– ¿No estás nervioso? -Eve observó su mirada confiada, su expresión de gallito-. No, no estás nervioso.
– Llevo muchos años tocando para comer. Es un trabajo. -Le sonrió y le recorrió la espalda con los dedos-. Tú tampoco te pones nerviosa persiguiendo a tus asesinos. Te embalas y te sientes intranquila, pero no nerviosa.
– Depende. -Eve pensó en qué perseguía en esta ocasión y se le revolvió el estómago.
– No; tienes los nervios de acero. Lo vi la primera vez que te miré a los ojos. Nunca cedes ni das marcha atrás. Ni siquiera parpadeas. Eso hace que tu cerebro, bueno, tu forma de ser, por así decirlo, resulte fascinante. ¿Qué mueve a Eve Dallas? ¿La justicia, la venganza, el deber, la moralidad? Yo diría que es una combinación única de todo eso, exacerbado por un conflicto de inseguridad en ti misma. Tienes una idea muy clara de lo que está bien, y no paras de preguntarte quién eres.
Ella no estaba muy segura de que le gustara el giro que había tomado la conversación.
– ¿Qué eres, músico o psiquiatra?
– La gente creativa estudia al resto de la gente, y la música tiene tanto de ciencia como de arte, de emoción como de ciencia. -Sus ojos plateados permanecieron clavados en los de ella mientras la conducía alrededor de las demás parejas-. Cuando compongo una serie de notas quiero llegar a la gente. Debo comprender, e incluso estudiar la naturaleza humana, si quiero obtener de ellos la reacción correcta. Saber cómo les hará comportarse, pensar, sentir.
Eve sonrió ausente cuando William y Reeanna pasaron bailando por su lado, absortos el uno en el otro.
– Pensaba que era para entretenerlos.
– Ésa es la cara externa. Sólo la externa. -Los ojos de Jess brillaban de excitación mientras hablaba-. Cualquier músico mediocre puede ejecutar un tema por ordenador y salir con una melodía aceptable. El oficio del músico cada vez es más corriente y predecible gracias a la tecnología.
Con las cejas arqueadas, Eve echó un vistazo a la pantalla y a Mavis.
– Tengo que decir que no oigo nada corriente ni predecible aquí.
– Exacto. Me he dedicado a estudiar cómo los distintos tonos, notas y ritmos afectan a la gente, y sé qué teclas hay que tocar. Mavis es una joya. Es tan abierta, tan maleable. -Sonrió al ver que la mirada de ella se endurecía-. Lo digo como un cumplido, no como una debilidad. Pero es una mujer a la que le gustan los riesgos, y está dispuesta a vaciarse y a convertirse en un simple conducto transmisor del mensaje.
– ¿Y el mensaje es?
– Depende de la cabeza del público. De sus esperanzas y sueños. Me pregunto cuáles son tus sueños, Dallas.
Y yo los tuyos, pensó ella, pero lo miró con benevolencia.
– Prefiero atenerme a la realidad. Los sueños son engañosos.
– No; son reveladores. La mente, y el inconsciente en particular, son como un lienzo en el que pintamos continuamente. El arte y la música pueden poner muchos colores, muchos estilos. La medicina lo ha comprendido desde hace décadas y los utiliza para tratar y estudiar ciertas enfermedades, tanto psicológicas como fisiológicas.
Ella ladeó la cabeza. ¿Había otro mensaje bajo esas palabras?
– Ahora hablas más como científico que como músico.
– Tengo algo de ambos. Algún día podrás elegir una canción diseñada personalmente para tus ondas cerebrales. Las posibilidades del alterador del ánimo serán infinitas e íntimas. Ésa es la clave, la intimidad.
Ella se dio cuenta de que le estaba soltando un discurso y dejó de bailar.
– No creo que el coste fuera rentable. Además, investigar en tecnología concebida para analizar y coordinar las ondas cerebrales individuales es ilegal. Y por una buena razón: es peligroso.
– En absoluto. Es liberador. Los nuevos procesos, cualquier vertiente del verdadero progreso suele comenzar siendo ilegal. En cuanto al coste, sería alto inicialmente, pero bajaría en cuanto el diseño se adaptara a la fabricación en serie. ¿Qué es un cerebro sino un ordenador, después de todo? Un ordenador analizando un ordenador. ¿Qué hay más sencillo? -Echó un vistazo a la pantalla-. Esas son las primeras notas del último número. Tengo que comprobar el equipo antes de mi entrada. -Se inclinó y la besó en la mejilla-. Deséanos suerte.
– Sí, suerte -murmuró ella, pero tenía un nudo en el estómago.
¿Qué era el cerebro sino un ordenador?, pensó. Ordenadores analizando ordenadores. Programas individualizados diseñados para patrones de ondas cerebrales personales. Si eso era posible, ¿sería también posible incorporar programas de sugestión directamente vinculados al cerebro del usuario? Eve negó con la cabeza.
Roarke jamás habría dado su aprobación. No habría corrido un riesgo tan absurdo. Pero se abrió paso entre la multitud en dirección a él y le cogió del brazo.
– Necesito hacerte una pregunta -dijo en voz baja-. ¿Alguna de tus compañías se ha dedicado a investigar clandestinamente el diseño de unidades de realidad virtual para ondas cerebrales personales?
– Eso es ilegal, teniente.
– Vamos, Roarke.
– No. Hubo un tiempo en que me habría aventurado en un buen número de negocios dudosos. Pero ése no habría sido uno de ellos. Y no -repitió, adelantándose a ella-, mi modelo de realidad virtual tiene un diseño universal, no individual. Sólo los programas pueden ser personalizados para un determinado usuario. Estás hablando de algo de un coste elevadísimo, logísticamente complicado y que supondría demasiados quebraderos de cabeza.
– Eso me figuraba. -Relajó los músculos-. Pero ¿podría hacerse?
Él hizo una pausa, luego se encogió de hombros.
– No tengo ni idea. Tendrías que contar con la colaboración del individuo o tener acceso al escáner de su cerebro. Eso también supone la aprobación personal y el consentimiento de éste. Y entonces… no tengo ni idea -repitió.
– Si pudiera hablar con Feeney a solas. -Eve trató de avisar entre la multitud que daba vueltas al detective experto en electrónica.
– Tómate la noche libre, teniente. -Roarke le deslizó un brazo por la cintura-. Mavis está a punto de actuar.
– Está bien. -Ella se obligó a dejar a un lado la preocupación mientras Jess se acomodaba ante su consola y tocaba unas notas introductorias. Mañana, se prometió, y se puso a aplaudir cuando Mavis apareció bailando en el escenario.
De pronto sus inquietudes se desvanecieron, fundiéndose en el estallido de energía y profunda satisfacción que emanaba de Mavis, mientras las luces, la música y el talento se combinaban en un vertiginoso calidoscopio.
– Es buena, ¿verdad? -Eve le había cogido sin darse cuenta del brazo, como una madre a su niño en el patio de la escuela-. Es algo diferente y extraño, pero bueno.
– Ella es todo eso. -La disonante mezcla de notas, efectos sonoros y voces no serían nunca la música preferida de Roarke, pero se sorprendió sonriendo-. Ha cautivado al público. Puedes relajarte.
– Ya lo estoy.
Él rió y la abrazó aún más.
– Si llevaras botones, te saltarían -le susurró, sin importarle tener que hablarle al oído para hacerse oír. Y ya que estaba allí añadió una sugestiva proposición para después de la fiesta.
– ¿Cómo? -Ella se excitó al oírla-. Creo que ese acto en particular es ilegal en este estado. Consultaré mi código y me pondré en contacto contigo. Corto. -Y alzó un hombro en reacción cuando Roake empezó a mordisquearle y lamerle el lóbulo de la oreja.
– Te deseo -susurró él. Y la lujuria le erizó la piel como un sarpullido apremiante-. Y quiero poseerte ahora mismo.
– No hablas en serio -empezó ella, pero comprobó que sí lo hacía cuando la besó en la boca de un modo frenético y urgente. Se le aceleró el pulso y sintió que le fallaban las piernas. Logró apartarse ligeramente, sin aliento y atónita, y a punto de ruborizarse. No todo el mundo estaba absorto en Mavis-. Contrólate. Estamos en un acto público.
– Pues vayámonos de aquí. -Él estaba excitado, dolorosamente empalmado. Dentro de él había un lobo listo para abalanzarse sobre ella-. Hay un montón de habitaciones privadas en esta casa.
Ella se habría echado a reír si no hubiera percibido la urgencia que vibraba dentro de él.
– Domínate, Roarke. Es el gran momento de Mavis. No vamos a encerrarnos en un cuarto de baño como un par de adolescentes cachondos.
– Ya lo creo que sí. -Medio ciego, la condujo entre la multitud mientras ella balbuceaba una protesta.
– Es una locura. ¿Qué eres, un robot de placer? Puedes contenerte perfectamente un par de horas.
– Al demonio. -Roarke abrió de golpe una puerta y la empujó dentro de lo que era realmente un cuarto de baño-. Tiene que ser ahora, maldita sea.