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– El modisto viene a las dos -dijo-. ¿Qué crees que tendría que hacer?

Bebió un sorbo de café y luego se secó los ojos con un pañuelo. Bobo, el diminuto shih-tzu blanco de Gill Harrison, con un lazo en la cabeza, miró a Ashley y, con un aullido, le suplicó que le diera una galleta. Ella respondió acariciándole el pelo suave de la barriga.

Gill Harrison estaba sentada en el borde del sofá delante de ella.

Llevaba una camiseta sin forma, unos pantalones de chándal y unas deportivas blancas baratas. Una columna delgada de humo salía del cigarrillo atrapado entre sus dedos. La luz se reflejaba en un anillo de compromiso de diamantes demasiado grande para ser auténtico, junto a una alianza fina de oro. En su muñeca colgaba un brazalete.

Habló en voz grave, con un ligero acento tosco de Sussex que revelaba tensión.

– Es un buen chico. Nunca en su vida ha defraudado a nadie, es lo que le he dicho al policía que ha venido. Esto no es propio de él, no es propio de Michael. -Meneó la cabeza con incredulidad y dio una gran calada al cigarrillo-. Le gustan las bromas… -Soltó una risa irónica-. Cuando era pequeño, en navidades, estaba hecho un diablillo con esa almohadilla que simulaba flatulencias. Siempre daba sustos a la gente; pero esto no es propio de él, Ashley.

– Lo sé.

– Le ha pasado algo. Los chicos le hicieron algo. O también ha tenido un accidente. No te ha abandonado. Vino a verme el domingo por la tarde, tomamos el té. Me contó lo mucho que te quería, lo feliz que era, bendito sea. Le has hecho tan feliz… Me habló de esa casa que habíais encontrado en el campo y que queríais comprar, todos los planes que tenía para ella. -Dio otra calada al cigarrillo, luego tosió-. Es un chico con recursos. Desde que su padre… -Frunció la boca, y Ashley vio que aquella situación era verdaderamente difícil para ella-. Desde que su padre… ¿te lo ha contado?

Ashley asintió.

– Ocupó el lugar de su padre. No podría haber salido adelante sin Michael. Era tan fuerte. Una roca, para mí y para Carly. Carly te caerá bien. Michael le mandó el dinero del billete desde Australia para que pudiera asistir a la boda, bendito sea. Debe de estar al caer. Me ha llamado desde el aeropuerto hace un par de horas. -Meneó la cabeza, con suma desesperación.

Ashley, que llevaba unos vaqueros anchos marrones y una blusa blanca con jirones, sonrió.

– Conocí a Carly justo antes de que se marchara a Australia. Vino al despacho.

– Es una buena chica.

– ¡Siendo hija tuya tiene que serlo!

Gill Harrison se inclinó hacia delante y apagó el cigarrillo.

– ¿Sabes, Ashley? Durante toda su vida, Michael ha trabajado muchísimo. Repartiendo periódicos cuando era pequeño para ayudarnos a mí y a Carly y luego en su negocio con Mark. Nadie ha sabido valorarlo nunca. Mark es buen chico, pero…

– Pero ¿qué?

Gill meneó la cabeza.

– Cuéntame.

– Conozco a Mark desde que era pequeño. Michael y él eran inseparables, pero Mark siempre ha vivido gracias al éxito de mi hijo. A veces creo que está un poco celoso de él.

– Creía que formaban un buen equipo -dijo Ashley.

Gill sacó una cajetilla de Dunhills de su bolso, la agitó y se llevó un cigarrillo a los labios.

– Siempre le he dicho que tuviera cuidado con Mark. Michael es inocente, confía demasiado deprisa en la gente.

– ¿Qué quieres decir?

Sacó del bolso un mechero de plástico barato y encendió el cigarrillo.

– Tú eres una buena influencia para Michael. Te asegurarás de que esté bien, ¿verdad?

Bobo comenzó a aullar de nuevo para que le dieran una galleta.

– Michael es fuerte -dijo Ashley haciendo caso omiso al perro-. Está bien, no le ha pasado nada.

– Sí, claro que está bien. -Gill lanzó una mirada al teléfono que estaba sobre una mesa en el rincón-. Está bien. Llamará en cualquier momento. Pobres chicos. Eran una parte tan importante de la vida de Michael. No puedo creer que…

– Yo tampoco.

– Tienes hora con el modisto, querida. No la anules. El espectáculo debe continuar. Michael aparecerá. Lo crees, ¿verdad?

– Claro que lo creo -dijo Ashley tras dudar unos segundos.

– Hablamos luego.

Ashley se levantó, se acercó a su futura suegra y le dio un fuerte abrazo.

– Todo saldrá bien.

– Eres lo mejor que le ha pasado nunca. Eres una persona maravillosa, Ashley. Me alegré tanto cuando Michael me contó que…, que… -Se esforzaba por no llorar, la emoción ahogaba sus palabras-. Que vosotros…, que vosotros dos…

Ashley le dio un beso en la frente.

Capítulo 28

Grace estaba sentado en el Ford azul, con los labios apretados, agarrado a los bordes del asiento mientras contemplaba nervioso a través de los limpiaparabrisas y la lluvia intensa la carretera rural que se extendía delante de ellos. Ajeno al miedo de su pasajero, Glenn Branson tomó metódicamente una serie de curvas, demostrando con orgullo la habilidad que había adquirido recientemente en un curso de la policía de conducción a grandes velocidades. La radio, sintonizada en una emisora de rap, estaba demasiado alta para Grace.

– Lo hago bien, ¿verdad?

– Eh, sí -dijo Grace.

Decidió darle la conversación justa, la distracción justa a Branson, lo cual, a su vez, significaba aumentar la esperanza de vida de ambos. Extendió el brazo y bajó el volumen.

– Jay-Z -dijo Branson-. Es genial, ¿verdad?

– Genial.

Entraron en una larga curva a la derecha.

– Te dicen que te pegues a la izquierda, para abrir el campo de visión. Es un buen consejo, ¿verdad?

Se acercaban a una curva a la izquierda y lo único que veía Grace era que iban a cogerla a demasiada velocidad.

– Un consejo estupendo. -La frase salió del fondo de su garganta.

Salieron de la curva y bajaron por una hondonada.

– ¿Te estoy asustando?

– Sólo un poco.

– Cagueta. Supongo que es por la edad. ¿Te acuerdas de Bullitt?

– ¿La de Steve McQueen? Te gusta, ¿verdad?

– ¡Es genial! La mejor persecución en coches del cine.

– Acababa en un accidente terrible.

– Esa película es genial -dijo Branson, que no oyó el comentario o, más bien, lo obvió a propósito, pensó Grace.

Sandy también conducía deprisa. Formaba parte de su imprudencia natural. A él le aterraba que algún día Sandy tuviera un accidente grave, porque parecía incapaz de comprender las leyes naturales de la física que determinaban cuándo un coche lograría superar una curva y cuándo no. Sin embargo, durante los siete años que estuvieron juntos, no había tenido ni un solo accidente, ni siquiera un rasguño.

Delante de ellos, para su alivio, vio el cartel «Depósito municipal de Bolney», clavado en una valla alta de chapas de metal rematada con alambre de púas. Branson dio un frenazo, giró, pasó por delante de un letrero que advertía de la presencia de perros guardianes y entró en el patio delantero de un almacén grande y moderno.

Tras coger un paraguas del maletero y acurrucarse debajo, llamaron al timbre del portero automático que había junto a la puerta gris. Momentos después, les abrió un hombre rellenito de pelo grasiento. Tendría unos treinta años, vestía un mono azul encima de una camiseta mugrienta y sujetaba un sándwich a medio comer en una mano tatuada.

– Somos el sargento Branson y el comisario Grace -dijo Branson-. He llamado antes.

Mientras masticaba con la boca llena, el tipo los miró impasible unos instantes. Detrás de él, en el almacén, había varios coches y furgonetas destrozados. Puso los ojos en blanco pensativamente.