Un haz de luz le inundó de repente desde arriba y oyó el estruendo de las aspas de un helicóptero. Al cabo de un momento, la luz avanzó y vio que el helicóptero descendía.
Marcó un número en el móvil. Respondieron casi de inmediato.
– Hola, al habla el comisario Grace. Estoy en un atasco en la A 26 al sur de Crowborough. Parece que ha habido un accidente más adelante. ¿Pueden informarme?
Le pasaron con el centro de operaciones.
– Hola, comisario -dijo una voz de hombre-. Ha habido un accidente grave. Nos han comunicado que hay muertos y personas atrapadas. La carretera estará cortada un rato. Será mejor que dé la vuelta y coja otra ruta.
Roy Grace le dio las gracias y colgó. Entonces sacó su Blackberry del bolsillo de la camisa, buscó el número de Claudine y le mandó un mensaje.
Le contestó casi al instante. Le decía que no se preocupara, que llegara cuando pudiera.
Aquello hizo que sintiera aún más simpatía por ella.
Y le ayudó a olvidarse de lo que le esperaba al día siguiente.
Capítulo 4
Viajes como aquél no ocurrían a menudo, pero cuando sucedían, vaya, ¡Davey los disfrutaba de verdad! Iba sentado en el asiento del copiloto al lado de su padre con el cinturón abrochado mientras el coche de policía que les escoltaba avanzaba a toda velocidad delante de ellos, las luces azules encendidas, la sirena ululando: «nii-noo, nii-nooo», yendo en dirección contraria, adelantando kilómetros y kilómetros de vehículos inmóviles. Aquello era mejor que cualquier atracción de feria en la que le hubiera montado su padre, incluso las de Alton Towers, ¡y eso que no había ninguna que fuera mejor!
– ¡Yupiiiiii! -gritó, entusiasmado.
Davey era adicto a las series de policías americanas, razón por la cual le gustaba hablar con acento estadounidense. A veces era de Nueva York; a veces de Misuri; a veces de Miami; pero casi siempre de Los Angeles.
Phil Wheeler, un hombre corpulento, con una barriga cervecera inmensa, que llevaba el uniforme de pantalones marrones, botas viejas y gorro negro de lana, sonrió a su hijo, sentado a su lado. Años atrás, su mujer se había derrumbado y marchado por la presión de cuidar a Davey. Durante los últimos diecisiete años le había criado solo.
El coche de policía aminoró la marcha al adelantar a una cola de maquinaria excavadora pesada. El remolcador llevaba estampado «Grúas Wheeler» a ambos lados y tenía luces ámbar en el techo de la cabina. Más adelante, por el parabrisas, los faros y las luces iluminaban primero la parte delantera destrozada de la furgoneta Ford Transit, aún empotrada parcialmente debajo del parachoques del camión de cemento, y luego el resto de la furgoneta, aplastada como una lata de coca-cola y volcada sobre un seto maltrecho.
Destellos de luz azul se deslizaban por el asfalto mojado y el arcén de hierba brillante. En la escena aún había coches de bomberos, de policía y una ambulancia; también un gran grupo de gente, bomberos y policías, en su mayoría con chaquetas reflectantes, andaban por allí. Un policía barría cristales de la carretera con una escoba.
La cámara del fotógrafo de la policía disparó el flash. Dos investigadores de accidentes extendían una cinta métrica. Trozos de metal y cristales brillaban por todas partes. Phil Wheeler vio una llave de cruceta, una zapatilla deportiva, una alfombrilla, una chaqueta.
– ¡Qué mala pinta tiene esto, papá! -Esta noche tocaba acento de Misuri.
– Muy mala.
Phil Wheeler se había curtido a lo largo de los años y ya nada le impactaba. Había visto todo tipo de tragedias relacionadas con vehículos: un hombre de negocios decapitado, todavía con traje, camisa y corbata, con el cinturón abrochado en el asiento del conductor entre los restos de su Ferrari, figuraba entre las imágenes que recordaba con más nitidez.
Davey, que acababa de cumplir veintiséis años, llevaba su gorra de béisbol de los Yankees de Nueva York vuelta hacia atrás, chaqueta de borreguillo encima de una camisa de leñador, vaqueros y borceguíes. Le gustaba vestir como veía que vestían, en televisión, los americanos. El chico tenía una edad mental de seis años, y eso no cambiaría nunca; pero tenía una fuerza física sobrehumana que a menudo le venía bien en los desplazamientos. Davey podía doblar planchas de metal con las manos. En una ocasión, había levantado él sólito la parte delantera de un coche que aplastaba una motocicleta.
– Muy mala -admitió-¿Crees que hay muertos, papá?
– Espero que no, Davey.
– ¿Crees que puede haberlos?
Un guardia de tráfico, con gorra con visera y chaleco amarillo fluorescente, se acercó a la ventanilla del conductor. Phil la bajó y reconoció al agente.
– Buenas noches, Brian. Tiene mala pinta.
– Un vehículo provisto de equipo de levantamiento está de camino para encargarse del camión. ¿Puedes ocuparte de la furgoneta?
– No hay problema. ¿Qué ha pasado?
– Choque frontal, la Transit y el camión. Hay que llevar la furgoneta al depósito.
– Dalo por hecho.
Davey cogió su linterna y se bajó del coche. Mientras su padre hablaba con el poli, iluminó los alrededores, las manchas de aceite y repasó la carretera. Luego miró con curiosidad la ambulancia alta, cuadrada; la luz interior brillaba tras las cortinas corridas de la ventanilla trasera; se preguntó qué estaría pasando ahí dentro.
Pasaron casi dos horas antes de que todas las piezas de la Transit estuvieran cargadas y encadenadas al remolque de plataforma. Su padre y el guardia de tráfico, Brian, se habían alejado un poco. Phil encendió un cigarrillo con su mechero a prueba de lluvia. Davey los siguió, liándose un cigarrillo con una mano y encendiéndolo con su Zippo. La ambulancia y casi todos los demás vehículos de emergencia se habían ido y una grúa enorme levantó la parte delantera de un camión de cemento hasta que las ruedas delanteras -la del lado del conductor estaba reventada y torcida- dejaron de tocar el suelo.
Había parado de llover y la luna asomaba brillante entre las nubes. Brian y su padre hablaban ahora de pesca: el mejor cebo para las carpas en esta época del año. Aburrido y con ganas de orinar, Davey caminó por la carretera, dando caladas a su cigarrillo y mirando el cielo en busca de murciélagos. Le gustaban los murciélagos, los ratones, las ratas, los campañoles, toda esa clase de animalejos. En realidad, le gustaban todos los animales. Los animales nunca se reían de él como hacían los humanos, cuando iba al colegio. Quizás iría a la madriguera cuando llegaran a casa. Le gustaba sentarse ahí fuera a la luz de la luna y ver jugar a los tejones.
Moviendo la luz de la linterna, se adentró un poco entre los matorrales, se bajó la bragueta y vació la vejiga sobre unas ortigas. Justo cuando acababa, oyó una voz, justo delante de él, que le dio un susto de muerte.
– ¿Eh, hola?
Una voz entrecortada, incorpórea. Davey pegó un brinco. Luego, volvió a oír la voz.
– ¿Hola?
– ¡Mierda! -Dirigió el haz de luz hacia la maleza, pero no vio a nadie-. ¿Hola? -respondió.
Al cabo de unos momentos, volvió a oír la voz.
– ¿Hola? ¿Eh, hola? ¿Josh? ¿Luke? ¿Pete? ¿Robbo?
Davey enfocó la linterna hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia delante. Oyó que algo se movía y apareció el rabo de un conejo en la luz, un instante; luego, desapareció.
– ¿Hola, quién es?
Silencio.
Un silbido de interferencias. Un crujido.
– ¿Hola? ¿Hola? ¿Hola?
Algo brillaba en un arbusto. Se arrodilló. Era una radio, con una antena. Al inspeccionarla con más detenimiento, se dio cuenta, emocionado, de que era un walkie-talkie.
Lo iluminó con la linterna, examinándolo un ratito, casi con miedo a tocarlo. Luego, lo cogió. Pesaba más de lo que parecía, estaba frío, mojado. Debajo de un gran botón verde vio la palabra «Hablar».