Luego volvió a enfocar la linterna hacia arriba, miró el agujero cada vez mayor que había escarbado en la madera encima de su cara, cogió el cinturón de cuero y, de nuevo, con la esquina de la hebilla de metal, se puso a rascar hacia delante y hacia atrás la teca dura -sabía lo suficiente sobre maderas como para saber que era teca, y que la teca era casi la madera más dura del mundo- con los ojos cerrados, doloridos, mientras las partículas de serrín le caían encima. Poco a poco, la hebilla fue calentándose más y más hasta que tuvo que parar para dejar que se enfriara.
«Lo siento, no puedo hablar. Me tiene controlado. ¿Entiendes lo que te digo?»
Michael frunció el ceño. ¿Quién coño era ese que ponía voz de americano?
¿Cómo podía pensar alguno de ellos que aquello era divertido? ¿Qué demonios le habían dicho a Ashley? ¿Y a su madre?
Al cabo de unos minutos, dejó de rascar, exhausto. Tenía que continuar, lo sabía. La deshidratación producía cansancio. Tenía que luchar contra el cansancio. Tenía que salir de esa puta caja. Tenía que salir y pillar a esos cabrones, y se las iban a pagar, joder.
Siguió esforzándose unos minutos más, rascando, a veces rozándose los nudillos, intentando tener los ojos bien cerrados para protegerse del serrín que caía y que hacía que le picara la cara, hasta que estuvo demasiado cansado para continuar. Dejó caer las manos y los músculos del cuello agarrotados se relajaron. Con suavidad, echó la cabeza hacia atrás.
Se quedó dormido.
Capítulo 19
Anocheció prematuramente. Mark aparcó el coche justo delante de una parada de autobús que quedaba un poco más arriba en la carretera, luego esperó unos momentos más. La calle ancha, lacada de negro por la lluvia torrencial, estaba tranquila, los coches pasaban con cuentagotas. No parecía que hubiera nadie paseando; que nadie fuera a verle.
Se puso una gorra de béisbol bien calada, se subió el cuello del anorak, corrió hacia el porche del edificio de Michael, mirando los coches aparcados por si había alguien sentado, oculto en la oscuridad. Michael siempre le decía a la gente que Mark era el hombre de los detalles en su empresa. Luego, matizaba la observación con un comentario que su socio odiaba: «Mark es increíblemente obsesivo»; pero sabía que Michael estaba en lo cierto. Aquélla era exactamente la razón por la que Inmobiliaria Doble M funcionaba tan bien, porque él era quien trabajaba de verdad. Su papel era examinar todos los detalles de los presupuestos del constructor, estar en la obra, aprobar cada uno de los materiales que se compraban, controlar los plazos y calcular el coste de los proyectos hasta el último penique. Mientras que Michael se pasaba la mitad del tiempo pavoneándose, persiguiendo a las mujeres, rara vez se tomaba algo muy en serio. El éxito del negocio se debía a él y sólo a él; sin embargo, Michael era el accionista mayoritario, sólo porque tenía más dinero para invertir cuando pusieron en marcha la empresa.
El panel de timbres tenía cuarenta y dos botones para escoger. Pulsó uno al azar, en un piso distinto del de Michael adrede. No contestó nadie. Lo intentó con otro, que llevaba el apellido «Maranello».
Al cabo de unos momentos, respondió una voz quebradiza de hombre con acento italiano.
– ¿Diga? ¿Sí? ¿Hola?
– Un paquete -gritó Mark.
– ¿Un paquete de qué?
– De FedEx. De Estados Unidos, para Maranello.
– ¿Qué? ¿Un paquete? Yo no… No.
Hubo un silencio momentáneo. Luego, el zumbido agudo del seguro eléctrico.
Mark empujó la puerta y entró. Fue directo al ascensor y subió a la sexta planta, luego recorrió el pasillo hasta el piso de Michael. Siempre dejaba una llave debajo del felpudo por si salía y olvidaba la suya dentro -lo cual le había sucedido una vez, borracho y desnudo. Para alivio de Mark, seguía ahí. Una única llave de seguridad, cubierta de pelusa.
Por precaución, llamó al timbre y esperó, observando el pasillo, inquieto por si aparecía alguien y lo veía. Luego abrió la puerta, entró, la cerró deprisa y sacó una pequeña linterna del bolsillo. El piso de Michael daba a la calle. Enfrente había otro bloque de pisos. Probablemente fuera seguro encender las luces, pero Mark no quería correr riesgos. Quizás ahí fuera había alguien observando.
Se quitó la gorra y el abrigo empapados y los colgó en los percheros de la pared. Luego esperó unos momentos, escuchando, nerviosísimo. A través de la pared medianera, oía lo que le pareció una música de marcha, procedente de un televisor con el volumen demasiado alto. Después, con la ayuda de la linterna, comenzó su búsqueda.
Primero entró en la habitación principal, el área del salón-comedor, iluminando cada superficie con la luz. Vio una pila de platos sucios en el aparador, una botella de Chianti medio vacía con el corcho metido de nuevo, luego la mesita de café, con el mando a distancia del televisor junto a un cuenco de cristal con una vela grande, parcialmente consumida. Un fajo de revistas: GQ, FHM, Yachts and Yachting. Al lado, una luz roja parpadeaba sin parar en el contestador automático.
Escuchó los mensajes. Había uno, de hacía tan sólo una hora, de la madre de Michael, con la voz nerviosa: «Hola, Michael, sólo llamo por si has vuelto».
Había otro de Ashley. Sonaba como si hablara desde el móvil en una zona de mala cobertura: «Michael, cariño, sólo llamo para ver si por casualidad has vuelto. Por favor, por favor, llámame en cuanto escuches esto. Te quiero muchísimo».
El siguiente era de un comercial que le preguntaba a Michael si querría aprovecharse de una nueva facilidad crediticia que el Barclays Bank ofrecía a los titulares de su tarjeta.
Mark siguió reproduciendo todos los mensajes, pero no había nada interesante. Miró en los dos sofás, las sillas, las mesas auxiliares, luego fue al estudio.
En la mesa delante del iMac sólo estaba el teclado, el ratón inalámbrico, una alfombrilla fosforescente para el ratón, un pisapapeles de cristal con forma de corazón, una calculadora, un cargador de móvil y un portalápices negro repleto de bolígrafos y lápices. Lo que estaba buscando no estaba allí. Tampoco estaba en las estanterías ni en ningún sitio del dormitorio desordenado de Michael.
«Mierda.»
«Mierda, mierda, mierda.»
Se fue del piso, bajó por la escalera de incendios, salió por la puerta de atrás y entró en la oscuridad del aparcamiento. «Malas noticias», pensó para sí mientras regresaba furtivamente a la calle. «Muy malas noticias.»
Quince minutos después, subió con su BMW X5 la colina empinada junto al enorme complejo en expansión del hospital del condado de Sussex y entró en el aparcamiento del servicio de Urgencias. Pasó deprisa por delante de un par de ambulancias y accedió a la recepción y a la sala de espera intensamente iluminadas, que ya conocía de su visita del día anterior.
Pasó por delante de docenas de personas que esperaban con tristeza en los asientos de plástico, debajo de un cartel que decía: «Tiempo de espera: 3 horas», y por varios pasillos hasta el ascensor, que cogió para subir a la cuarta planta.
Luego siguió los letreros hasta la UCI; el olor a desinfectante y comida de hospital penetraron en su nariz. Dobló una esquina, pasó por delante de una máquina expendedora y un teléfono público con una pequeña cúpula de plástico; luego, delante de él, vio el mostrador de recepción de la Unidad de Cuidados Intensivos. Detrás había dos enfermeras, una al teléfono, la otra hablando con una anciana afligida.
Cruzó la sala, pasó por delante de cuatro camas ocupadas, hasta la esquina donde anoche estaba Josh, esperando ver a Zoe junto a la cabecera; pero en su lugar vio a un anciano arrugado de pelo blanco alborotado, con las mejillas hundidas con manchas de vejez, sondado e intubado, y con un respirador a su lado.