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Las lágrimas resbalaron por las mejillas de la chica. Se sorbió la nariz, buscó en su bolso y sacó un pañuelo.

– Mire, lo siento. He estado trabajando en la desaparición de… Michael…, su prometido, desde que hemos hablado esta mañana.

– ¿Y? -preguntó secándose los ojos.

Él meció su taza de café, que estaba demasiado caliente como para bebérselo. Tenía que dejar que se enfriará.

– Me temo que aún no hay nada -dijo, aunque aquello no era estrictamente cierto, pero quería escuchar lo que la chica tenía que decir.

– ¿Qué están haciendo exactamente?

– Como le he dicho esta mañana por teléfono, habitualmente, cuando alguien desaparece…

Ella le interrumpió.

– Por el amor de Dios, esto no es habitual. Michael lleva desaparecido desde el martes por la noche. Cuando no estamos juntos, me llama cinco, diez veces al día. Han pasado ya dos días. Dos putos días, ¡por el amor de Dios!

Branson examinó su rostro con detenimiento, en busca de algo que la delatara, pero no encontró nada. Sólo era una joven desesperada por obtener noticias de su amado. O -él siempre tan cínico- una actriz estupenda.

– Escúcheme, ¿de acuerdo? En circunstancias normales, dos días no son suficiente para alarmarse, pero estoy de acuerdo en que, en esta situación, hay algo extraño.

– Le ha pasado algo, ¿vale? No se trata de una situación normal de alguien que desaparece. Sus amigos le hicieron algo, lo pusieron en algún sitio, lo mandaron a algún sitio, no sé qué diablos le hicieron… Yo… -balbució.

La chica bajó la cabeza como para ocultar las lágrimas; buscó su bolso, lo encontró, sacó un pañuelo y se secó los ojos, sin dejar de negar con la cabeza.

Glenn se emocionó. La chica no tenía ni idea y aquél no era momento de decírselo.

– Estamos haciendo todo lo que podemos para encontrar a Michael -le dijo con dulzura.

– ¿El qué, por ejemplo? ¿Qué están haciendo?

Su dolor se levantó momentáneamente, como si lo llevara recogido como un velo. Luego, otro mar de lágrimas y sollozos hondos y espasmódicos.

– Hemos inspeccionado las inmediaciones del lugar donde se produjo el accidente y aún hay agentes allí. A veces, la gente se desorienta después de un accidente, así que estamos registrando todos los alrededores y también hemos emitido una alerta urgente. Hemos informado a todos los cuerpos policiales. A los aeropuertos y puertos marítimos…

De nuevo, ella volvió a interrumpirle.

– ¿Cree que se ha largado? ¡Dios santo! ¿Por qué haría eso?

– ¿Qué ha almorzado hoy? -le preguntó utilizando una técnica sutil que había aprendido de Roy Grace para saber si alguien mentía.

Ella lo miró sorprendida.

– ¿Que qué he almorzado hoy?

– Sí.

La miró fijamente a los ojos. Se movieron hacia la derecha: modo «Recuerdo».

El cerebro humano se divide en dos hemisferios, el derecho y el izquierdo. En uno se almacenan los recuerdos y en el otro tienen lugar los procesos creativos. Cuando se le pregunta algo a alguien, sus ojos se mueven casi invariablemente hacia el hemisferio que está utilizando. Algunas personas almacenan los recuerdos en el hemisferio derecho y otras en el izquierdo; el hemisferio creativo es el opuesto.

Cuando alguien dice la verdad, sus ojos se mueven hacia el hemisferio de los recuerdos; cuando miente, hacia el de la creatividad. Branson había aprendido a distinguir cuál era cuál observando los ojos ante la respuesta a una pregunta de control sencilla como la que acababa de formular, donde la necesidad de mentir sería inexistente.

– Hoy no he almorzado.

Ahora le pareció el momento oportuno de decírselo.

– ¿Hasta qué punto conoce el negocio de su prometido, señorita Harper?

– Fui su secretaria durante seis meses. Creo que no hay demasiado que yo no sepa.

– Entonces, ¿sabe lo de su empresa en las islas Caimán?

Auténtica sorpresa en su rostro. Sus ojos lanzaron una mirada a la izquierda. Modo «Construcción». Estaba mintiendo.

– ¿En las islas Caimán? -dijo ella.

– Él y su socio. -Hizo una pausa, sacó su libreta y pasó varias páginas-. Mark Warren. ¿Está al tanto de la empresa que tienen allí? Inmobiliaria Internacional HW.

Ella lo miró en silencio.

– ¿Inmobiliaria Internacional HW? -repitió.

– Eso es.

– No, no sé nada de eso.

Él asintió.

– De acuerdo.

Se había producido un cambio sutil en el tono de la voz de Ashley Harper. Gracias a las enseñanzas de Roy Grace sabía lo que significaba.

– ¿Me cuenta más?

– No sé mucho más, esperaba que me lo dijera usted.

Sus ojos lanzaron otra mirada a la izquierda. Otra vez el modo «Construcción».

– No -dijo ella-. Lo siento.

– De todos modos, seguramente no será importante -advirtió el policía-. Después de todo, ¿quién no quiere evitar al fisco?

– Michael es astuto. Es un hombre de negocios listo, pero jamás haría algo ilegal.

– No es lo que insinúo, señorita Harper. Intento establecer que quizá no lo sepa todo sobre el hombre con el que va a casarse, eso es todo.

– ¿Qué quiere decir?

De nuevo, Glenn levantó las manos. Eran las siete menos cinco. Tenía que marcharse.

– No tiene por qué querer implicar nada necesariamente, pero es algo que debemos tener en cuenta.

Le ofreció una sonrisa, pero ella no se la devolvió.

Capítulo 17

En la pantalla inestable del televisor de la caseta prefabricada, caóticamente desordenada y anexa a la casa de su padre a las afueras de Lewes, con vistas al depósito lleno de coches accidentados, Davey veía la serie de policías americana Ley y orden. Su personaje favorito, un poli perspicaz llamado detective Reynaldo Curtis, miraba a un delincuente, agarrándolo por la papada con el puño cerrado.

– Te tengo controlado, ¿entiendes lo que te digo? -le dijo con un gruñido.

Davey, con sus vaqueros anchos y la gorra de béisbol bien calada, estaba tumbado en su sofá andrajoso masticando un Twinkie de una remesa que le llegaba todas las semanas de Estados Unidos por correo.

– ¡Sí, cerdo! Te tengo controlado, ¿entiendes lo que te digo? -gritó.

Los restos de la cena de Davey -un cuarto de libra y patatas fritas- descansaban en las losetas de alfombra onduladas entre montones de basura, la mayor parte de la cual la había rescatado trabajando con su padre y cubría casi cada centímetro del suelo, el estante y la mesa de sus dominios.

A su lado, estaban los trozos del walkie-talkie que había encontrado hacía un par de noches. Quería intentar arreglarlo, pero aún no había encontrado el momento. Por hacer algo, cogió la caja principal y la miró.

La cubierta estaba muy dañada. Había un trozo de plástico suelto con rebordes y dos pilas AAA que había recogido de la carretera cuando se le había caído. Su intención había sido repararlo, pero por algún motivo se le había ido de la cabeza. Se le iban de la cabeza muchas cosas. La mayoría le venían a la mente con la misma rapidez con que se marchaban.

Cosas.

Siempre había cosas que no tenían sentido.

La vida era un rompecabezas al que siempre le faltaban piezas. Las importantes. Ahora había cuatro piezas para el rompecabezas del walkie-talkie. La caja rota, las dos pilas y la cosa que parecía una tapa.

Se acabó el Twinkie, lamió el envoltorio y lo tiró al suelo.

– ¿Entiendes lo que te digo? -le dijo a nadie. Entonces, se inclinó hacia delante, recogió la caja de la hamburguesa y rebañó el kétchup con el dedo-. ¡Sí! Te tengo controlado, ¿entiendes lo que te digo?

Se rio. Comenzaron los anuncios. Una idiota mediática de voz melosa hablaba de las cuotas de una sociedad de crédito hipotecario. Davey empezó a impacientarse.

– Vamos, nena, ponme la serie otra vez -dijo.

Pero apareció otro anuncio. En la pantalla, un bebé gateaba por la moqueta hablando con voz grave de adulto. Davey se quedó mirando unos momentos, incapaz de moverse, preguntándose cómo podía ser que un bebé hablara así. Luego, su atención volvió a centrarse en el walkie-talkie. Tenía una antena plegable, que subió al máximo. Después, la volvió a bajar.