Había una caja de luz en una pared, así como una hilera de certificados enmarcados de «Salud e higiene públicas» con el nombre de Cleo Morey escrito debajo. En otra pared, había una cámara de circuito cerrado, que mostraba, en una secuencia continua entrecortada, imágenes de la parte delantera, de la trasera y de cada lateral del edificio y, luego, un primer plano de la entrada.
– ¿Una taza de té, Roy?
Clavó sus ojos de color azul vivo en los de él una fracción de segundo más de lo que exigía la pregunta. Unos ojos sonrientes. Unos ojos increíblemente afectuosos.
– Me encantaría.
– ¿English breakfast, Earl Grey, Darjeeling, té chino, camomila, menta poleo, té verde?
– Creía que estaba en el depósito de cadáveres, no en un Starbucks -dijo.
Ella sonrió.
– También tenemos café. Expreso, con leche, colombiano, moca…
Grace levantó la mano.
– Un té normal será perfecto.
– Con limón, con leche entera, semidesnatada…
Levantó las dos manos.
– La leche que tengas abierta. ¿Joe aún no ha llegado? Le había pedido a Joe Tindall, del SOCO, que se pasara.
– Aún no. ¿Quieres esperar a que llegue?
– Sí, deberíamos.
Pulsó un interruptor en el hervidor y desapareció en el vestuario que había enfrente. Cuando el agua comenzaba a borbotear, regresó con una bata verde, chanclos azules, una mascarilla y guantes de látex blancos, y se los entregó a Grace.
Mientras él se los ponía, Cleo le preparó el té y abrió una lata que contenía galletas digestivas. Grace cogió una y la masticó.
– ¿Así que has estado sola toda la semana? ¿No te deprime no hablar con nadie?
– Estoy siempre ocupada; esta semana hemos tenido diez admisiones. Iban a mandarnos a alguien del depósito de Eastbourne, pero también han recibido mucho trabajo. Debe de ser la última semana de mayo.
Grace se pasó la goma de la mascarilla por la cabeza, luego dejó que la máscara le cayera suelta por debajo de la barbilla; sabía por experiencia que los jóvenes no llevaban muertos tanto tiempo como para oler tan mal.
– ¿Han venido las familias de los cuatro chicos?
Ella asintió con la cabeza.
– Y el chico que estaba desaparecido, el novio, ¿ya sabéis algo de él?
– Justo ahora vengo de la boda -dijo Grace.
– Ya me parecía que ibas demasiado elegante para ser sábado, Roy. -Sonrió-. Entonces, ¿al menos ese tema se ha resuelto?
– No -contestó-. Por eso estoy aquí.
Cleo levantó las cejas, pero no hizo ningún comentario.
– ¿Hay algo en particular que quieras ver? Puedo darte copias de los informes del patólogo para el médico forense.
– Cuando llegue Joe, quiero que empecemos por las uñas -le contestó Grace.
Capítulo 48
Seguido de Joe Tindall, que se estaba poniendo los guantes, Grace siguió a Cleo por el suelo duro y moteado mientras observaba cómo su cabello de mechas rubias se balanceaba sobre el cuello de la bata verde. Pasaron por delante de la cristalera de la cámara de infecciones sellada, hasta la sala principal de autopsias.
La presidían dos mesas de acero, una fija, la otra con ruedas, un torno hidráulico azul y dos hileras de neveras con puertas que iban del suelo al techo. Las paredes estaban alicatadas en gris y toda la sala tenía un desagüe alrededor. En una pared había una hilera de fregaderos y una manguera amarilla enrollada. En otra, una encimera ancha, una tabla de cortar metálica y una vitrina llena de instrumentos y algunos paquetes de pilas Duracell. Junto a la vitrina, había un cuadro que listaba el nombre de cada fallecido, con columnas para los pesos de cerebro, pulmones, corazón, hígado, ríñones y bazo. Un nombre de hombre, Adrian Penny, con sus tétricos números, estaba escrito en rotulador azul.
– Es un motociclista al que le hicimos la autopsia ayer -dijo Cleo alegremente al ver lo que miraba Grace-. Adelantó a un camión y no vio que una viga de acero sobresalía por el lateral. Le cortó la cabeza al pobre desgraciado justo por debajo del cuello.
– ¿Cómo diablos consigues no volverte loca? -le preguntó él.
– ¿Quién dice que no lo estoy? -contestó ella alegre y sonriendo.
– No sé cómo te dedicas a esto.
– No son los muertos quienes hacen daño a la gente, Roy, sino los vivos.
– Bien visto -dijo.
No sabía qué opinaría sobre los fantasmas, pero no era momento de preguntárselo.
Hacía frío en la sala. El sistema de refrigeración emitía un zumbido y del techo llegaba un clic seco, de los fluorescentes que no se habían encendido bien.
– ¿Alguna preferencia sobre a quién quieres ver antes?
– No, me gustaría verlos a todos.
Cleo se dirigió a la puerta marcada con un «4» y la abrió. Al hacerlo, hubo una ráfaga de aire helado, pero eso no fue lo que causó que un escalofrío le recorriera el cuerpo, sino ver la forma humana que se ocultaba bajo las sábanas de plástico blanco en cada una de las cuatro hileras de bandejas metálicas con ruedas.
La empleada del depósito acercó el torno, lo subió accionando la manivela, luego puso la bandeja superior encima y cerró la puerta de la nevera. Después, apartó la sábana para descubrir a un hombre blanco rollizo, de pelo lacio, con el cuerpo y la cara amarillenta llenos de moratones y laceraciones, los ojos bien abiertos que transmitían sorpresa incluso en su quietud vidriosa, el pene arrugado y flácido entre una mata gruesa de vello púbico como si fuera un roedor hibernando. Grace miró la etiqueta beis atada al dedo gordo del pie. El nombre era «Robert Houlihan».
La mirada de Grace se posó directamente en las manos del joven. Eran unas manos grandes, gruesas, con las uñas mugrientas.
– ¿Tienes toda la ropa que llevaban?
– Sí.
– Bien.
Grace le pidió a Tindall que cogiera muestras de debajo de las uñas.
El agente del SOCO escogió una herramienta afilada de la balda de los instrumentos, le pidió a Cleo una bolsa de muestras, luego rascó con cuidado parte de la suciedad de cada una de las uñas y la metió en la bolsa, que etiquetó y selló.
Las manos del siguiente cuerpo, Luke Gearing, estaban en muy mal estado debido al accidente, pero aparte de la sangre que había debajo, las uñas, en carne viva por mordérselas, estaban razonablemente limpias. Las manos de Josh Walker tampoco estaban sucias, pero las de Peter Waring estaban roñosas. Tindall cogió muestras de debajo de las uñas y las metió en una bolsa.
Luego, él y Grace examinaron con cuidado toda la ropa. Había barro en todos los zapatos y muchos rastros de él en la ropa de Robert Houlihan y Peter Waring. Tindall metió todas las prendas en bolsas separadas.
– ¿Vas a volver al laboratorio con todo esto? -le preguntó Grace.
– Tenía pensado irme a casa. Estaría bastante bien verla antes de que acabe el fin de semana y tener vida propia, o al menos fingirlo.
– Detesto hacerte esto, Joe, pero necesito de verdad que te pongas a trabajar en esto ahora mismo.
– ¡Genial! ¿Quieres que pierda las entradas para el concierto de U2 de esta noche qué me costaron cincuenta libras cada una, deje plantada a mi novia y saque el saco de dormir del armario del despacho?
– U2… Es muy joven, ¿verdad?
– Sí, ¿y sabes qué, Roy? Tiene malas pulgas. Me exige mucha atención.
– La vida de un hombre podría estar en peligro.
– Quiero que me pagues de tu bolsillo el precio de las entradas -dijo Tindall, cada vez más furioso.
– No es mi caso, Joe.
– Vaya, ¿y de quién es?
– De Glenn Branson.
– ¿Y dónde coño está?
– En una fiesta de cumpleaños en Solihull.
– Cada vez pinta mejor.
Junto a la hilera de taquillas, Tindall se quitó la ropa protectora y la tiró a la basura.
– Que tengas una noche de puta madre, Roy -le dijo-. La próxima vez cárgate el fin de semana de otro.