– He hablado con un técnico de la compañía telefónica. Dice que su móvil o bien está apagado, y lleva apagado desde el martes por la noche, o bien está en una zona donde no hay cobertura.
Grace asintió.
– Este tal Michael Harrison es un hombre de negocios ambicioso y ocupado. Va a casarse mañana por la mañana con una mujer muy guapa, por lo que dicen todos. Veinte minutos antes de un accidente de coche en el que se matan cuatro de sus mejores amigos, se le muere el teléfono. Durante el último año, ha estado transfiriendo a escondidas dinero de su empresa a una cuenta corriente de las islas Caimán: un millón de libras como mínimo, que nosotros sepamos. Y su socio, que debería haber estado en esa despedida de soltero mortal, no apareció por algún motivo. ¿Son correctos los hechos hasta aquí?
– Sí -dijo Glenn Branson.
– Así que podría estar muerto. O podría haber preparado una forma inteligente de esfumarse.
– Tenemos que inspeccionar la zona que Bella ha cercado. Ir a todos los pubs en los que podrían haber estado. Hablar con todas las personas que lo conocen.
– ¿Y luego?
– Hechos, Glenn. Primero, reunamos todos los hechos. Si no nos conducen a él, podemos comenzar con las especulaciones.
Sonó el teléfono de la mesa de Bella. La sargento contestó y, casi al instante, su expresión anunció que era importante.
– ¿Está seguro? -dijo-. ¿Desde el martes? ¿No puede estar seguro si fue el martes? ¿Nadie más pudo cogerlo? -Al cabo de unos momentos, dijo-: No, estoy de acuerdo. Gracias, podría ser muy importante. ¿Puede darme su número de teléfono?
Grace la observó mientras anotaba en una libreta «Sean Houlihan», seguido de un número.
– Gracias, señor Houlihan, muchísimas gracias. Le volveremos a llamar.
Colgó y miró a Grace y luego a Branson.
– Era el señor Houlihan, el propietario de la funeraria donde trabajaba Robert Houlihan, su sobrino. Acaban de descubrir que les falta un ataúd.
Capítulo 30
– ¿Les falta un ataúd? -intervino Glenn Branson.
– No es algo que la gente acostumbre a robar, ¿verdad? -dijo Bella Moy.
Grace se quedó callado un momento, distraído por una mosca azul que recorrió zumbando ruidosamente la sala unos instantes antes de estrellarse contra una ventana. El departamento forense estaba en el piso de abajo. La ropa y las herramientas manchadas de sangre eran un imán para las moscas azules. Grace las odiaba. Las moscas azules -o moscardas- eran los buitres de los insectos.
– Este tipo, Robert Houlihan, cogió prestada la furgoneta de la funeraria sin permiso. Parece posible que también cogiera un ataúd del mismo modo. -Miró inquisitivamente a Branson, luego a Bella y después a Nick Nicholl-. ¿Tenemos entre manos una broma de muy mal gusto?
– ¿Insinúas que sus colegas pudieron meter al novio en un ataúd? -dijo Glenn Branson.
– ¿Se te ocurre una teoría mejor?
Branson sonrió, nervioso.
– Trabajamos sobre los hechos. ¿Verdad?
– ¿Hasta qué punto está seguro ese tal Houlihan de que se han llevado un ataúd suyo y que no lo han perdido y punto? -dijo Grace, mirando a Bella, pensando subconscientemente en lo atractiva que era.
– La gente pierde las llaves de su casa. No creo que nadie pierda un ataúd -dijo Branson, en un tono un poco burlón.
– Está muy seguro -le interrumpió Bella-. Era el ataúd más caro de su gama, de teca india, dice que duraría cientos de años; pero tenía un defecto: la madera estaba combada o algo así, no cerraba bien por abajo. Le echó la bronca al fabricante de la India.
– ¡No puedo creer que tengamos que importar ataúdes de la India! ¿Es que no hay carpinteros en Inglaterra? -dijo Branson.
Grace estaba mirando el mapa. Dibujó un círculo con el dedo.
– Es una zona bastante grande.
– ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir una persona en un ataúd? -preguntó Bella.
– Si la tapa estuviera bien colocada dependería de si tiene aire, agua, comida. Sin aire, no mucho. Unas pocas horas, quizás un día -contestó Grace.
– Ya van tres días -dijo Branson.
Grace recordaba haber leído que a una víctima de un terremoto en Turquía la habían rescatado con vida de entre las ruinas de su casa doce días después del seísmo.
– Con aire, una semana por lo menos, quizá más -dijo-. Deberíamos suponer que si le gastaron una broma estúpida, le dejarían con aire. Si no, estamos buscando un cadáver.
Miró al equipo.
– Imagino que habréis hablado con Mark Warren, el socio del desaparecido.
– También es su padrino -dijo Nicholl-. Dice que no tiene ni idea de lo que pasó. Iban a ir de bares y él se quedó retenido fuera de la ciudad y se lo perdió.
Grace frunció el ceño, luego miró su reloj, plenamente consciente de que el tiempo volaba.
– Una cosa es ir de bares y otra es llevarse un ataúd. No se decide coger un ataúd de improviso, ¿verdad? -Miró fijamente a cada uno.
Los tres negaron con la cabeza.
– ¿Alguien ha hablado con todas las novias, con las esposas?
– Yo -dijo Bella-. Es complicado porque están todas en estado de choque, pero una de ellas estaba muy enfadada. Zoe… -Cogió su libreta y pasó unas páginas-. Zoe Walker, viuda de Josh Walker. Me dijo que Michael siempre estaba gastando bromas estúpidas y que estaba convencida de que planeaban vengarse.
– ¿Y el padrino no sabía nada? No me lo trago -dijo Grace.
– Estoy bastante convencido de que no sabía nada. ¿Por qué iba a mentir? -dijo Nicholl.
A Grace le preocupó la ingenuidad del joven detective, pero siempre había creído en dar oportunidades a los agentes jóvenes para que pudieran demostrar sus habilidades. Lo dejó pasar por el momento, pero se lo grabó en la mente para volver sobre la cuestión más tarde.
– Es una zona terrible para rastrear -dijo Branson-. Es muy boscosa; cien personas podrían tardar días en peinarla.
– Hay que intentar reducirla -respondió Grace. Cogió un rotulador de la mesa de Bella y dibujó un círculo azul en el mapa, luego se volvió hacia el detective Nicholl-. Nick, necesitamos una lista de todos los pubs comprendidos en este círculo. Hay que comenzar por aquí. -Se volvió hacia Branson-. ¿Tienes fotografías de los chavales que iban en la furgoneta?
– Sí.
– Buen chico. ¿Dos fajos?
– Tengo docenas de fajos.
– Nos dividiremos en dos grupos. El sargento Branson y yo nos encargaremos de una mitad de los pubs, vosotros dos, de la otra. Veré si podemos hacer que el helicóptero cubra la zona; aunque es muy boscosa, tienen más opciones de ver algo desde el aire.
Una hora después, Glenn Branson detuvo su coche en el patio delantero desierto de un pub llamado King's Head, en Ringmer Road, justo en el perímetro del círculo. Se bajaron del coche y se dirigieron hacia la puerta. Encima, había un cartel que decía: «John y Margaret Hobbs, dueños».
Dentro, el bar estaba vacío, igual que la zona triste del restaurante que había a la izquierda. El lugar olía a cera para muebles y a cerveza rancia. Las luces de una máquina tragaperras parpadeaban en una esquina del fondo, cerca de la diana.
– ¿Hola? -llamó Branson-. ¿Hola?
Grace se inclinó sobre la barra y vio una trampilla abierta. Levantó la puerta horizontal, pasó detrás, se arrodilló y gritó hacia el sótano, iluminado por una bombilla débil.
– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Le respondió una voz áspera.
– Ahora subo.
Oyó un estruendo, luego apareció un barril de cerveza gris, con la palabra «Harvey's» estampada en el lateral. Lo sujetaban un par de manos enormes y mugrientas y tras él surgió la cabeza de un hombre fornido de rostro rubicundo que llevaba camisa blanca y vaqueros y sudaba a mares. Tenía el cuerpo y la nariz rota propia de un ex boxeador.