– ¡Cielos, Dallas! -Peabody la abrazó fuertemente-. Me has dado un susto de muerte. Pensé que iba a arrastrarte con ella.
– Yo también, pero no lo hizo. Pon un poco de orden, Peabody. La prensa se está poniendo las botas.
– Lo siento.
– No te preocupes. -Eve miró al psicólogo, que posaba para las cámaras con una mano en el corazón y murmuró-: Gilipollas. -Luego se metió las manos en los bolsillos. Necesitaba un minuto, sólo un minuto, para recuperarse-. No he podido detenerla, Peabody. No he conseguido pronunciar las palabras adecuadas.
– A veces no existen.
– Alguien la incitó a hacerlo -repuso Eve en un susurro-. Debía de haber un modo de hacerle cambiar de idea.
– Lo siento, Dallas. La conocías, ¿verdad?
– Muy poco. Era una de esas personas que pasan incidentalmente por tu vida. -La apartó de su mente. Tenía que hacerlo. La muerte, llegara cuando llegara, siempre dejaba asuntos que resolver-. Veamos qué podemos hacer aquí. ¿Has hablado con Feeney?
– Afirmativo. Ha bloqueado los telenexos desde su oficina y dice que vendrá personalmente. He introducido los datos del individuo, pero no he tenido tiempo de estudiarlos.
Se encaminaron al despacho de Cerise. Por el cristal vieron a Rabbit sentado, cabizbajo.
– Hazme un favor, Peabody. Ocúpate de que un agente le tome una declaración formal. No quiero vermelas aún con él. Y que prohíban la entrada a este despacho. Veamos si podemos averiguar qué demonios estaba haciendo para que decidiera matarse.
Peabody entró y en cuestión de segundos se ocupó de que Rabbit saliera con un agente. Con igual eficacia, hizo desalojar el despacho y cerró las puertas.
– Ya es todo nuestro, teniente.
– ¿No te he dicho que no me llames así?
– Sí, teniente -respondió Peabody con una sonrisa que esperaba le levantara el ánimo.
– Hay una listilla debajo de ese uniforme -resopló Eve-. Enciende la grabadora, Peabody.
– Ya está.
– Muy bien, aquí la tenemos. Llega temprano, cabreada. Rabbit ha dicho que estaba preocupada por un pleito. Busca información sobre eso.
Mientras hablaba, Eve se paseaba por la habitación, reparando en todos los detalles: las esculturas, en su mayoría figuras mitológicas de bronce, muy estilizadas; la alfombra azul a juego con el cielo; el escritorio en tonos rosados y superficie brillante como un espejo; el equipo de oficina, reluciente y moderno, y del mismo tono; un enorme recipiente de cobre lleno de exóticas flores; y un par de arbolillos en macetas.
Se acercó al ordenador, sacó de su maletín la tarjeta maestra y pidió el último informe utilizado.
ÚLTIMO uso, 8.10. LLAMADA AL ARCHIVO NÚMERO 3732-L LEGAL, CLUSTLER CONTRA TATTLER ENTERPRISES.
– Éste debe de ser el pleito que la tenía cabreada -concluyó Eve-. Cuadra con la declaración anterior de Rabbit. -Echó un vistazo al cenicero de mármol con media docena de colillas. Recogió una con las pinzas y la examinó-. Tabaco caribeño con filtro de fibra. Son caros. Guárdalas como prueba.
– ¿Crees que podrían estar rociadas de algo?
– Ella había tomado algo. Tenía una mirada muy extraña. -Eve no olvidaría esos ojos durante mucho tiempo, lo sabía-. Esperemos que baste para un informe de toxicología. Llévate también una muestra de ese poso de café.
Pero Eve no creía que fueran a encontrar nada en el tabaco o el café, pues no había indicio de sustancias químicas en ninguno de los demás suicidios.
– Tenía una mirada muy extraña -repitió-. Y esa sonrisa. He visto antes esa sonrisa, Peabody.
Peabody guardó las bolsas de pruebas y levantó la mirada.
– ¿Crees que está relacionado con los demás casos?
– Creo que Cerise Devane era una mujer con éxito y ambiciosa. Y vamos a seguir todos los trámites, pero apuesto a que no descubriremos el motivo del suicidio. Hizo salir a Rabbit -continuó Eve, paseándose por la habitación. Enojada por el zumbido de las aerofurgonetas que seguían en el aire, levantó la vista y gruñó-. Mira a ver si encuentras el mando de las persianas. Estoy harta de esos gilipollas.
– Será un placer. -Peabody se acercó al panel de mandos-. Me ha parecido ver a Nadine Furst en una de ellas. Por el modo en que se asomaba, ha hecho bien en sujetarse con correas. Podría haber acabado como la protagonista de su informativo.
– Al menos lo cubrirá bien -dijo Eve y asintió cuando las persianas bajaron sobre el cristal-. Luces -ordenó, y la sala volvió a iluminarse.
Echó un vistazo al interior de una caja refrigerada y encontró refrescos, fruta y vino. Una botella había sido abierta y cerrada con film transparente, pero no había ningún vaso que indicara que Cerise había empezado a beber a esa hora tan temprana. Y no habían sido un par de tragos lo que había provocado esa mirada, se dijo Eve.
En el cuarto de baño contiguo, que constaba de bañera de hidromasaje, sauna personal y bañera alteradora del ánimo, descubrió un armario lleno de calmantes, tranquilizantes y estimulantes legalizados.
– Nuestra Cerise era devota de los fármacos -comentó Eve-. Llévatelos para analizar.
– Cielos, tenía una farmacia. La bañera alteradora del ánimo está en posición de concentración, y la última vez que se utilizó fue ayer por la mañana. Esta mañana no.
– Entonces ¿qué hizo para relajarse? -Eve entró en la habitación de al lado, que era una pequeña sala de estar equipada con toda clase de aparatos de recreo, una tumbona y un androide sirviente.
En una pequeña mesa había un encantador traje verde salvia pulcramente doblado. Los zapatos a juego estaban debajo en el suelo, y las joyas -una gruesa cadena de oro, unos sofisticados pendientes y un elegante reloj-grabadora de muñeca habían sido guardados en un bol de cristal.
– Se desvistió aquí. ¿Por qué? ¿Con qué objeto?
– Algunas personas se relajan mejor sin la constricción de la ropa -explicó Peabody, y se ruborizó cuando Eve la miró pensativa por encima del hombro-. Eso dicen.
– Sí. Es posible, pero en ella no me cuadra. Era una mujer muy serena. Su ayudante dijo que nunca la había visto descalza siquiera, y de pronto resulta que es nudista de tapadillo. No lo creo.
Reparó en las gafas de realidad virtual colocadas en el brazo de la tumbona.
– Tal vez hizo un viaje -murmuró-. Está hecha polvo y quiere tranquilizarse, así que entra aquí, se tiende, programa algo y se da un garbeo.
Eve se sentó y cogió las gafas. Fitzhugh y Mathias también habían hecho viajes antes de morir, recordó.
– Voy a ver adónde fue y cuándo. Si después me descubres una tendencia suicida, o decido que me relajo mejor sin la constricción de la ropa, túmbame de un puñetazo.
– Lo haré, teniente.
Eve arqueó una ceja.
– Pero no espero que disfrutes con ello.
– Odiaré cada instante -prometió Peabody.
Eve se puso las gafas con una carcajada.
– Visualizar horas de los últimos viajes realizados -ordenó-. ¡Diana! Hizo uno a las 8.17 de esta mañana.
– En ese caso tal vez no deberías hacerlo, Dallas. Podemos probarlo en circunstancias más controladas.
– Tú eres mi control, Peabody. Si te parezco demasiado contenta con la idea de vivir poco, túmbame. Volver a ejecutar el último programa -ordenó recostándose-. ¡Cielos! -Silbó al ver acercarse a ella a dos jóvenes sementales. Vestidos sólo con unas tiras de brillante cuero negro incrustadas de plata, tenían los músculos cubiertos de aceite y el miembro totalmente erecto.
Se encontraba en una habitación blanca ocupada en su mayor parte por una cama, debajo de su cuerpo desnudo había sábanas de raso, y unos velos colgaban por encima de la cama para filtrar la luz de las velas que ardían en un candelabro de cristal.
Sonaba una música, algo suave y pagano. Ella estaba tendida sobre una pila de almohadas de plumas, y se disponía a volverse cuando el primer joven dios se sentó a horcajadas sobre ella.
– Oye, tío…
– Sólo es para que goce, señora -canturreó él untándole los senos con aceite aromático.
No ha sido buena idea, se dijo Eve en el instante en que experimentaba un ligero e involuntario estremecimiento de placer en la entrepierna. Le untaban aceite en el estómago, los muslos, las piernas, los pies…
Comprendía que esa situación te hiciera sonreír, pero no que te llevara al suicidio.
Manténte al margen, se ordenó, y se concentró en otra cosa. Pensó en el informe que tenía que dar al comandante. En aquellas sombras inexplicables en el cerebro.