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Mark escudriñó el resto de las camas, pero no había rastro de Josh. Presa del pánico por si su salud había mejorado y lo habían trasladado a otra sala, regresó corriendo al mostrador de recepción y se colocó delante de la enfermera que estaba al teléfono, una mujer rellenita y risueña de unos treinta años, con el pelo liso y corto y una placa en la que ponía: «Enfermera jefe Uci, Marigold Watts». Por su conducta, parecía que charlaba con su novio.

Mark esperó con impaciencia, con los brazos en el mostrador de madera, mirando la hilera de monitores blancos y negros que controlaban cada cama y las pantallas digitales de color que había debajo de cada uno. Cambió de posición deprisa, un par de veces, para intentar llamar su atención, pero la enfermera parecía estar preocupada principalmente por su cena.

– Un chino, creo que me apetece un chino. Un pato Pequín. Algún sitio que tenga pato Pequín, con las tortitas y…

Pareció que al fin advertía su presencia.

– Oye, tengo que colgar. Te llamo luego. Yo también te quiero. -Se volvió hacia Mark, todo sonrisas-. Sí, ¿qué desea?

– Josh Walker. -Señaló hacia la sala-. Estaba allí… ayer. Me preguntaba a qué sala le han trasladado.

A la enfermera se le paralizó el rostro como si acabaran de ponerle una inyección de Botox. Su voz también cambió; de repente, se volvió cortante y defensiva.

– ¿Es familiar suyo?

– No, soy un amigo.

Al instante, Mark se reprendió por no haber dicho que era su hermano. La enfermera nunca lo habría sabido.

– Lo siento -dijo, como si lamentara haber colgado por atenderle-. Sólo podemos dar información a los familiares.

– ¿No puede decirme simplemente adonde lo han trasladado?

Sonó un pitido. La enfermera miró las pantallas y vio una luz roja parpadeando junto a una de ellas.

– Tengo que dejarle -dijo-. Lo siento.

Salió corriendo de su puesto y cruzó la sala.

Mark cogió el móvil. Luego vio un cartel grande: «El uso de teléfonos móviles está terminantemente prohibido en este hospital».

Retrocedió, volviendo sobre sus pasos apresuradamente hacia el ascensor, luego descendió a la planta baja. Aterrado, recorrió a toda prisa un laberinto de pasillos hasta que llegó a la entrada principal.

Justo cuando se acercaba al mostrador de recepción oyó un grito casi histérico y vio a Zoe. Tenía los ojos rojos, las lágrimas le resbalaban a mares por las mejillas y llevaba los rizos rubios totalmente despeinados.

– Tú y tu amigo Michael y todas vuestras bromas estúpidas -gritó-. Capullos estúpidos inmaduros.

Mark se quedó mirándola unos momentos sin decir nada. Entonces, Zoe se derrumbó en sus brazos, sollozando descontroladamente.

– Está muerto, Mark, acaba de morir. Está muerto. Josh está muerto. Dios mío, está muerto. Por favor, ayúdame. ¿Qué voy a hacer?

Mark la abrazó.

– Yo… pensaba que estaba bien, que iba a recuperarse -dijo, sin convicción.

– Dijeron que no podían hacer nada por él. Dijeron que si hubiera vivido habría quedado vegetal. Dios mío. Dios mío, ayúdame, Mark. ¿Qué voy a decir? ¿Cómo les diré a los niños que su padre no va a volver nunca a casa? ¿Qué voy a decirles?

– ¿Quieres… quieres… un té o algo?

– No, no quiero un puto té -dijo sollozando nerviosamente-. Quiero a mi Josh. Dios mío, lo han bajado al depósito. Dios. Dios mío, ¿qué voy a hacer?

Mark se quedó callado, abrazándola fuerte, acariciándole la espalda, esperando con todas sus fuerzas que no notara su alivio.

Capítulo 20

Michael se despertó sobresaltado de un sueño confuso, intentó incorporarse y se golpeó la cabeza al instante contra la tapa del ataúd. Gritando de dolor, intentó mover los brazos y sus hombros tropezaron con el satén implacable primero a la izquierda y luego a la derecha. Se movió con violencia y sacudió brazos y piernas, presa de repente de un pánico claustrofóbico.

– ¡Sacadme de aquí! -gritó, dándose la vuelta, sacudiéndose, respirando entrecortadamente, sudando y temblando a la vez-. ¡Por favor, sacadme de aquí!

Su voz murió. De golpe. No iba a llegar a ningún sitio, estaba atrapada allí dentro, igual que él.

Buscó la linterna, incapaz de localizarla durante unos segundos por culpa del pánico. Entonces la encontró, la encendió y alzó la vista hacia las paredes de su cárcel. Miró el reloj: las once y cuarto.

¿De la noche?

¿De la mañana?

De la noche, aún debía de ser de noche, jueves por la noche.

Le bajaban gotas de sudor por el cuerpo. Formaban un charco debajo de él. Giró el cuello para mirar hacia atrás, enfocó la linterna hacia abajo y un reflejo lo iluminó. Agua.

Tres putos centímetros.

Bajó la mirada asustado. Imposible. Era absolutamente imposible que hubiera sudado tanto.

Cinco putos centímetros.

Volvió a bajar la mano. Enfocó con la linterna. Extendió el meñique, como si fuera una varilla medidora. El agua le llegaba justo por debajo de la segunda falange. Era imposible que hubiera sudado tanto. Ahuecando las manos, recogió un poco y bebió con avidez, haciendo caso omiso al sabor salado, turbio. Bebió más y más; durante varios minutos, le pareció que cuanta más agua bebía, más sediento estaba.

Luego, cuando al fin acabó, el hecho de que el agua estuviera subiendo introdujo un aspecto nuevo en la ecuación. Cogió la hebilla del cinturón y se puso a rascar frenéticamente la tapa hasta que, a los pocos minutos, la hebilla volvió a calentarse tanto que le quemó los dedos.

«Mierda.»

Cogió la botella de whisky. Aún quedaba un tercio. Golpeó la parte superior con fuerza contra la madera. No sucedió nada. Volvió a intentarlo, oyó el ruido sordo. Se desprendió una astilla minúscula de cristal. Una pena desperdiciarlo. Se llevó el cuello a la boca, lo inclinó y bebió un trago del líquido ardiente. Dios santo, sabía bien, muy bien. Se recostó, puso la botella en vertical sobre la boca, dejó que el whisky cayera y bebió, bebió y bebió hasta que se atragantó.

Levantó la botella y la miró a la luz de la linterna. Tuvo dificultades para enfocar, la cabeza le daba vueltas. Sólo quedaba una pequeña cantidad de whisky. Sólo unos…

Oyó un golpe justo encima de su cabeza. ¡Notó que el ataúd se movía!

Luego otro golpe.

Como un paso.

¡Como si alguien estuviera sobre la tapa del ataúd, justo encima de él!

La esperanza recorrió todos los nervios de su cuerpo. «Dios santo, ¡por fin van a sacarme de aquí!»

– ¡Muy bien, cabrones! -gritó, con voz más débil de lo que quería.

Respiró, oyó otro chirrido encima de él. «¡Por fin, joder!»

– ¿Por qué coño habéis tardado tanto? Silencio.

Golpeó la tapa con el puño, arrastrando las palabras.

– ¡Eh! ¿Por qué coño habéis tardado tanto? ¿Josh? ¿Luke? ¿Pete? ¿Robbo? ¿Tenéis idea de cuánto tiempo llevo aquí abajo? No tiene gracia, no tiene ni puta gracia. ¿Me oís?

Silencio.

Michael escuchó. ¿Lo había imaginado?

– ¡Hola! ¡Eh,hola!

Silencio.

Era imposible que se lo hubiera imaginado. Había oído pasos. ¿Un animal salvaje? No, eran más pesados. De persona.

Golpeó la tapa frenéticamente con la botella y luego con los puños.

Entonces, de pronto, muy silenciosamente, como si estuviera viendo un espectáculo de magia en televisión, el tubo para respirar subió y desapareció.

Unos granitos de tierra cayeron por el agujero que acababa de abandonar.

Capítulo 21

Mark apenas podía ver. Una bruma roja de pánico se había apoderado de él y empañaba su vista y nublaba su cerebro. La voz de Michael. Había oído la voz apagada de Michael. ¡Dios santo!

Cerró la puerta de su BMW en la oscuridad del bosque, en la lluvia. Tocó el contacto e intentó introducir la llave. Notaba las botas pesadas y pegajosas por culpa del barro y el agua le caía de la gorra de béisbol sobre la cara.