Выбрать главу

– ¡Eh! -dijo Luke-. ¡Eh, parad! Cuanta más tierra echéis, más tendremos que sacar dentro de dos horas.

– ¡Es una tumba! -dijo Robbo-. Es lo que se hace con una tumba: cubrir el ataúd.

Luke le arrebató la pala.

– ¡Ya basta! -dijo con firmeza-. Quiero pasarme la noche bebiendo, no cavando, ¿vale, joder?

Como nunca quería disgustar a nadie de la pandilla, Robbo asintió. Pete, que estaba sudando a mares, soltó la pala.

– Creo que no voy a dedicarme a esto -dijo.

Colocaron la plancha de cinc encima, retrocedieron y permanecieron en silencio unos momentos. La lluvia repiqueteaba sobre el metal.

– Vale -dijo Peter-. Nos largamos.

Luke se metió las manos en los bolsillos del abrigo, desconfiando.

– ¿Estamos convencidos de esto?

– Acordamos que íbamos a darle una lección -dijo Robbo.

– ¿Y si se ahoga en su vómito o algo?

– No le pasará nada, no está tan borracho -dijo Josh-. Vamos.

Josh subió a la parte trasera de la furgoneta y Luke cerró las puertas. Luego, Pete, Luke y Robbo se apretujaron en la parte delantera y Robbo arrancó. Deshicieron el camino durante setecientos metros y luego giraron a la derecha para acceder a la carretera principal.

Entonces, encendió el walkie-talkie.

– ¿Qué tal te va, Michael?

– Chicos, escuchad. Esta broma no me divierte nada, de verdad.

– ¿En serio? -dijo Robbo-. ¡A nosotros sí!

Luke cogió la radio.

– Esto sí que es una dulce venganza, ¡Michael!

Los cuatro que iban en la furgoneta se rieron a carcajadas. Ahora le tocó a Josh.

– Eh, Michael, nos vamos a un pub fantástico. Tienen a las mujeres más guapas. Van con el culo al aire y se deslizan arriba y abajo por las barras. ¡Te va a cabrear mucho perdértelo!

Michael contestó arrastrando las palabras, la voz un poco quejumbrosa.

– Por favor, ¿podemos dejarlo ya? Todo esto no me está gustando nada.

Por el parabrisas, Robbo vio las obras en la carretera que tenían por delante, el semáforo estaba en verde. Aceleró.

– ¡Tú relájate, Michael! -gritó Luke girando la cabeza hacia Josh-. ¡Volveremos dentro de un par de horas!

– ¿Qué queréis decir con un par de horas?

El semáforo cambió a rojo. No había tiempo de parar. Robbo aceleró aún más y siguió avanzando a toda velocidad.

– Dame eso -dijo.

Cogió la radio mientras tomaba una curva larga agarrando el volante con una sola mano. Miró abajo en el resplandor ambiental del salpicadero y pulsó el botón de «Hablar».

– Eh, Michael…

– ¡Robbooooo! -gritó Luke.

Unos faros dirigiéndose directamente hacia ellos.

Cegándolos.

Luego, el sonido estridente de un claxon, profundo, fuerte, feroz.

– ¡¡¡Robbooooo!!! -chilló Luke.

Robbo pisó aterrorizado el pedal del freno y soltó el walkie-talkie. Dio un volantazo mientras buscaba, desesperadamente, algún lugar adonde ir. Árboles a la derecha, una excavadora a la izquierda, los faros quemaban el parabrisas, le abrasaban los ojos, se dirigían hacia él atravesando la lluvia torrencial, como un tren.

Capítulo 2

Michael, a quien la cabeza le daba vueltas, oyó unos gritos, luego un ruido sordo, como si alguien hubiera soltado el walkie-talkie.

Luego, silencio.

Pulsó el botón de «Hablar».

– ¿Hola?

Sólo le llegaban interferencias vacías.

– ¿Hola? ¡Eh, tíos!

Aún nada. Fijó la vista en la radio bidireccional. Era un aparato pequeño y grueso, una caja de plástico duro y negro, con una antena corta y otra larga, con la marca «Motorola» grabada sobre la rejilla del altavoz. También había un botón de «On/Off», un control de volumen, un selector de canales y una lucecita verde que brillaba intensamente. Luego se quedó mirando el satén blanco que estaba a pocos centímetros de sus ojos, combatiendo el pánico, respirando cada vez más y más deprisa. Se estaba meando, mucho, desesperadamente.

¿Dónde coño estaba? ¿Dónde estaban Josh, Luke, Pete y Robbo? ¿Ahí fuera, riéndose? ¿De verdad se habían marchado a un club, los muy cabrones?

Luego, a medida que el alcohol le hacía efecto de nuevo, el pánico remitió. Sus pensamientos se volvieron sombríos, confusos. Se le cerraron los ojos y el sueño casi lo venció.

Cuando volvió a abrirlos, enfocó el satén blando, mientras notaba que las náuseas le subían de repente por la garganta, lo elevaban en el aire y luego lo soltaban. Otra vez arriba. Y abajo. Tragó saliva, cerró los ojos de nuevo, atolondrado, con la sensación de que el ataúd iba a la deriva, meciéndose de un lado a otro, flotando. Se le estaban pasando las ganas de mear. De repente, las náuseas ya no eran tan acentuadas. Se estaba cómodo allí dentro. Flotando. ¡Era como estar en una cama enorme!

Se le cerraron los ojos y se sumió en un sueño profundo.

Capítulo 3

Roy Grace estaba sentado en la oscuridad de su viejo Alfa Romeo, atrapado en el tráfico inmóvil; mientras la lluvia repiqueteaba en el techo, sus dedos tamborileaban en el volante y apenas escuchaba el CD de Dido que sonaba. Estaba tenso. Impaciente. Bajo de moral. Se sentía como una mierda.

Mañana tenía que comparecer ante el juez, y sabía que estaba metido en un lío.

Bebió un sorbo de agua de una botella de Evian, enroscó el tapón y la volvió a guardar en el bolsillo portamapas.

– Vamos, ¡vamos! -dijo, al tiempo que golpeaba de nuevo el volante, ahora más fuerte.

Ya llegaba cuarenta minutos tarde a su cita. No soportaba ser impuntual, siempre le había parecido que era una señal de mala educación, como si estuvieras afirmando: «Mi tiempo es más importante que el tuyo, así que puedo hacerte esperar…».

Si hubiera salido del despacho sólo un minuto antes, no estaría llegando tarde: otra persona habría atendido la llamada y el atraco de dos punkis con un colocón de sabe Dios qué a una joyería de Brighton habría sido el problema de algún otro compañero, no el suyo. Era uno de los riesgos de ser policía: los malos nunca tenían la gentileza de ceñirse al horario de oficina.

Esta noche no tenía que haber salido, lo sabía. Debía haberse quedado en casa, preparándose para mañana. Sacó la botella y bebió un poco más de agua. Tenía la boca seca, sedienta. Sentía unos nervios sombríos en el estómago.

Sus amigos le habían empujado a un puñado de citas a ciegas durante los últimos años y antes de acudir siempre estaba histérico. Esta noche aún estaba más nervioso y, como no había podido ducharse ni cambiarse de ropa, no se sentía cómodo con su aspecto. Todos sus planes detallados sobre qué iba a ponerse se habían ido al garete gracias a los dos punkis.

Uno de ellos había disparado con una escopeta de cañones recortados a un policía fuera de servicio que se había acercado demasiado a la joyería; por suerte, no lo bastante. Roy había visto, más veces de las necesarias, los efectos de un arma del calibre 12 disparada a pocos metros de un ser humano. Podía arrancar de cuajo una extremidad o hacer un agujero del tamaño de una pelota de fútbol en el pecho. El policía en cuestión, un detective llamado Bill Green, a quien Grace conocía porque habían jugado a rugby en el mismo equipo varias veces, recibió el disparo desde unos treinta metros. Desde esa distancia, los perdigones podrían haber abatido a un faisán o a un conejo, pero no a un pilar de noventa y cinco kilos de peso con una chaqueta de piel. Bill Green había tenido, relativamente, suerte: la chaqueta le había protegido el cuerpo, pero tenía varios perdigones incrustados en la cara, incluido uno en el ojo izquierdo.

Cuando Grace llegó a la escena, ya habían detenido a los punkis, después de que estrellaran y volcaran el todoterreno con el que habían huido. Estaba decidido a acusarles de intento de asesinato, además de atraco a mano armada. Cada vez odiaba más el modo en que los delincuentes usaban las armas en el Reino Unido y obligaban a la policía a llevar pistola. En los tiempos de su padre, los policías armados eran algo extraño. Hoy en día, era habitual que los agentes de algunas ciudades guardaran armas en los maleteros de los coches. Grace no era una persona vengativa, pero, por lo que a él se refería, habría que colgar a cualquiera que disparara a un policía o a cualquier persona inocente.