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– Que esté desnuda no es el problema más grave -señaló Eve-. ¿Habló con usted, le dijo algo?

– Bueno, yo estaba perplejo… ya sabe. Le dije algo, algo como «Señorita Devane, ¿qué está haciendo? ¿Le ocurre algo?». Y ella se limitó a reír. Dijo que era perfecto. Que ya lo tenía todo previsto y que todo era maravilloso. Que iba a sentarse un rato en el borde del tejado antes de saltar. Pensé que bromeaba, y me puse tan nervioso que también reí. -Se le ensombreció la mirada-. Y de pronto la vi en el borde del tejado. Se asomó y creí que iba a saltar, así que me acerqué corriendo. Allí estaba, sentada en el borde, balanceando las piernas y tarareando una canción. Le pedí por favor que entrara. Ella se rió rociándome de espray, y dijo que me marchara como un buen chico.

– ¿Recibió o hizo alguna llamada?

– No. Cualquier transmisión hubiera pasado por mi terminal. Va a saltar, se lo digo. Se inclinó mientras yo la observaba y estuvo a punto de hacerlo. Y dijo que iba a ser un viaje agradable. Va a saltar.

– Eso ya lo veremos. No se vaya muy lejos.

Eve se volvió. El psicólogo de la compañía era fácil de reconocer. Iba vestido con una bata blanca a la altura de la rodilla y unos estrechos pantalones negros. Llevaba su melena gris recogida en una pulcra cola, y estaba inclinado sobre el alféizar de la ventana en una postura que revelaba ansiedad.

Al acercarse a él Eve musitó una maldición. Oyó el zumbido del desfile aéreo y volvió a maldecir a los medios de comunicación al ver la primera aerofurgoneta. El canal 75, por supuesto, se dijo. Nadine Furst siempre era la primera en llegar.

El psicólogo se irguió y se alisó la bata para las cámaras. Eve pensó que iba a aborrecerlo.

– ¿Doctor? -Le mostró la placa y advirtió un fugaz brillo en sus ojos. Lo único que le vino a la cabeza era que una compañía de la categoría y poderío de Tattler podía haberse permitido algo mejor.

– Teniente, estoy haciendo ciertos progresos con la paciente.

– Sigue en el borde, ¿no? -Eve señaló hacia el tejado y lo apartó para asomarse ella-. ¿Cerise?

– ¿Más compañía?

Atractiva, con la piel como los pétalos de una rosa y balanceando alegremente sus piernas bien bronceadas, Cerise levantó la vista. Su cabello negro azabache ondeaba al viento, en sus ojos verdes de mirada profunda había una expresión vivaz y astuta.

– Caramba, ¿estoy viendo a Eve? Eve Dallas, la recién casada. Una boda encantadora, por cierto. El gran acontecimiento del año. Movilizamos miles de unidades para cubrirlo.

– Me alegro por ti.

– Hice perder el culo a los de documentación y búsqueda de datos para intentar averiguar el itinerario de la luna de miel. Creo que sólo Roarke es capaz de esconderse de todos los medios de comunicación. -Agitó una mano juguetona y sus generosos senos temblaron-. Podrías haber compartido el secreto, sólo un poco. El público se muere por saber. Nos morimos por saber. -Soltó una risita y cambió de postura, y casi perdió el equilibrio-. Cielos. Aún no. Esto es muy divertido y no quiero precipitarme. -Se irguió y saludó a los aerofurgones-. Normalmente detesto los medios de comunicación visuales. Pero ahora no consigo recordar el motivo. ¡Quiero a todo el mundo! -gritó al último, abriendo los brazos.

– Eso está muy bien, Cerise. ¿Por qué no vuelves aquí un momento? Te daré los detalles de la luna de miel. Una exclusiva.

Cerise sonrió con astucia.

– No, no. -La negativa volvía a ser juguetona, casi una risita-. ¿Por qué no vienes tú aquí? Podemos saltar juntas. Es sensacional, te lo aseguro.

– Vamos, señorita Devane -empezó el psicólogo-, todos tenemos momentos de desesperación. La comprendo y estoy con usted. Siento su dolor.

– Oh, cállate. -Cerise lo rechazó con un ademán-. Estoy hablando con Eve. Ven aquí, encanto. Pero no demasiado cerca. -Agitó el espray y rió-. Ven aquí y únete a la fiesta.

– Teniente, no le recomiendo que…

– Calle y espere a mi ayudante -ordenó Eve al psicólogo mientras pasaba una pierna por encima del parapeto de acero y se descolgaba hasta el borde.

El viento no resultaba tan agradable cuando te hallabas a setenta pisos de altura, sentada en un saliente de acero de apenas medio metro de ancho. Sacudía la ropa y azotaba la piel. Eve trató de contener los latidos de su corazón y apretó la espalda contra la pared del edificio.

– ¿No es precioso? -suspiró Cerise-. Me encantaría tomarme una copa de vino aquí. ¿A ti no? No, mejor una larga copa de champán. La reserva del cuarenta y siete de Roarke sabría a gloria en estos momentos.

– Creo que tenemos una en casa. Vamos a abrirla.

Cerise se echó a reír y le dedicó una amplia sonrisa. Fue la sonrisa, Eve lo comprendió con el corazón palpitándole de nuevo con fuerza. La había visto en el rostro del joven que colgaba de una soga improvisada.

– Ya estoy borracha de felicidad.

– Si eres tan feliz, ¿por qué estás aquí desnuda, pensando en dar el último salto?

– Eso es lo que me hace feliz. ¿Cómo es posible que no lo entiendas? -levantó el rostro hacia el cielo y cerró los ojos. Eve se arriesgó a acercarse unos centímetros-. No sé por qué no lo entienden. Es tan bonito… y emocionante. ¡Es todo!

– Si saltas de este saliente, ya no habrá nada. Todo habrá acabado.

– No, no y no. -Cerise volvió a abrir los ojos, y esta vez los tenía vidriosos-. Es sólo el comienzo, ¿no lo entiendes? ¡Oh, somos todos tan ciegos!

– No hay nada que no tenga solución. Lo que sea que esté torcido puede enderezarse, ya lo sabes. -Con cuidado, Eve apoyó una mano sobre la de Cerise. Pero no se la cogió, no quiso arriesgarse a hacerlo-. Lo importante es sobrevivir. Es posible cambiar las cosas, incluso mejorarlas, pero para ello tienes que sobrevivir.

– ¿Sabes cuánto cuesta hacer eso? ¿Y qué sentido tiene cuando resulta tan placentero esperar? Me siento muy bien, no lo estropees. -Riéndose, Cerise apuntó el espray a los ojos de Eve-. Estoy tratando de disfrutar estos momentos.

– Hay gente preocupada por ti. Tienes una familia que te quiere, Cerise. -Eve trató de hacer memoria. ¿Tenía hijos, un cónyuge, padres?-. Si te tiras les causarás un gran dolor.

– Sólo hasta que comprendan. Se acerca el momento en que todo el mundo comprenderá. Entonces todo será mejor. Más hermoso. -Miró a los ojos de Eve con expresión soñadora y una radiante y aterrorizante sonrisa-. Ven conmigo. -Le cogió la mano con fuerza-. Va a ser maravilloso. Sólo tienes que dejarte caer.

Eve sintió un hilo de sudor por la espalda. La mano de la mujer la aferraba como una tenaza, y forcejear para liberarse las condenaría a las dos. Se obligó a no oponer resistencia, a hacer caso omiso del azote del viento y del zumbido de las aerofurgonetas que filmaban todos los movimientos.

– No quiero morir, Cerise -respondió con calma-. Y tú tampoco. El suicidio es para cobardes.

– Te equivocas, es para exploradores. Pero como tú quieras. -Cerise le dio una palmadita en la mano y se la soltó, luego emitió una larga y ruidosa carcajada al viento-. ¡Oh, Dios, soy tan feliz! -Y abriendo los brazos de par en par, se arrojó al vacío.

Eve trató de aferrarla y casi perdió el equilibrio al rozar con los dedos las delgadas caderas de Cerise. Cayó de costado y Eve contempló su risueño rostro hasta que se volvió borroso.

– ¡Oh, Dios mío!

Mareada, se irguió y cerró los ojos. Le llegaban gritos, y sintió en las mejillas el azote del aire desplazado por la aerofurgoneta al acercarse a ella para tomar un primer plano.

– Teniente Dallas.

La voz era como una abeja zumbándole al oído y Eve se limitó a negar con la cabeza.

De pie en el tejado, Peabody bajó la vista y trató de contener las náuseas. Todo lo que veía en esos momentos era que Eve estaba recostada contra el saliente, blanca como el papel, y que el menor movimiento la enviaría detrás de la mujer que había tratado de salvar. Respiró hondo y adoptó un tono áspero y profesional.

– Teniente Dallas, te necesitamos aquí. Necesito tu grabadora para hacer un informe completo.

– Te oigo -respondió Eve con tono cansado. Con la mirada al frente, alargó la mano hacia atrás. Al sentir que alguien se la cogía, se puso de pie. Se dio la vuelta y al mirar a Peabody vio miedo en sus ojos-. La última vez que pensé en saltar tenía ocho años. -Aunque le temblaban ligeramente las piernas, consiguió pasarlas por encima del parapeto-. No pienso seguirla.