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– La Transit, ¿verdad?

– Sí -dijo Branson.

– ¿Blanca? ¿La que trajo Wheeler el martes?

– Exacto.

– Está fuera.

Firmaron en el registro, luego le siguieron por el almacén y salieron por la puerta lateral a un recinto que mediría unos cuatro mil metros cuadrados, calculó Grace, lleno de coches destrozados hasta donde alcanzaba la vista. Algunos estaban cubiertos con lonas, pero la mayoría estaban expuestos a los elementos.

Sosteniendo en alto el paraguas, justo por encima de la cabeza de Branson, miró una furgoneta Rentokil que se había incendiado después de un grave choque frontal -era difícil imaginar que hubiera habido supervivientes. Luego se fijó en un Porsche, tan comprimido que no debía de medir más de tres metros de largo. También en un Toyota sedán con el techo arrancado.

Aquel lugar siempre le ponía los pelos de punta. Grace nunca había trabajado en Tráfico, pero durante la época en la que había patrullado las calles había presenciado numerosos accidentes de coche y era imposible no quedar afectado. Podía pasarle a cualquiera. Podías emprender un viaje, feliz, lleno de planes y, unos momentos después, en un abrir y cerrar de ojos, quizá sin que fuera culpa tuya, tu coche se convertía en un monstruo que te destrozaba, te amputaba las extremidades y quizá incluso te quemaba vivo.

Se estremeció. Los vehículos que acababan en aquel lugar, cerrados bajo siete llaves, eran los que habían sufrido accidentes graves o mortales en aquella región. Se guardaban aquí hasta que la Unidad de Investigación de Accidentes y, a veces, los investigadores de la escena del crimen hubieran obtenido toda la información que necesitaban. Luego, se los llevaban al desguace.

El hombre gordo del mono señaló una masa blanca retorcida. Tenía parte del techo arrancado, la cabina, sin el parabrisas, estaba separada violentamente del resto de la furgoneta y unas planchas de plástico cubrían gran parte del interior.

– Es ésa.

Grace y Branson se quedaron mirándola en silencio. Grace no pudo evitar que su mente se detuviera en el horror de la imagen durante unos momentos desagradables. Los dos dieron una vuelta a la furgoneta. Grace se fijó en el barro que cubría los cubos de las ruedas y en que había más barro endurecido en las soleras de las puertas; también salpicaduras en la pintura, que la lluvia iba disolviendo lentamente.

Después de pasarle el paraguas a su compañero, abrió la puerta doblada del conductor y, de inmediato, recibió el impacto fuerte y empalagoso del hedor a sangre putrefacta. No importaba cuántas veces lo hubiera olido, siempre era igual de terrible. Era el olor de la muerte personificada.

Aguantando la respiración para no percibirlo, apartó las planchas. El volante estaba arrancado y la parte del conductor del banco delantero estaba inclinada hacia atrás totalmente. Había manchas de sangre por todo el asiento delantero, el suelo y el salpicadero.

Tras cubrirlos con las planchas, entró en la furgoneta. Estaba oscura y reinaba un silencio artificial. Le daba escalofríos. Parte del motor había atravesado el revestimiento del suelo y los pedales estaban levantados en una posición artificial. Alargó la mano, abrió la guantera y sacó el manual del usuario, un fajo de justificantes de aparcamiento, algunos recibos de gasolina y un par de cintas de cásete sin etiqueta. Le pasó los casetes a Glenn.

– Será mejor que los escuchemos.

Branson se los guardó en el bolsillo.

Agachándose bajo el corte irregular del techo, Grace pasó a la parte trasera de la furgoneta, los zapatos resonaron en el suelo combado. Branson abrió las puertas traseras para que entrara más luz. Roy vio una lata de gasolina de plástico, una rueda de recambio, una llave de cruceta y un billete de aparcamiento dentro de una bolsa de plástico. Sacó el tique y vio que estaba fechado varios días antes del accidente. Se lo pasó a Branson para que lo metiera en una bolsa. Había una solitaria zapatilla deportiva de la marca Adidas, del pie izquierdo, la cual también entregó a Branson, y una bomber de nailon. Metió la mano en los bolsillos, sacó un paquete de cigarrillos, un encendedor de plástico y un resguardo de tintorería con una dirección de Brighton. Branson guardó todos los artículos en bolsas.

Grace examinó con cuidado el interior, para comprobar que no se le escapaba nada, meditabundo. Luego, tras bajarse y protegerse bajo el paraguas, le preguntó a Branson:

– ¿De quién es el vehículo?

– De Houlihan's, la funeraria de Brighton. Uno de los chicos que murió trabajaba allí. La empresa es de su tío.

– Cuatro entierros. Deberían hacerle un buen descuento -dijo Grace con gravedad.

– A veces eres un cabronazo enfermizo, ¿lo sabías?

Sin hacerle caso, Grace se quedó pensativo un momento.

– ¿Has hablado con alguien de Houlihan's?

– Ayer por la tarde interrogué al señor Sean Houlihan, el propietario. Está bastante afectado, como te puedes imaginar. Me dijo que su sobrino era un chico muy trabajador, que siempre quería complacer a todo el mundo.

– ¿Acaso no son todos así? ¿Y le dio permiso para coger la furgoneta?

Branson negó con la cabeza.

– No, pero dice que no era típico de él.

Roy Grace se quedó pensando un momento.

– ¿Para qué usan la furgoneta normalmente?

– Para recoger cadáveres. En hospitales, asilos, residencias de ancianos y sitios así, donde daría mal rollo ver un coche fúnebre. ¿Tienes hambre?

– Antes de venir aquí, sí tenía.

Capítulo 29

Diez minutos después, estaban sentados a una mesa inestable en un rincón de un pub rural casi desierto, Grace con una pinta de Guiness entre las manos y Branson con una coca-cola light, mientras esperaban a que llegara la comida. A su lado tenían una chimenea grande y tenebrosa con troncos amontonados sin encender y en las paredes había colgada una colección de herramientas agrícolas antiguas. Era la clase de pub que le gustaba a Grace, un auténtico pub rural antiguo. Detestaba los bares temáticos con nombres falsos que, insidiosamente, formaban parte cada vez más del paisaje sin personalidad de todas las ciudades.

– ¿Has investigado el teléfono móvil?

– Esta tarde deberían llegarme los informes -dijo Branson.

– ¿Un número 12?

Grace alzó la vista y vio a una camarera que llevaba una bandeja con su comida. Pastel de carne para él, filete de pez espada y ensalada para Glenn Branson.

Grace clavó el cuchillo en el sebo blando y, al instante, emergieron de él vapor y salsa.

– Eso es un infarto instantáneo en bandeja -le reprendió Branson-. ¿Sabes lo que es el sebo? Grasa de ternera. ¡Bah!

– No es lo que comes, sino preocuparte por lo que comes. Preocuparte es lo que te mata -dijo Grace mientras rociaba el plato con mostaza.

Branson se llevó un trozo de pescado a la boca. Mientras masticaba, Grace continuó.

– He leído que los niveles de mercurio en los peces del mar, debido a la contaminación, son altamente peligrosos. No deberías comer pescado más de una vez a la semana.

Branson empezó a masticar más despacio, parecía incómodo.

– ¿Dónde leíste eso?

– Era un informe del Nature, creo. Es la revista científica más respetada del mundo. -Grace sonrió, disfrutando de la expresión del rostro de su amigo.

– Mierda, comemos pescado… casi todas las noches. ¿Mercurio, dices?

– Acabarás como un termómetro.

– No tiene gracia, quiero decir… -Dos pitidos agudos seguidos le hicieron callar.

Grace sacó el móvil del bolsillo y miró la pantalla: «¿Por qué no respondes a mi mensaje, Campeón? Besos, Claudine».

– Dios mío, lo que me faltaba -dijo-. Una psicópata que hierve conejos.

Branson levanto las cejas.

– Buena carne, la de conejo. De granja.

– Esta no es saludable y no come carne. Me refiero a una psicópata que hierve conejos como Glenn Close en aquella película.