Y su nuevo despacho era demasiado pequeño.
Las tres docenas de mecheros antiguos que formaban su querida colección estaban amontonados en la repisa que había entre su mesa y la ventana que, a diferencia de las bonitas vistas del despacho de Alison Vosper, daba al aparcamiento y al bloque de celdas que había más allá. Dominando la pared que tenía detrás, estaba el gran reloj redondo de madera que había formado parte del decorado de la comisaría de policía ficticia de The Bill. Sandy se lo había comprado cuando cumplió veintiséis años.
Debajo, exhibía una trucha disecada de tres kilos trescientos gramos que había pescado en una visita a Irlanda hacía algunos años. La colgó debajo del reloj para tener un chiste que contar a los detectives que trabajaban bajo su mando, sobre la paciencia y los peces gordos.
Alineados al otro lado y un poco apretujados, había varios diplomas enmarcados y una fotografía de grupo con la leyenda «Escuela de policía Bramshill. Gestión de delitos graves y reincidentes. 1997», y dos caricaturas de él en el centro de operaciones de la policía, dibujadas por un compañero que había dado la espalda a su verdadera vocación. La pared de enfrente estaba ocupada por estanterías repletas de una parte de su colección de libros sobre ocultismo y por archivadores.
Abarrotaban su mesa en forma de L: el ordenador, bandejas de entrada y salida desbordadas, el Blackberry montones separados de cartas, algunas ordenadas, la mayoría no, y la última edición de la revista Huella total. Saliendo del desorden había una cita enmarcada: «No ascendemos al nivel de nuestras habilidades, caemos al nivel de nuestras excusas».
El resto del espacio del despacho estaba ocupado por un televisor y un vídeo, una mesa redonda, cuatro sillas y pilas de expedientes y papeles sueltos, y por su mochila de piel, que contenía su equipo de la escena del crimen. Su maletín estaba abierto sobre la mesa; el móvil, un dictáfono y un fajo de transcripciones que anoche se había llevado a casa estaban al lado.
Tiró la mitad del sándwich a la basura. No tenía apetito. Bebió un sorbo de café, abrió los últimos mensajes de correo electrónico, luego volvió a entrar en la página de la policía de Sussex y miró la lista de expedientes que había heredado con su ascenso.
Cada expediente contenía los detalles de un asesinato sin resolver. Representaba una pila de unas veinte cajas de carpetas, quizás incluso más, amontonadas en un despacho, o atiborrando armarios, o guardadas bajo llave, llenándose de moho en un garaje húmedo de la policía en la comisaría de la zona donde ocurrió el asesinato. Los expedientes contenían fotografías de la escena del crimen, informes forenses, bolsas con pruebas, declaraciones de testigos, transcripciones de juicios, todo organizado en fajos ordenados y protegido con cintas de colores. Ésta era una de sus nuevas competencias, volver a investigar los asesinatos sin resolver del condado, en busca de cualquier cosa que pudiera haber cambiado en el transcurso de los años y que justificara reabrir el caso.
Se sabía la mayoría del contenido de memoria: las ventajas de su memoria casi fotográfica, con la que había superado los exámenes tanto en el colegio como en la policía. Para él, cada fajo representaba más que una vida humana que había sido arrebatada o un asesino que seguía libre; simbolizaba algo muy cercano a su propio corazón. Significaba que una familia había sido incapaz de enterrar su pasado, porque nunca se había resuelto un misterio, nunca se había hecho justicia. Y sabía que, como algunos de estos expedientes tenían más de treinta años, él era la última esperanza que seguramente les quedaba a la víctima y a sus familiares.
Richard Ventnor, un veterinario gay apaleado hasta la muerte en su consulta, doce años atrás. Susan Downey, una chica guapa violada y estrangulada cuyo cuerpo abandonaron en un cementerio hacía quince años. Pamela Chisholm, una viuda rica hallada muerta tras un accidente de coche, aunque las heridas no se correspondían con un accidente de tráfico. Los huesos de Pratan Gokhale, un niño indio de nueve años, que habían encontrado debajo de las tablas del suelo del piso de un presunto pederasta, que se había esfumado hacía tiempo. Eran tan sólo unos pocos de los muchos casos que Grace recordaba.
Aunque estaban enterrados, o sus cenizas se habían esparcido hacía años, para ellos las circunstancias también cambiaban. La tecnología había introducido los análisis de ADN, que aportaban nuevas pruebas y nuevos sospechosos. Internet ofrecía nuevas formas de comunicación. Las lealtades habían cambiado. Habían surgido nuevos testigos de quién sabía dónde. La gente se había divorciado o peleado con sus amigos. Alguien que no hubiera testificado contra un colega veinte años atrás ahora lo odiaba. Los expedientes de asesinato nunca se cerraban. «Tiempo lento», lo llamaban.
Sonó el teléfono. Era la ayudante de gestión que compartía con su superior inmediato, la subdirectora; le preguntaba si quería atender la llamada de un detective. Todo el rollo de la corrección política le irritaba cada vez más y más, y era especialmente acusado en el cuerpo de policía. No hacía tanto tiempo que las llamaban secretarias, y no «ayudantes de gestión».
Le dijo que se lo pasara y al cabo de unos momentos oyó una voz familiar. Era Glenn Branson, un sargento inteligente con el que había trabajado varias veces en el pasado, implacablemente ambicioso y muy astuto -además de ser una enciclopedia de cine ambulante. Glenn Branson le caía muy bien. Seguramente era el amigo más íntimo que tenía.
– ¿Roy? ¿Cómo estás? Te he visto hoy en los periódicos.
– Ya, vete a la mierda. ¿Qué quieres?
– ¿Estás bien?
– No, no estoy bien.
– ¿Estás ocupado ahora mismo?
– ¿Cómo defines ocupado?
– ¿Alguna vez en tu vida has respondido sin una pregunta?
Grace sonrió.
– ¿Y tú?
– Oye, una mujer me está dando la lata… por su prometido. Parece que una broma en una despedida de soltero ha acabado muy mal y lleva desaparecido desde el martes por la noche.
Grace tuvo que comprobar mentalmente la fecha. Hoy era jueves por la tarde.
– Cuéntame.
– Creía que hoy estarías en el juzgado. Te he llamado al móvil, pero lo tienes desconectado.
– Estoy almorzando. Tengo descanso, el juez Driscoll repasa hoy a puerta cerrada los alegatos de la defensa.
Uno de los mayores inconvenientes de llevar una acusación a juicio era el tiempo que consumía. Grace, debido a su cargo, tenía que estar en la sala o seguir de cerca todo el juicio. Era probable que éste durara unos tres meses, gran parte de los cuales su trabajo se limitaba a rondar por allí.
– No me parece que se trate de una investigación normal de desaparición. Me gustaría hacerte unas consultas. ¿Estás libre esta tarde, por casualidad? -preguntó Glenn Branson.
A cualquier otra persona, Grace le habría contestado que no, pero sabía que Glenn Branson no era de los que te hacían perder el tiempo… y Dios santo, ahora mismo, se alegraba de tener una excusa para salir del despacho, incluso con este tiempo de mierda.
– Claro, puedo hacerte un hueco.
– Genial -Hubo una pausa breve, luego Glenn Branson dijo-: Mira, podemos quedar en el piso de este tipo, creo que estaría bien que lo vieras por ti mismo. Puedo conseguir la llave y verte allí.
Branson le dio la dirección.
Grace miró la hora, luego consultó la agenda de su Blackberry.
– ¿Qué te parece si nos vemos allí a las cinco y media? Después podríamos ir a tomar una copa.
– No tardarás tres horas en llegar… Vaya, supongo que un hombre de tu edad tiene que comenzar a tomarse las cosas con calma. Hasta luego.
Grace hizo una mueca. No le gustaba que le recordaran que su cuadragésimo cumpleaños estaba al caer. Le desagradaba la idea de cumplir cuarenta años, que era una edad en la que la gente hacía balance de su vida. Había leído en algún sitio que cuando llegabas a los cuarenta, habías alcanzado la forma que iba a tener tu vida para siempre. No sabía por qué, pero tener treinta y ocho años estaba bien, pero cumplir treinta y nueve significaba que rondabas indiscutiblemente los cuarenta. Y no hacía tanto, él consideraba que la gente de cuarenta años era vieja. Mierda.