– En la A 26. A tres coma ocho kilómetros al sur de Crowborough.
Michael sintió que un rayo de esperanza se iluminaba dentro de él.
– Creo que no estoy muy lejos de allí. ¿Conduces, Davey?
– ¿Un automóvil, quieres decir?
– Sí, eso quiero decir exactamente.
– Supongo que eso depende de cómo definas «conducir».
Michael cerró los ojos unos momentos. Tenía que haber algún modo de conectar como es debido con este tipo, ¿Cómo?
– Davey, necesito ayuda, desesperadamente. ¿Te gustan los juegos?
– ¿Los juegos de ordenador, quieres decir? ¡Sí! ¿Tienes la Play Station 2?
– No, aquí no, conmigo no.
– ¿Quizá podríamos conectarnos por Internet?
A Michael le entró agua en la boca. La escupió, aterrorizado. Dios santo, qué deprisa subía ahora.
– Davey, si te doy un número de teléfono, ¿llamarías por mí? Necesito que le digas a alguien dónde estoy. ¿Podrías llamar a alguien por teléfono mientras hablas conmigo?
– Houston, tenemos un problema.
– ¿Me lo cuentas?
– Verás, el teléfono está en casa de mi padre. Él no sabe que tengo el walkie-talkie. No debería tenerlo. Es nuestro secreto.
– Tranquilo, sé guardar secretos.
– Mi padre se enfadaría mucho conmigo.
– ¿No crees que se enfadaría aún más si supiera que me podrías haber salvado la vida y que me dejaste morir? Creo que podrías ser la única persona del mundo que sabe dónde estoy.
– Tranquilo, no se lo diré a nadie.
A Michael le entró más agua en la boca; agua sucia, turbia, salobre. La escupió, le dolían los brazos, los hombros, los músculos del cuello de tener que mantener la cabeza por encima del nivel creciente del agua.
– Davey, voy a morir si no me ayudas. Podrías ser un héroe. ¿Quieres ser un héroe?
– Voy a tener que marcharme -dijo Davey-. Veo a mi padre fuera, me necesita.
Michael perdió los nervios.
– ¡No! ¡Davey, no te vas a marchar a ningún lado, joder! -gritó-. Tienes que ayudarme. ¡Tienes que ayudarme, joder!
Hubo otro silencio, uno muy largo esta vez, y a Michael le preocupó haberse pasado.
– ¿Davey? -dijo, con más delicadeza-. ¿Sigues ahí, Davey?
– Sigo aquí.
La voz del chico había cambiado. De repente, sonaba sumisa, escarmentada. Parecía un niño pequeño arrepentido.
– Davey, voy a darte un número de teléfono. ¿Lo anotarás y harás la llamada? ¿Les dirás que tienen que hablar conmigo por tu walkie-talkie? Y que es muy, muy urgente. ¿Lo harás?
– Vale. Les diré que es muy, muy urgente.
Michael le dio el número. Davey le dijo que iría a llamar y que volvería a comunicarse con él.
Al cabo de cinco minutos agónicamente largos, la voz de Davey volvió a sonar en el walkie-talkie.
– Me ha salido el contestador -dijo.
Michael juntó las manos con frustración.
– ¿Has dejado un mensaje?
– No. No me has dicho que lo hiciera.
Capítulo 32
La dueña del Friars, en Uckfield, era una mujer alta, con pinta de ordinaria, de casi cincuenta años y pelo rubio de punta, que parecía saber mucho de la vida. Recibió a Grace y a Branson con una sonrisa cordial y examinó las fotografías que Grace colocó con cuidado sobre la barra.
– Eh, sí -dijo-. Estuvieron aquí, los cinco. Déjenme pensar… El martes hacia las ocho.
– ¿Está segura? -le preguntó Glenn Branson.
La mujer señaló la fotografía de Michael.
– Éste iba un poco pedo, pero era muy dulce. -Señaló la fotografía de Josh-. Este pagó las bebidas. Pidió una ronda de cervezas, creo, y unos chupitos. Éste de aquí -volvió a señalar a Michael- me dijo que iba a casarse el sábado. Me dijo que yo era la mujer más guapa que había visto en su vida y que si me hubiera conocido antes, se habría casado conmigo.
Sonrió a Branson, luego ofreció a Grace una sonrisa claramente insinuante. Era evidente que sabía cómo tratar con la policía, pensó él. Sin duda, tenía a la poli municipal en el bolsillo. No tendría ningún problema para cerrar más tarde de lo que establecía la ley.
– ¿Les oyó hablar de qué planes tenían, por casualidad? -preguntó Grace.
– No, cielo. Todos estaban muy alegres. No había muchos clientes, se sentaron en ese rincón. -Señaló una mesa y unas sillas en el salón vacío, encima de las cuales colgaban varios medallones de latón-. No les presté mucha atención, Uno de mis clientes habituales me estaba contando sus problemas de pareja. Ya saben cómo es la cosa.
– Sí -dijo Grace.
– Entonces, ¿no sabe adónde iban a ir después? -preguntó Branson.
Ella negó con la cabeza.
– Parecía que estaban de juerga. Se acabaron las bebidas y se largaron.
– ¿Tienen cámaras de circuito cerrado?
Volvió a ofrecer una sonrisa muy insinuante a Grace.
– No, cielo. Lo siento.
Al salir del pub y cruzar el patio corriendo hacia el coche, protegiéndose del chaparrón que caía a última hora de la tarde, Grace oyó el sonido distante de un helicóptero. Mientras Branson abría el coche, alzó la vista, pero no vio nada. Se sentó dentro, cerró de un golpe la puerta a los elementos y llamó a Bella y a Nick.
– ¿Qué tal os va, chicos?
– Nada -dijo Nicholl-. No ha habido suerte. Nos quedan dos pubs. ¿Y a vosotros?
– Tres -dijo Grace.
Branson arrancó el coche.
– Una putita madura muy apetecible -le dijo a Grace-. Creo que tienes posibilidades.
– Gracias -dijo Grace-. Después de ti.
– Yo estoy felizmente casado. Deberías dejarte llevar un poco.
Roy Grace miró su móvil. Los mensajes de texto de Claudine, la vegetariana estricta de Guildford que odiaba a los polis.
– Tienes suerte -afirmó-. Me parece que la mitad de las mujeres que no están casadas están locas.
Se quedó callado unos momentos.
– El accidente se produjo justo pasadas las nueve -dijo entonces-. Puede que éste fuera el último pub al que vinieron antes de meterlo en el ataúd.
– Quizá les dio tiempo a ir a uno más.
Pasaron por los siguientes tres pubs, pero nadie recordaba a los chicos. Nick y Bella encontraron al dueño de otro bar que sí los reconoció. Se habían marchado alrededor de las ocho y media. Al parecer, todos muy borrachos. Ese pub quedaba a unos ocho kilómetros de allí. La noticia descorazonó a Grace. Por la información que habían recibido, no estaban más cerca de localizar con exactitud dónde podría estar Michael Harrison que cuando habían comenzado.
– Deberíamos ir a hablar con su socio -dijo Grace-. Si es el padrino, tiene que saber algo. ¿No crees?
– Creo que deberíamos rastrear la zona.
– Sí, pero tenemos que reducirla.
Branson arrancó el coche.
– ¿Hace un tiempo me dijiste que conocías a un tipo que hace una cosa con un péndulo?
Grace lo miró sorprendido.
– ¿Sí?
– No recuerdo su nombre. Dijiste que puede encontrar cosas que se han perdido, sólo oscilando un péndulo sobre un mapa.
– Pensaba que no creías en esas cosas. Eres tú quien siempre me dice que soy idiota por aficionarme a esto. ¿Y ahora me sugieres que vaya a ver a alguien?
– Estoy desesperado, Roy. No sé qué más hacer.
– Seguiremos adelante, eso es lo que haremos.
– Quizá valga la pena intentarlo.
Grace sonrió.
– Creía que eras el escéptico máximo.
– Y lo soy, pero se supone que este tipo tiene que estar en el altar mañana a las dos, y tenemos… -consultó su reloj-, tenemos veintidós horas para llevarle a la iglesia y unas trece mil hectáreas de bosque que rastrear. Nos quedan unas cuatro horas de luz. ¿Tú qué dices?
Personalmente, Grace creía que merecía la pena recurrir a Harry Frame, pero después del fracaso del miércoles en el juicio, no estaba seguro de si valía la pena arriesgar su carrera, en el caso de que Alison Vosper se enterara.