– Sí, hablamos de eso -dijo Mark Warren, nervioso de nuevo durante unos instantes.
– Pero ¿no hablaron de un ataúd? -preguntó Roy Grace, la mirada clavada en sus ojos.
– Claro que no. -Había indignación en su voz.
– Un ataúd de teca -dijo Grace.
– Yo… No sé nada de ningún ataúd.
– ¿Nos está diciendo que usted era el padrino, pero que no tenía ni idea de los planes para la despedida de soltero?
Una larga vacilación. Mark Warren lanzó largas miradas a los dos policías.
– Sí -contestó al fin.
– No me lo trago, Mark -dijo Grace-. Lo siento, pero no me lo trago. -Al instante, detectó el arranque de ira.
– ¿Me está acusando de mentirles? Lo siento, caballeros. Esta reunión ha finalizado. Les comunico que tengo que hablar con mi abogado.
– ¿Para usted es más importante eso que encontrar a su socio? -le preguntó Grace-. Se supone que se casa mañana. ¿Es consciente de ello?
– Soy el padrino.
Al observar detenidamente el rostro de Mark Warren, Grace recordó de repente dónde lo había visto. Al menos, dónde creía haberlo visto.
– ¿Qué coche tiene, Mark? -le preguntó.
– Un BMW.
– ¿Qué modelo? ¿Un A-3? ¿Un A-5? ¿Un A-7?
– Un X5 -contestó Mark.
– ¿Es un todoterreno?
– Sí.
Grace asintió y no añadió nada más; la cabeza le iba a mil por hora.
Capítulo 35
En el pasillo, esperando el ascensor, Branson miró la puerta de Mark Warren, para asegurarse de que estaba cerrada.
– ¿A qué venía eso, el tema del coche? -preguntó entonces.
Cuando entraron en el ascensor, Grace pulsó el último botón, marcado con una «S». Aún estaba sumergido en sus pensamientos, por lo que no respondió.
Branson se quedó mirándolo.
– Este tipo me da mala espina. ¿Tú has notado algo?
Grace siguió callado.
– Deberías haber pulsado la «B», planta baja. Es por donde hemos entrado.
Grace salió al aparcamiento subterráneo y Branson le siguió. El lugar era seco, y la iluminación, tenue; olía ligeramente a aceite de motor. Pasaron por delante de un Ferrari, un Jaguar sedán, un Mazda deportivo y un Ford sedán pequeño; luego por un par de plazas vacías hasta que Grace se detuvo delante de un flamante todoterreno plateado BMW X5. Examinó atentamente el coche. En el chasis todavía había gotas de lluvia.
– Unas máquinas guapas -dijo Branson-, pero no tienen mucho espacio detrás. Un Range Rover o un Cayenne tienen más.
Grace escudriñó las ruedas, luego se arrodilló y miró debajo de una solera de la puerta.
– Cuando estuve aquí anoche -dijo- y bajé a buscar mi coche hacia la una menos cuarto de la madrugada, entró un BMW, cubierto de barro. Me fijé porque me pareció poco corriente. No se ve a menudo un cuatro por cuatro sucio en el centro de Brighton. La mayoría los llevan madres que van de compras.
– ¿Estás seguro de que era este coche?
Grace se dio un golpecito en la cabeza.
– La matrícula.
– Tu memoria fotográfica… ¿Aún te funciona a tu avanzada edad?
– Aún funciona.
– ¿Qué opinas?
– ¿Y tú?
– Un ataúd perdido. Un bosque. Un coche cubierto de barro. Un padrino que es el único superviviente y que quiere hablar con su abogado. Una cuenta bancaria en las islas Caimán. Algo me huele mal.
– No huele mal, apesta.
– ¿Y ahora qué?
Grace sacó el brazalete de cobre de su bolsillo y lo levantó.
– Esto.
– ¿De verdad?
– ¿Se te ocurre una idea mejor?
– Interrogar a Mark Warren en comisaría.
Grace negó con la cabeza.
– Este tipo es listo. Tenemos que serlo más que él.
– ¿Ir a ver a un zahori con un péndulo es ser más listo?
– Confía en mí.
Capítulo 36
«No podías dormirte. Así era cómo sobrevivías. La hipotermia te provocaba sueño y cuando te dormías, entrabas en coma y luego morías.»
Michael estaba temblando, casi desvariando. Tenía frío, tanto, tanto frío; oía voces, oía a Ashley susurrándole al oído; levantó las manos para tocarla y sus nudillos golpearon la teca.
Le entró agua en la boca y la escupió. Tenía la cara pegada a la tapa del ataúd. La linterna ya no funcionaba, intentaba mantener el walkie-talkie por encima del nivel del agua, pero le dolía tanto el brazo que no iba a poder aguantar mucho más.
Se guardó el teléfono móvil, que estaba inservible, en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Era incómodo, pero lo alzaba tres centímetros más. Para lo que pudiera servir. Iba a morir; no sabía cuánto tiempo le quedaba, pero no era mucho.
– Ashley -dijo débilmente-. Ashley, cariño.
Entonces, le entró más agua en la boca.
Siguió escarbando el agujero cada vez más ancho y profundo de la tapa con la carcasa de la linterna. Pensó en la boda de mañana. Su madre enseñándole el vestido que se había comprado, y el sombrero y los zapatos y el bolso nuevo; había querido su aprobación, saber que estaba guapa en su gran día, había querido que estuviera orgulloso de ella, que Ashley estuviera orgullosa de ella. Recordó la llamada de su hermana pequeña, desde Australia, muy emocionada por el billete que le había comprado. Carly ya estaría aquí, en casa de su madre, preparándose.
Le dolía tanto el cuello que no sabía cuánto tiempo más podría soportarlo; cada pocos minutos tenía que relajarse, hundirse, aguantar la respiración, dejar que el agua le cubriera la cara y, luego, volver a emerger. Pronto, ya no sería posible.
Llorando de desesperación y terror, golpeó la tapa, la aporreó. Pulsó de nuevo el botón de «Hablar».
– ¡Davey! ¡Davey! ¿Davey? Escupió más agua.
Todas las moléculas de su cuerpo temblaban. Volvió a oír las interferencias.
Le castañeteaban los dientes. Bebió un trago del agua turbia, luego otro.
– Por favor, por favor. Alguien, por favor, por favor, que alguien me ayude, por favor.
Intentó calmarse, pensar en su discurso. Tenía que dar las gracias a las damas de honor. Proponer un brindis por ellas. Debía recordar dar las gracias primero a su madre. Acabar con el brindis por las damas de honor. Contar historias divertidas. Pete le había dado un chiste buenísimo. Sobre una pareja que se iba de luna de miel y…
Luna de miel.
Estaba todo reservado. Cogían el avión mañana por la noche, a las nueve, rumbo a las Maldivas. En primera clase, eso Ashley no lo sabía, era su regalito secreto.
«Sacadme de aquí, imbéciles. Voy a perderme mi boda, mi luna de miel. ¡Vamos! ¡Ya!»
Capítulo 37
El reloj del salpicadero del Ford marcó las 19.13 mientras Branson llevaba a Grace por delante de las elegantes fachadas de Kemp Town; luego accedieron a la carretera abierta, subieron por los acantilados, pasaron por delante de los enormes edificios neogóticos del colegio Roedean para chicas y luego por el edificio art déco del hospicio Saint Dunstan para invidentes. Estaba diluviando y el viento zarandeaba el coche peligrosamente. Llevaba días lloviendo sin parar. Branson subió el volumen de la radio, lo que ahogó el chisporroteo intermitente de la frecuencia de la policía, y comenzó a moverse al ritmo de una canción de los Scissor Sisters.
Grace lo toleró unos momentos, luego volvió a bajar el volumen.
– ¿Qué pasa, tío? Este grupo es una pasada -dijo Branson.
– Genial -dijo Grace.
– Quieres ligarte a una tía, ¿verdad? Pues tienes que estar al día en cultura musical.
– Y tú eres mi gurú cultural, ¿no?
Branson lo miró de reojo.
– También debería ser tu gurú del estilo. Deberías ir a mi peluquero. Ian Habbin, de The Point. Te modernizaría el peinado. Llevas un look tan de ayer.