Tenían que llegar.
Capítulo 11
Sandy se puso delante de él, sonriendo, tapándole la luz a propósito para provocarle. Su cabello rubio colgaba a cada lado de su rostro pecoso y le rozaba las mejillas.
– ¡Eh! Tengo que leer… este informe… Yo…
– Qué aburrido eres, Grace. ¡Siempre tienes que leer! -Le dio un beso en la frente-. ¡Leer, leer, leer, trabajar, trabajar, trabajar! -Le dio otro beso en la frente-. ¿Es que ya no te gusto?
Llevaba un vestido de tirantes brevísimo, los pechos casi sobresalían por el escote; vislumbró sus piernas largas y bronceadas, el dobladillo a la altura de los muslos, y, de repente, se puso cachondo.
Extendió los brazos para cogerle la cara, la acercó a él, miró esos ojos azules y confiados y se sintió increíble, intensa, profundamente enamorado de ella.
– Te adoro -le dijo.
– ¿Sí, Grace? -dijo ella, coqueteando-. ¿De verdad me adoras más que a tu trabajo? -le preguntó, y echó la cabeza hacia atrás e hizo un mohín con los labios, socarronamente.
– Te quiero más que a nada en el…
De repente, oscuridad. Como si alguien hubiera apagado la luz.
Grace oyó el eco de su voz en el aire frío y vacío.
– ¡Sandy! -gritó, pero el sonido quedó atrapado en su garganta.
La luz del sol se transformó en un débil resplandor naranja; el alumbrado de la calle se filtraba por las cortinas del dormitorio.
La pantalla del reloj digital marcaba las 3.02.
Estaba sudando y tenía los ojos muy abiertos y el corazón desbocado en el pecho, como una boya en una tormenta. Oyó un golpeteo de un cubo de basura: un gato o un zorro que escarbaban. Al cabo de unos momentos, oyó el motor de un diesel, seguramente sería el vecino que vivía tres puertas más abajo; conducía un taxi y trabajaba hasta tarde.
Durante algunos momentos, se quedó quieto. Cerró los ojos, calmó la respiración e intentó volver a dormirse, aferrándose tanto como pudo al recuerdo. Como todos los sueños recurrentes que tenía sobre Sandy, le pareció muy real. Como si aún estuvieran juntos, pero en una dimensión distinta. Si pudiera encontrar el modo de localizar la puerta y cruzarla, volverían a estar juntos de verdad, estarían bien, serían felices.
Tan felices, maldita sea.
Una gran tristeza se apoderó de él. Luego se convirtió en terror, cuando comenzó a recordar. El periódico. Ese maldito titular de anoche en el Argus. Lo estaba recordando todo. Dios. Dios mío. ¿Qué diablos iban a decir los periódicos de la mañana? Podía hacer frente a las críticas, pero enfrentarse al ridículo era más complicado. Ya había aguantado palos de varios agentes por sus escarceos con lo sobrenatural. El anterior jefe de policía, que también sentía una curiosidad genuina por lo paranormal, le había advertido de que expresar sus intereses abiertamente podía perjudicar sus perspectivas de ascenso:
– Todo el mundo sabe que eres un caso especial, Roy, por haber perdido a Sandy. Nadie va a criticarte por remover cielo y tierra. Todos haríamos lo mismo si estuviéramos en tu lugar, pero tienes que mantener esto en el ámbito privado, no puedes traértelo al trabajo.
En ocasiones, pensaba que la estaba olvidando, que volvía a ser fuerte. Luego se producían momentos como éste, en los que se daba cuenta de que apenas había avanzado. Sólo deseaba desesperadamente haber podido abrazarla, acurrucarla, hablar del problema. Sandy era de esas personas que veían el vaso medio lleno, siempre positiva y muy sensata. Le había ayudado a enfrentarse a un tribunal disciplinario en sus primeros tiempos en el cuerpo, debido a un caso que podría haber acabado con su carrera. La Autoridad policial de quejas y demandas lo había acusado de uso de fuerza excesiva en la detención de un atracador. Lo habían exculpado, en gran parte por seguir los consejos de Sandy. Ella habría sabido exactamente qué debía hacer ahora.
A veces, se preguntaba si estos sueños eran intentos de Sandy de comunicarse con él. Desde donde estuviera.
Jodie, su hermana, le decía que había llegado el momento de seguir adelante, que tenía que aceptar que Sandy estaba muerta, sustituir su voz del contestador, sacar su ropa del dormitorio y sus cosas del baño. En resumen -y Jodie podía resumir mucho-, dejar de vivir en esa especie de santuario de Sandy; empezar de nuevo.
Pero ¿cómo podía seguir adelante? ¿Y si Sandy estaba viva y algún maniaco la retenía contra su voluntad? Tenía que seguir buscando, seguir con el expediente abierto, seguir actualizando las fotografías que mostraban qué aspecto tendría ahora, seguir examinando todos los rostros con los que se cruzaba por la calle o veía entre la multitud. Continuaría hasta…
Hasta que lo resolviera.
La mañana de su treinta cumpleaños, Sandy lo despertó con una bandeja en la que había una tarta minúscula con una sola vela, una copa de champán y una tarjeta de cumpleaños muy guarra. Abrió los regalos que le dio y luego, hicieron el amor. Él se marchó de casa más tarde de lo habitual, a las nueve y cuarto, y llegó a su despacho de Brighton tarde a una reunión informativa sobre un caso de asesinato. Había prometido volver a casa temprano, salir a cenar para celebrarlo con otra pareja: su mejor amigo en aquella época, Dick Pope, quien también era detective, y su mujer, Leslie, con la que Sandy se llevaba bien; pero fue un día ajetreado y llegó a casa casi dos horas más tarde de lo planeado. No había rastro de Sandy.
Al principio, pensó que se había enfadado con él por haber llegado tan tarde y que así expresaba su protesta. La casa estaba ordenada, su coche y su bolso no estaban y no había señales de lucha.
Luego, veinticuatro horas después, encontraron su coche en el parquin de estacionamiento limitado del aeropuerto de Gatwick. Se habían realizado dos transacciones con su tarjeta de crédito la mañana de su desaparición, una de 7,50 libras en un Boots y otra de 16,42 en gasolina en el Tesco de la ciudad. No se había llevado ropa ni ningún otro tipo de pertenencia.
Sus vecinos de la tranquila calle residencial donde vivían, justo detrás del paseo marítimo, no habían visto nada. En la casa de al lado, habitaba una familia griega alegre y simpática que regentaba un par de cafeterías en la ciudad, pero estaban de vacaciones, y al otro lado vivía una anciana viuda con problemas de oído, que dormía con el televisor encendido a todo volumen. Ahora mismo, a las cuatro menos cuarto de la madrugada, oía una serie de policías americana a través de la pared medianera que separaba sus casas pareadas. Las pistolas disparaban, los neumáticos chirriaban, las sirenas ululaban. La anciana no había visto nada.
La única persona que podía haber observado algo era Noreen Grinstead, la vecina de enfrente. Era una mujer de sesenta años, nerviosa, a quien no se le escapaba ningún detalle y que conocía la vida de todo el mundo que vivía en aquella calle. Cuando no se ocupaba de su marido, Lance, que cada día estaba peor de su alzhéimer, salía siempre al jardín con los guantes de goma amarillos a lavar su Nissan plateado o a regar y fregar la entrada, o las ventanas de la casa, o cualquier otra cosa que hubiera que lavar o no. Incluso sacaba cosas de la casa para limpiarlas en la entrada.
Muy poco escapaba a su vista; pero, de algún modo, la desaparición de Sandy sí lo hizo.
Grace encendió la luz, se levantó de la cama y se detuvo a mirar la fotografía de él y de Sandy que había sobre el tocador. Estaba tomada en un hotel de Oxford durante una conferencia sobre huellas de ADN, unos meses antes de que desapareciera. Él estaba recostado en una chaise-longue, vestido con traje y corbata. Sandy, con un traje de noche, estaba apoyada en él, con el pelo recogido en tirabuzones rubios, ofreciéndole su eterna sonrisa incontenible a un camarero al que habían secuestrado para que les sacara la foto.