Volvió a mirar la lista de expedientes de la pantalla. A veces, se sentía más unido a estas personas que a nadie. Veinte víctimas de homicidios que dependían de él para que llevara a sus asesinos ante la justicia. Veinte fantasmas que ocupaban la mayoría de sus pensamientos de día y, a veces, también vagaban por sus sueños de noche.
Capítulo 14
Podía utilizar un coche compartido, pero decidió coger su Alfa Romeo 147. A Grace le gustaba el sedán; le gustaban los asientos duros, la conducción firme, la funcionalidad casi espartana del interior, el ruido meloso del tubo de escape, la sensación de precisión, las esferas deportivas y brillantes del salpicadero. El vehículo tenía un aire de precisión acorde a su naturaleza.
Los limpiaparabrisas grandes y gruesos barrían la superficie, apartando la lluvia del cristal, los neumáticos silbaban sobre el asfalto y una canción alocada de Elvis Costello sonaba en el equipo de música. La carretera de circunvalación subía por una cadena de montañas y bajaba hacia un valle. A través de la cortina de lluvia, veía los edificios del complejo turístico costero de Brighton y Hove extendiéndose delante de él; detrás de la única chimenea que quedaba en pie de la vieja estación eléctrica de Shoreham, la franja gris y reluciente que apenas podía distinguirse del cielo, eso era el canal de la Mancha.
Había crecido aquí arriba, entre sus calles y sus delincuentes. Su padre solía recitarle de un tirón sus nombres, las familias que manejaban las drogas, los burdeles, los anticuarios de lujo deshonestos que comerciaban con joyas y muebles robados, los vendedores de televisores y reproductores de CD.
En su día, había sido un pueblo de contrabando. Luego, Jorge IV había construido un palacio a tan sólo un centenar de metros de la casa de su amante. Por alguna razón, Brighton nunca había logrado sacarse de encima sus antecedentes criminales y tampoco su reputación de lugar para fines de semana guarros; pero gracias a eso Brighton y Hove destacaban sobre cualquier otro centro turístico rural de Inglaterra, pensó Grace mientras ponía el intermitente y salía de la carretera de circunvalación.
Grassmere Court era un bloque de pisos de ladrillo rojo de unos treinta años de antigüedad, situado en un barrio de categoría de Hove, el distrito refinado de la ciudad. Daba a una carretera principal y detrás tenía un club de tenis. La edad de los residentes era variada, pero la mayoría eran solteros profesionales de veintitantos y treinta y tantos y ancianos de posición desahogada. En el folleto de una inmobiliaria seguramente estaría catalogado como «residencia altamente deseable».
Glenn Branson estaba esperando en el porche, alto, negro y calvo como una bola de billar, envuelto en una parca gruesa y hablando por el móvil. Parecía más un camello que un policía. Grace sonrió. El cuerpo enorme y musculoso tras años de culturismo de su compañero le recordó la descripción que hiciera el presentador Clive James de Arnold Schwarzenegger: un preservativo lleno de nueces.
– Eh, ¡perro viejo! -le saludó Branson.
– Corta el rollo, sólo soy siete años mayor que tú. Algún día también llegarás a mi edad y no te hará ninguna gracia -le respondió con una sonrisa.
Chocaron las palmas de las manos y, luego, frunciendo el ceño, Branson dijo:
– Estás horrible. De verdad. Lo digo en serio.
– No toda la publicidad me sienta bien.
– Sí, bueno, no he podido evitar ver que te has agenciado un par de columnas en los periodicuchos esta mañana…
– Tú y casi todo el planeta.
– Tío, para ser un veterano eres bastante estúpido, ¿sabías?
– ¿Estúpido?
– No espabilas, Grace. Sigue sacando la cabeza por el parapeto y algún día alguien te la va a volar de un tiro. Hay días en los que pienso que eres el mayor capullo que conozco.
Giró la llave en la cerradura de la puerta del edificio y empujó para abrirla.
– Gracias -dijo Grace, siguiéndolo adentro-, tú sí que sabes cómo animar a alguien. -Luego arrugó la nariz. Con los ojos vendados, siempre se sabía si estabas en un edificio antiguo. El olor universal de las alfombras gastadas, la pintura deteriorada, la verdura hirviendo tras una de las puertas cerradas-. ¿Cómo está tu señora? -preguntó mientras esperaban el ascensor.
– Muy bien.
– ¿Y los niños?
– Sammy es genial. Remi se está volviendo un diablillo.
Pulsó el botón del ascensor.
– No fue como lo ha pintado la prensa, Glenn -dijo Grace al cabo de unos momentos.
– Tío, lo sé porque te conozco. La prensa no te conoce, y aunque te conociera, le importa una mierda. Quiere una historia y fuiste lo suficientemente estúpido como para dársela.
Salieron del ascensor en el sexto piso. El apartamento estaba al final del pasillo. Branson abrió la puerta y entraron.
El lugar era pequeño; tenía un salón-comedor, una cocina estrecha con encimera de granito y fregadero circular de acero inoxidable y dos dormitorios, uno de los cuales hacía de estudio, con un Mac y un escritorio. El resto de la habitación-despacho estaba lleno de estanterías repletas, en su mayoría, de libros de bolsillo.
Al contrario que el exterior aburrido y los espacios comunes sosos, el piso desprendía un aire fresco y actual. Las paredes eran blancas, con un toque muy ligero de gris, y los muebles eran modernos, con una clara influencia japonesa. Había sofás bajos, grabados sencillos en las paredes, un televisor de pantalla plana con un reproductor de DVD debajo y un sofisticado equipo de música con altavoces altos y delgados. En el dormitorio principal había un futón, un armario con unas magníficas puertas de lamas, otro televisor de pantalla plana y mesitas de noche bajas con lámparas de última generación. Un par de zapatillas Nike descansaban en el suelo.
Grace y Branson se miraron.
– Bonita choza -dijo Grace.
– Vaya -dijo Branson-. La vida es bella.
Grace lo miró.
– Me la perdí en el cine. La vi por Sky. Una peli increíble, ¿la has visto?
Grace negó con la cabeza.
– Pasa todo en un campo de concentración. Va de un padre que convence a su hijo de que están jugando. Si ganan el juego, les dan un tanque. En serio te lo digo, me emocioné más que con La lista de Schindler y El pianista.
– No había oído hablar nunca de ella.
– A veces me pregunto en qué planeta vives.
Grace se quedó mirando una fotografía que había junto a la cama. Era de un hombre guapo, de veintiocho o veintinueve, rubio, con camiseta negra y vaqueros, que con el brazo rodeaba a una mujer muy atractiva de la misma edad y pelo largo y oscuro.
– ¿Es él?
– Y ella. Michael Harrison y Ashley Harper. Bonita pareja, ¿verdad?
Grace asintió sin dejar de mirarlos.
– Se casan el sábado. Al menos, ése es el plan.
– ¿Qué quieres decir?
– Si es que aparece, quiero decir. Ahora mismo la cosa no pinta demasiado bien.
– ¿Dices que no se sabe nada de él desde el martes por la noche? -Grace miró por la ventana. Abajo, las vistas daban a una calle ancha azotada por la lluvia y llena de coches. Apareció un autobús-. ¿Qué sabes de él?
– Es un chico de Brighton a quien le han ido muy bien las cosas. Es promotor inmobiliario. Un pez gordo. Inmobiliaria Doble M. Tiene un socio que se llama Mark Warren. Recientemente han levantado un proyecto de la hostia, un viejo almacén en el puerto de Shoreham. Treinta y dos pisos, todos vendidos sobre plano. Llevan siete años en el negocio, han hecho un montón de cosas en la zona, rehabilitaciones y algunas construcciones nuevas. La chica es la secretaria de Michael, una tía lista, muy guapa.