Mark se inclinó sobre él, esforzándose por escucharle.
– Lo sshiento, no le he oído. ¿Qué ha dicho?
Aún hablando en voz baja deliberadamente, Grace dijo:
– Cuando estaba en la escuela de la policía tuvimos que ponernos en formación para que nos pasaran revista. Saqué brillo a la hebilla de los cinturones hasta que quedaron tan relucientes como un espejo. El jefe me hizo quitar el cinturón que llevaba puesto y levantarlo para que todo el mundo lo viera. Ese no lo había limpiado y pasé mucha vergüenza. Aquello me enseñó algo: lo importante no es sólo lo que se ve -concluyó y miró a Mark socarronamente.
– ¿Qué ha querido decir con essho esshastamente?
– Dejaré que lo piense, para la próxima vez que lave su BMW, señor Warren.
Grace se dio la vuelta y se marchó.
Capítulo 47
De vuelta al coche, con la lluvia golpeando el parabrisas, Grace estaba sumido en sus pensamientos. Tanto, que tardó varios momentos en advertir la multa enganchada en el limpiaparabrisas. «Cabrones.»
Se bajó del coche, cogió la multa y la sacó de su envoltorio de celofán. Treinta libras por pasarse cinco minutos de la hora en el justificante, y era imposible cargarlas a los gastos. El director se había cerrado en banda a ese respecto.
«Espero que me lo agradezcas, señor Branson, con tu agradable fin de semana descansando en Solihull.» Hizo una mueca y tiró indignado la multa al suelo del asiento del pasajero. Luego, volvió a centrarse en Mark Warren. Después, pensó en un curso de quince días sobre psicología forense que había realizado hacía cinco años en el centro de formación del FBI en Quantico, en Estados Unidos. No había bastado para convertirle en un experto, pero le había enseñado el valor de los instintos y a interpretar ciertos aspectos del lenguaje corporal.
Y el lenguaje corporal de Mark Warren era totalmente equivocado.
Mark Warren había perdido a cuatro amigos íntimos. Su socio estaba desaparecido, quizá muerto. Era muy probable que estuviera muerto. Tendría que encontrarse en estado de choque, aturdido, perplejo. No enfadado. Era demasiado pronto para estar enfadado.Y había advertido la reacción a su comentario sobre el lavado del coche. Estaba claro que había puesto el dedo en la llaga.
«No sé qué trama, señor Mark Warren, pero voy a encargarme de averiguarlo.»
Cogió el teléfono, marcó un número, escuchó los tonos. Al ser sábado por la tarde, esperaba oír el contestador, pero, en su lugar, le respondió una voz humana. Una mujer. Dulce y cálida. Era imposible que nadie adivinara por su voz con qué se ganaba la vida.
– Depósito de cadáveres de Brighton y Hove -dijo.
– Cleo, soy Roy Grace.
– ¿Qué hay, Roy, cómo te va? -La voz, por lo general bastante pija, de Cleo Morey de repente sonó traviesa.
De forma involuntaria, Grace se descubrió coqueteando con ella por teléfono.
– Bien. Estoy impresionado de que trabajes un sábado por la tarde.
– Los muertos no saben qué día de la semana es. -Dudó-. Supongo que a los vivos tampoco les importa demasiado. A la mayoría, en cualquier caso -añadió después.
– ¿A la mayoría?
– Me parece que la mayoría de los vivos no saben, en realidad, qué día de la semana es. Da la impresión que sí, pero, en realidad, no lo saben. ¿No te parece?
– Eso es filosofía dura para una tarde lluviosa de sábado -dijo Grace.
– Bueno, estoy estudiando filosofía en la universidad a distancia, así que tengo que practicar mis razonamientos con alguien. Estos de aquí no me responden demasiado.
Grace sonrió.
– ¿Cómo estás?
– Bien.
– Pareces un poco… decaída.
– Nunca he estado mejor, Roy. Sólo estoy cansada, nada más. Llevo aquí sola toda la semana. Falta personal, Doug está de vacaciones.
– Los chicos que se mataron el martes por la noche, ¿siguen en el depósito?
– Están aquí. Y también Josh Walker.
– ¿El que murió después en el hospital?
– Sí.
– Tengo que pasarme por allí, echarles un vistazo. ¿Te va bien ahora?
– No van a irse a ninguna parte.
A Grace siempre le había gustado su humor negro.
– Llegaré dentro de unos diez minutos -dijo.
El tráfico del sábado por la tarde era más denso de lo que esperaba y habían pasado casi veinte minutos cuando accedió a la concurrida rotonda, giró a la derecha, pasó por delante de un cartel que rezaba «Depósito de cadáveres de Brighton y Hove» y cruzó las puertas de hierro colado entre las columnas de ladrillo. Las puertas estaban siempre abiertas, las veinticuatro horas del día. Como un símbolo, reflexionó, de que los muertos no respetaban demasiado las horas de oficina.
Grace conocía demasiado bien este lugar. Era un edificio soso con un aura horrible. Una estructura larga de una sola planta con paredes grises y rugosas y una entrada cubierta en un lateral lo suficientemente profunda como para que aparcara una ambulancia o una furgoneta grande. El depósito era una parada en el viaje sin retorno a la tumba o al horno crematorio para personas que habían muerto repentina, violenta o inexplicablemente o de una enfermedad de evolución rápida como la meningitis vírica, en la que una autopsia podría revelar descubrimientos médicos que algún día podrían ayudar a los vivos.
Sin embargo, una autopsia era la máxima degradación. Un ser humano que hacía uno o dos días caminaba, hablaba, leía, hacía el amor -o lo que fuera-: abierto en canal y destripado como un cerdo en una mesa de carnicero.
No quería pensar en ello, pero no pudo evitarlo; había visto demasiadas autopsias y sabía qué ocurría. Se arrancaba el cuero cabelludo, luego se serraba la tapa del cráneo, se sacaba el cerebro y se cortaba en segmentos. Se abría la pared torácica, se extraían, se cortaban y se pesaban los órganos internos y de algunos trozos se realizaba un análisis patológico, el resto se metía en una bolsa de plástico blanca y volvía a coserse en el interior del cadáver como si fueran menudillos.
Aparcó detrás de un pequeño deportivo MG azul, que supuso que sería de Cleo, corrió bajo la lluvia hacia la entrada principal y tocó el timbre. La puerta azul con su cristal esmerilado podrían haberla sacado directamente de una casita de las afueras.
Al cabo de unos momentos, Cleo Morey le abrió, con una sonrisa afectuosa. Por muchas veces que la viera, nunca podía acabar de acostumbrarse a la incongruencia que suponía ver allí a esta joven sumamente atractiva, de casi treinta años, pelo largo y rubio, vestida con una bata verde de cirujano, un delantal verde de plástico resistente y botas de agua blancas. Con su físico podría haber sido modelo o actriz, y con su inteligencia seguramente podría haber estudiado cualquier carrera que se hubiera propuesto; sin embargo, había elegido ésta: registrar cadáveres, prepararlos para la autopsia, limpiar después e intentar ofrecer migajas de consuelo a las familias de los difuntos, siempre en estado de choque, que iban a identificar los cuerpos. Y durante la mayor parte del tiempo, trabajaba sola.
Roy recibió el impacto del olor de inmediato, como siempre; ese hedor dulce y horrible a desinfectante que impregnaba el lugar y hacía que se le revolviera el estómago.
Se dirigieron a la izquierda del estrecho vestíbulo hacia el despacho del director del depósito, que también hacía de recepción. Era una sala pequeña con un calefactor en el suelo, paredes rosadas revestidas de Artex, moqueta rosa, una fila de sillas para los visitantes dispuestas en forma de ele y una pequeña mesa metálica en la que había tres teléfonos, un fajo de sobres marrones pequeños con las palabras «Efectos personales» impresas y un gran libro de contabilidad verde y rojo con la leyenda «Registro del depósito» en letras mayúsculas doradas.