me paso la vida en un tipo de transporte u otro desde que te conozco -gruñó Eve mientras tomaba asiento en el Jet Star privado de Roarke.

– Todavía de mal humor -observó él, e hizo señas a la azafata de vuelo para que se acercara-. Mi esposa necesita otra dosis de café, y yo la acompañaré.

– Enseguida, señor. -La azafata se internó en la cocina con silenciosa eficiencia.

– Disfrutas llamándome esposa, ¿verdad?

– Sí. -Roarke le acarició la cara y le besó la hendidura en la barbilla-. No has dormido bastante -murmuró, pasándole el pulgar por debajo de los ojos-. Te cuesta tanto desconectar ese cerebro tuyo. -Levantó la vista hacia la azafata cuando ésta dejó dos tazas humeantes de café delante de ellos-. Gracias, Karen. Despegaremos en cuanto llegue la oficial Peabody.

– Informaré al piloto, señor. Buen viaje.

– No tienes que ir a East Washington, ¿verdad?

– Podría haberlo resuelto desde Nueva York. -Se encogió de hombros y cogió una taza-. Pero siempre es más eficaz atender los asuntos personalmente. Y tengo una oportunidad más de verte trabajar.

– No quiero involucrarte en esto.

– Nunca lo haces. -Cogió la otra taza y se la ofreció con una sonrisa-. Pero estoy unido a ti y no puedes dejarme fuera, teniente.

– Quieres decir que no vas a permitir que lo haga.

– Exacto. Ah, aquí tenemos a la temible Peabody.

La ayudante subió a bordo recién planchada y arre glada, pero lo estropeó todo al dejar que la mandíbula le colgara mientras meneaba la cabeza en un intento de asimilarlo todo a la vez.

La cabina era tan suntuosa como una habitación de un hotel de cinco estrellas, con asientos cómodos, mesas brillantes y jarrones de cristales conteniendo flores tan frescas que seguían cubiertas de rocío.

– Cierra la boca, Peabody. Pareces una trucha.

– Ya casi he terminado, teniente.

– No te preocupes, Peabody, se ha despertado de mal humor. -Roarke se levantó, desconcertando a Peabody hasta que ésta se dio cuenta de que le estaba ofreciendo un asiento-. ¿Te apetece un café?