Carly se encogió de hombros, con indiferencia.
– Yo quería cancelar la boda y el banquete -dijo Gill Harrison-. Fue Ashley la que insistió. Sentía que…
– Es una zorra -dijo Carly.
– ¡Carly! -exclamó su madre.
– Disculpe -dijo Carly-. Todo el mundo está convencido de que es… -hizo un movimiento cursi de Barbie con las manos- tan dulce; pero yo creo que es una zorra calculadora.
– ¡Carly!
Carly le dio a su madre un beso en la mejilla.
– Lo siento, mamá, pero es lo que es. -Volviéndose hacia Grace, dijo-: ¿Usted habría insistido en celebrar el banquete?
Grace, mirándolas a las dos, reflexionó antes de responder.
– No lo sé, Carly. Supongo que estaba entre la espada y la pared.
– Mi hermano es el chico más dulce del mundo -dijo-. Sí.
– Parece que Ashley no le cae bien -dijo Grace, agarrando la oportunidad.
– No, no me cae bien.
– ¿Por qué no?
– A mí me parece una chica encantadora -terció Gill Harrison.
– ¡Vaya gilipollez, mamá! Tú sólo te mueres por tener nietos. Te alegras de que Michael no sea gay y punto.
– Carly, qué cosas más horribles dices.
– Sí, bueno, es la verdad. Ashley es una mujer fría y manipuladora.
Grace, que, de repente, se puso nervioso, intentó permanecer impasible.
– ¿Qué hizo que tuviera esa impresión, Carly?
– No la escuche -dijo Gill Harrison-. Está cansada y exaltada por el jet lag.
– Y una mierda -dijo Carly-. Es una cazafortunas.
– ¿La conocen ustedes bien? -preguntó Grace.
– Yo la he visto una vez y ya tuve suficiente -dijo Carly.
– Yo creo que es una chica estupenda -contestó Gill-. Es inteligente, hogareña, se puede hablar con ella, mantener una conversación como Dios manda. Se ha portado muy bien conmigo.
– ¿Conoce a su familia? -preguntó Grace.
– La pobre no tiene más familia que su encantador tío canadiense -dijo Gill-. Sus padres murieron en un accidente de coche mientras estaban de vacaciones en Escocia cuando ella tenía tres años. La criaron unos padres de acogida que eran unos desalmados. Primero vivieron en Londres, luego se marcharon a Australia. Su padre intentó violarla en repetidas ocasiones cuando ella era adolescente. Se fue de casa cuando tenía dieciséis años y se marchó a Canadá, a Toronto, donde su tío y su tía la acogieron. Su tía murió hace muy poco, según parece, y está muy afectada. Creo que Bradley y su mujer eran las únicas personas que le mostraron afecto. Ha tenido que arreglárselas sola en el mundo. La admiro mucho.
– ¡Eso son cuentos chinos! -dijo Carly.
– ¿Por qué dice eso? -preguntó Grace.
– Porque no la creí cuando la conocí. Y después de verla hoy, aún me la creo menos. No sé cómo explicarlo, pero no quiere a mi hermano. Lo sé. Puede que se muriera por casarse con él, pero eso no significa que lo quiera. Si lo quisiera de verdad, jamás habría aceptado esta farsa de hoy, habría estado demasiado destrozada. -Grace la miró con un interés cada vez mayor-. ¿Lo ve? -dijo Carly-. Así habla una mujer. Quizás una mujer con jet lag, como dice mi madre, pero una mujer. Una mujer cariñosa que quiere a su hermano. No como esa zorrona asquerosa que tiene por prometida.
– ¡Carly!
– A la mierda, mamá.
Capítulo 52
Después de que Ashley se marchara del piso, aún furiosa con él, Mark encendió el televisor, con la esperanza de estar a tiempo de ver las noticias locales. También lo intentó con la radio, pero ya eran las siete pasadas y se las había perdido.
Se había cambiado y puesto unos vaqueros, unas deportivas, una sudadera y un anorak fino, y llevaba una gorra de béisbol con la visera bien baja sobre la frente. Temblaba de los nervios y por la sobredosis de cafeína. Ya se había tomado dos tazas de café cargado en un intento de que se le pasara la borrachera y ahora estaba acabándose la tercera. Dio los últimos tragos y se dirigió hacia la puerta del piso. Justo cuando llegó, sonó el teléfono.
Corrió hacia el salón y miró la pantalla de identificación de llamadas. Número privado. Tras dudar un momento, descolgó.
– Soy Kevin Spinella, del Argus. Me gustaría hablar con el señor Mark Warren.
Mark blasfemó. De haber podido pensar con mayor claridad, le habría dicho al hombre que Mark Warren no estaba, pero en lugar de eso se oyó decir:
– Sí, soy yo.
– Señor Warren, buenas tardes, siento molestarle un sábado por la tarde. Llamo por su socio, Michael Harrison. He ido a la boda que tendría que haberse celebrado esta tarde en la iglesia de Todos los Santos, en Patcham. Usted era el pa-drino, no me pareció adecuado importunar en la iglesia, pero me preguntaba si podríamos hablar ahora.
– Eh, sí, sí, claro.
– Tengo entendido que Michael Harrison desapareció durante su despedida de soltero, cuando se produjo ese terrible accidente. Tengo curiosidad por saber por qué usted, al ser el padrino, no estaba allí.
– ¿En la despedida de soltero?
– Exacto.
– Tendría que haber estado, por supuesto -dijo Mark, tranquilo, intentando sonar simpático, que todo pareciera perfectamente natural-. Estaba fuera de la ciudad, en el norte, en una reunión de negocios. Lo había programado todo para regresar a tiempo, pero mi vuelo se retrasó por culpa de la niebla -dijo Mark.
– ¿Dónde fue eso?
– En Leeds.
– Ah, bien. Estas cosas pasan, es el problema de este país.
– ¡Exacto! -dijo Mark, que sintió que comenzaban a entenderse.
– Por lo que dice la policía tengo entendido que desconoce cuáles eran los planes para la despedida de soltero. ¿Es correcto?
Mark se quedó callado un momento. Pensando. Con cuidado.
– No -dijo-. Eso no es estrictamente verdad. Quiero decir… No es verdad en absoluto. Habíamos planeado ir de pubs.
– ¡Ir de pubs! Bien, de acuerdo; pero lo normal es que el padrino organice la despedida de soltero.
– Sí, eso creo.
– Pero ¿usted no organizó esta despedida de soltero?
Mark intentó centrarse. Estaban sonando todas las alarmas.
– Sí, la organicé yo. Michael no quería nada muy rebuscado. Sólo ir a algunos pubs con sus colegas. Yo tenía planeado ir, sin duda.
– ¿Qué planes tenían exactamente?
– Nosotros… íbamos a hacer lo típico, ya sabe, ir a un montón de pubs, emborrachar a Michael y luego dejarlo en casa. Íbamos a alquilar un minibús y sortear quién de nosotros no bebía para conducir, pero uno del grupo dijo que tenía acceso a una furgoneta y que no le importaba no beber, así que nos decidimos por eso.
– ¿Dónde encaja el ataúd en este plan?
Mierda. Mark sintió que se hundía cada vez más en el fango.
– ¿Un ataúd, ha dicho?
– Tengo entendido que cogieron un ataúd.
– ¡No sé nada de un ataúd! -exclamó Mark-. Eso es nuevo para mí. -Intentando sonar sorprendido de verdad y para causar mayor impresión de ello, repitió-: ¿Un ataúd?
– ¿Cree que sus amigos lo organizaron en su ausencia? -le preguntó el periodista.
– Por supuesto. Debieron de hacerlo. Uno de ellos, Robert Houlihan, trabaja, trabajaba, para su tío, en una funeraria, pero nunca hablamos de un ataúd. ¿Está seguro de lo que dice?
– La policía me ha informado de que creen que en la furgoneta había un ataúd, antes del accidente. ¿Se le ocurre qué podría haberle pasado a Michael Harrison?
– No, no tengo ni idea. Estoy tremendamente preocupado.
– Ayer hablé con la viuda de uno de sus amigos. La señora Zoe Walker. Me dijo que tenían planeado vengarse de Michael Harrison porque a menudo les gastaba bromas al resto de ustedes. ¿El ataúd podría tener algo que ver con eso?
– Como ya le he dicho, no sé nada de ningún ataúd. Parece una idea de última hora.