Le sonó el móvil. Era la madre de Michael, la tercera llamada de aquella tarde y la enésima del día. Estuvo tan indefectiblemente cortés y agradable como siempre. Seguía sin tener noticias de Michael, le dijo él. Era horrible, no tenía ni idea de qué le había sucedido, el plan era simplemente ir de bares, no imaginaba dónde podría estar Michael ahora.
– ¿Crees que podría estar con otra mujer? -le preguntó Gill Harrison con su voz tímida y ronca.
Siempre se había llevado bastante bien con ella, tanto como era posible. Su marido se había suicidado antes de que él y Michael se conocieran, y su socio decía que su madre se había encerrado en sí misma y nunca había vuelto a salir. Por las fotos que había de ella en la casa, había sido bastante guapa de joven, una rubia explosiva; sin embargo, desde que Mark la conocía, su pelo había encanecido prematuramente y tenía la cara seca y arrugada de fumar un cigarrillo tras otro y el alma mustia.
– Supongo que todo es posible, señora Harrison -contestó Mark, que se quedó pensando un momento, eligiendo las palabras con cuidado-, pero adoraba a Ashley.
– Es una chica encantadora.
– Lo es, estaríamos perdidos sin ella. Es la mejor secretaria que hemos tenido. -Jugueteó con el ratón un momento, moviendo el cursor ociosamente por la pantalla-. Pero ya sabe que a veces la bebida lleva a los hombres a hacer cosas irracionales…
Tras pronunciar esas palabras, lamentó al instante haberlas dicho. ¿No le había dicho Michael una vez que su padre estaba borracho cuando se suicidó?
Hubo un largo silencio.
– Creo que ya habría tenido tiempo suficiente de que se le pasara la borrachera -dijo ella entonces, muy plácidamente-. Michael es una persona buena y leal. Hiciera lo que hiciera estando bebido, jamás le haría daño a Ashley. Ha tenido que ocurrirle algo, si no, habría llamado. Conozco a mi hijo. -Dudó-. Ashley lo está pasando fatal. ¿Cuidarás de ella?
– Claro.
Luego, hubo otro silencio.
– ¿Cómo está Josh?
– Igual. Zoe está en el hospital con él. Iré a hacerle compañía en cuanto acabe en el despacho.
– ¿Me llamarás en cuanto sepas algo?
– Claro.
Mark colgó, bajó la mirada a la mesa, cogió un documento y algo que había debajo atrajo su atención. Su Palm.
Y mientras la miraba, un sudor frío le recorrió el cuerpo. «Mierda», pensó. «Mierda, mierda, mierda.»
Capítulo 16
Después de despedirse del comisario Grace, Glenn Branson cruzó la ciudad en el coche compartido que había cogido, un Opel azul que apestaba a desinfectante; resultado de que alguien vomitara o sangrara dentro la última vez que lo habían usado. Lo estacionó en la plaza que le correspondía del aparcamiento que había detrás del edificio anodino de la comisaría de policía de Brighton, entró por la puerta trasera y subió las escaleras de piedra hasta el despacho que compartía con otros diez detectives.
Eran las seis y veinte de la tarde. Técnicamente, esta semana terminaba el turno todos los días a las seis, pero estaba agobiado con el papeleo de una importante redada de drogas ocurrida el lunes y tenía permiso para hacer horas extras; además, necesitaba el dinero. De todos modos, hoy sólo iba a trabajar una hora más, hasta las siete. Ari iba a salir, tenía otro de sus cursos de autosuperación. Los lunes iba a clases nocturnas de literatura inglesa; los jueves, de arquitectura. Desde que había nacido su hija Remi, le entró pánico ante lo que ella consideraba su falta de formación y le dio miedo no ser capaz de contestar las preguntas de sus hijos cuando crecieran.
Aunque la mayoría de los ordenadores estaban apagados, ninguna de las mesas estaba recogida. Como siempre, parecía que todos los ocupantes de los cubículos vacíos los hubieran abandonado apresuradamente y fueran a volver enseguida.
Sólo quedaban dos compañeros trabajando: el detective Nick Nicholl, de casi treinta años, alto como un pino, policía entusiasta y delantero de fútbol rápido, y la sargento Bella Moy, de treinta y cinco años, rostro alegre y cabellera castaña enmarañada.
Ninguno de los dos lo saludó. Pasó por delante de Nick Nicholl, que estaba muy concentrado rellenando un formulario, la boca fruncida como un chico en un examen mientras escribía en mayúsculas con un bolígrafo. Bella miraba fijamente su pantalla de ordenador y, con la mano izquierda, como un autómata, cogía Maltesers de una caja que había sobre la mesa y se los llevaba a la boca. Era una mujer delgada, pero comía más que cualquier ser humano que Glenn Branson hubiera visto en su vida.
Mientras se sentaba a su mesa vio que la luz de mensajes parpadeaba, como siempre. Ari, su mujer, Sammy, su hijo de ocho años, y Remi, su hija de tres, le sonreían desde la fotografía que tenía en el escritorio.
Miró su reloj, ya que debía controlar la hora. Ari se enfadaba si llegaba tarde y se perdía el principio de la clase. Y, además, no era mucho pedir: había pocas cosas que valorara tanto como pasar tiempo con sus hijos. Entonces, sonó el teléfono.
Llamaban de recepción. Una mujer llevaba esperando una hora para verle y no iba a marcharse. ¿Le importaría hablar con ella? Todos los demás estaban ocupados.
– ¿Y yo no estoy ocupado? -le dijo Glenn a la recepcionista, dejando que la irritación asomara a su voz-. ¿Qué quiere?
– Tiene que ver con el accidente del martes, el novio desaparecido.
Suavizó el tono al instante.
– Vale. De acuerdo, bajaré.
A pesar de su tez blanquecina, Ashley Harper era exactamente igual de hermosa en persona que en la fotografía que había visto en el piso de Michael Harrison. Vestía unos vaqueros de diseño, con un cinturón de pedrería, y llevaba un bolso estiloso. La condujo a una sala de interrogatorios, sirvió un café para cada uno, cerró la puerta y se sentó frente a ella. Como todas las salas de interrogatorio, aquélla era pequeña y no tenía ventanas, estaba pintada de un color verde claro triste, tenía moqueta marrón y sillas y mesa metálicas grises y apestaba a humo rancio de cigarrillo.
Ashley dejó el bolso en el suelo. Unos ojos verdes preciosos enmarcados por el rímel corrido lo miraban desde un rostro pálido, apesadumbrado por el dolor. Le caían mechones de pelo castaño sobre la frente y el resto de la cabellera descendía con una sola onda a cada lado de la cara y sobre los hombros. Llevaba las uñas perfectas, como si viniera de hacerse la manicura. Su aspecto era inmaculado, lo que le sorprendió un poco. Las personas que se encontraban en su estado normalmente no se preocupaban por su aspecto, pero ella iba vestida para matar.
Al mismo tiempo, sabía lo difícil que era entender a las mujeres. Una vez, cuando su relación con Ari pasó por una etapa de incertidumbre, ella le había regalado el libro Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus. Le había ayudado a comprender un poco mejor el abismo mental que separaba a hombres y mujeres (pero no en su totalidad).
– Es difícil dar con usted -le dijo ella, y ladeó la cabeza, apartándose el largo pelo castaño de los ojos-. Le he dejado cuatro mensajes.
– Sí, lo siento. -Levantó las manos-. Dos de los hombres de mi equipo están enfermos y dos más se encuentran de vacaciones. Entiendo cómo debe de sentirse.
– ¿Sí? ¿Tiene idea de cómo me siento? Se supone que el sábado me caso y mi prometido está desaparecido desde el martes por la noche. Tenemos la iglesia reservada, el modisto va a venir para una prueba, hay doscientas personas invitadas y no dejan de llegar regalos de boda. ¿Tiene idea de cómo me siento?