– Ella no te ha hecho nada -dijo acercándose despacio-. No tiene la culpa de nada. ¿Por qué no la sueltas?
– Todos tienen culpa. ¡Todos forman parte del sistema! -gritó él, arrastrando a la desafortunada empleada un poco más allá de la puerta de seguridad. Ella había adquirido un color azulado-. No te muevas. No tengo nada que perder ni un sitio adonde ir.
– La estás ahogando. Si estira la pata ya no tendrás protección. Cálmate un poco. ¿Cómo te llamas?
– Los nombres valen una mierda. -Pero el hombre aflojó un poco el brazo, lo suficiente para que la joven empleada hiciera un ruido sibilante al boquear-. El dinero es lo único que cuenta. Si salgo con una bolsa de créditos, nadie resultará herido. Mierda, se limitarán a hacer más.
– No es así como son las cosas. -Cautelosa, Eve dio otros tres pasos sin quitarle los ojos de encima-. Sabes que no vas a salir de aquí. A estas alturas la calle estará acordonada y ya se han desplegado las unidades de seguridad. Vamos, tío, esta zona está plagada de polis a cualquier hora del día y la noche. Podrías haber apuntado mejor.
Con el rabillo del ojo, Eve vio a Peabody entrar con sigilo por la entrada posterior y tomar posiciones. Ninguna de los dos podía correr el riesgo de abrir fuego mientras el tipo tuviera en sus manos a la empleada y el explosivo.
– Si dejas caer eso, o si lo sudas demasiado, podría estallar. Entonces todos los que estamos aquí moriríamos.
– Pues moriremos todos. Ya no importa.
– Suelta a la empleada. Es una civil. Sólo trata de salir adelante.
– Yo también.
Lo vio en su mirada un instante demasiado tarde: la profunda desesperación. El hombre arrojó bien alto y hacia la derecha el explosivo. Eve revivió toda su vida mientras daba un salto y se arrojaba al suelo. Lo esquivó por los pelos.
Mientras aguardaba el estruendo de la explosión, la esfera de fabricación casera rodó hasta una esquina, se balanceó y quedó inmóvil.
– Es de las que no estallan. -El aspirante a ladrón dejó escapar una risotada-. ¿No da el pego? -Entonces, al ver que Eve se ponía de pie, se abalanzó sobre ella.
Ella no tuvo tiempo de apuntar y mucho menos disparar su arma. Él la golpeó, arrojándola de espaldas contra un mostrador. Esta vez llegó la explosión, pero dentro de su cabeza, al tiempo que se golpeaba dolorosamente la cadera con el canto del mostrador. Pero no soltó el arma. Confió en que el chasquido que había oído procediera del barato contrachapado y no de sus huesos.
El hombre la tenía cautiva en un patético abrazo que resultaba sorprendentemente efectivo, ya que le impedía usar el arma y la mantenía inmovilizada contra el mostrador, de modo que se vio obligada a cambiar el peso del cuerpo en lugar de volverse.
Cayeron al suelo, y esta vez ella tuvo la mala suerte de aterrizar primero, de modo que el enjuto y aterrorizado cuerpo del hombre le cayó encima. Se golpeó el codo contra las baldosas y se torció dolorosamente la rodilla. Entonces, con más entusiasmo que sutileza, le dio en la sien con su arma.
El golpe resultó efectivo y el hombre puso los ojos en blanco antes de que ella lo apartara de un empujón y se pusiera de rodillas.
Jadeando, conteniendo las náuseas que le habían causado los huesos del hombre al clavársele en el estómago, Eve se apartó el cabello de los ojos soplando. Peabody también estaba de rodillas con el explosivo en una mano, el arma en la otra.
– No podía apuntar, así que fui por el explosivo. Pensé que podrías ocuparte de él.
– Estupendo. -A Eve le dolía todo el cuerpo, y el corazón empezó a latirle con fuerza al ver a su ayudante con la bomba en una mano-. No te muevas.
– No lo hago. Sólo respiro.
– Llamaré a la maldita brigada de desactivación de explosivos. Y buscaré un contenedor blindado.
– Iba a hacerlo yo… -Peabody se interrumpió y palideció-. Oh, mierda, Dallas, se está calentando.
– ¡Tírala! ¡Tírala y cúbrete! -Eve arrastró consigo al hombre inconsciente hasta detrás del mostrador, se colocó encima de él y le sujetó los brazos detrás de la nuca.
Llegó la explosión seguida de una oleada de calor, y haciendo llover Dios sabe qué encima de ella. El extintor de incendios automático se puso en marcha rociando la estancia de agua helada y conectando una alarma para advertir a los empleados y clientes que debían desalojar con calma y de forma ordenada el edificio.
Eve dio las gracias a quien fuera que la había escuchado por no sentir demasiado dolor, y porque al parecer todavía conservaba unidas todas las partes del cuerpo.
Tosiendo a causa de la espesa nube de humo, salió arrastrándose de detrás del mostrador en ruinas.
– Por Dios, Peabody. -Volvió a toser, se frotó los ojos irritados y siguió arrastrándose por el húmedo y ahora mugriento suelo. Algo caliente le quemó la mano y le hizo soltar una maldición-. Vamos, Peabody, ¿dónde demonios estás?
– Aquí… -llegó la débil respuesta, seguida de un acceso de tos-. Estoy bien, creo.
Se cogieron las manos a través de la cortina de humo y agua, y se miraron los ennegrecidos rostros. Entonces Eve alargó la mano y le dio unos golpecitos en la cabeza.
– Tenías el pelo en llamas -explicó con suavidad.
– Oh, gracias. ¿Cómo está ese cabrón?
– Sigue inconsciente. -Eve se sentó sobre los talones y se hizo a sí misma un examen. No sangraba, y conservaba la mayor parte de la ropa, aunque destrozada-. ¿Sabes, Peabody? Creo que este edificio es de Roarke.
– Entonces probablemente se cabreará. El humo y el agua causan grandes estropicios.
– A quién se lo dices. Digamos que ha sido un día aciago. Los agentes pueden hacerse cargo de la situación. Esta noche hay fiesta en casa.
– Sí. -Peabody torció el gesto al arrancarse la destrozada manga del uniforme-. Tengo muchas ganas de ir. -Luego se volvió y entornó los ojos-. Dallas, ¿cuántos pares de ojos tenías al entrar aquí?
– Sólo uno.
– Mierda, pues ahora tienes dos. Creo que una de las dos tiene un problema.
No hubo tiempo para limpiar. Después de sacar a Peabody de los escombros y dejarla en manos de los asistentes sanitarios, Eve tuvo que dar un informe al oficial al mando del equipo de seguridad, y repitió los mismos datos a la brigada de desactivación de explosivos. Entre ambos informes acosó a los asistentes sanitarios con preguntas sobre el estado de Peabody y frenó sus intentos de examinarle las heridas.
Roarke ya estaba vestido para la fiesta cuando ella cruzó corriendo la puerta. Interrumpió su conversación con Tokio e hizo salir al equipo de floristas que colocaban hibiscos rosas y blancos en el vestíbulo.
– ¿Qué demonios te ha ocurrido?
– No hagas preguntas. -Pasó por delante de él y subió las escaleras a todo correr.
Se había quitado la camisa hecha trizas cuando él entró en el dormitorio y cerró la puerta.
– Pienso hacerlas.
– La bomba no estaba desactivada después de todo. -Para no sentarse y manchar los muebles con lo que fuera que tenía en los pantalones, hizo equilibrios sobre un pie tratando de quitarse la bota.
Roarke respiró hondo.
– ¿Qué bomba?
– Bueno, era un explosivo de fabricación casera. Muy poco fiable. -Logró quitarse la segunda bota, luego continuó con los raídos y ennegrecidos pantalones-. Un tipo atracó una oficina de cambio a dos manzanas de la comisaría. Menudo idiota. -Arrojó los harapos al suelo y ya se encaminaba hacia la bañera cuando Roarke la cogió de un brazo.
– Por el amor de Dios. -La volvió hacia él para examinar el cardenal que se le extendía por las caderas. Era mayor que su mano abierta. Tenía la rodilla derecha pelada y unos cuantos cardenales más en brazos y hombros-. Estás hecha un asco, Eve.
– Tendrías que haber visto al tipo. Bueno, al menos disfrutará de medio metro cuadrado y un techo durante unos años, gentileza del Estado. Tengo que arreglarme.
Él no la soltó y la miró a los ojos.
– Supongo que no te molestaste en pedir al equipo médico que te echara un vistazo.
– ¿Esos carniceros? -Sonrió-. Estoy bien, sólo un poco dolorida. Puedo hacerme un tratamiento mañana.
– Tendrás suerte si mañana puedes andar. Vamos.
– Roarke… -Pero Eve se interrumpió con una mueca de dolor y cojeó, y él la sentó en la bañera.
– Siéntate. Estáte quieta.
– No hay tiempo para esto. -Se sentó y puso los ojos en blanco-. Voy a tardar un par de horas en quitarme de encima la peste y el hollín. Cielos, cómo huelen esos explosivos. -Se olió los hombros e hizo una mueca de disgusto-. Azufre. -Luego miró a Roarke-. ¿Qué es eso?
Él se acercaba con una gruesa compresa impregnada de algo rosa.