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– ¡Creo que hoy iremos a ver animales! -dijo Jaye.

– ¿Eso crees?

– Sí.

Era una niña bonita, de largo cabello rubio plateado, cara feliz y angelical y risa contagiosa. Hoy iba vestida muy elegante, como siempre, con un traje verde con adornos de encaje blancos y calzaba un diminuto par de deportivas rosas. A veces, las expresiones que usaba, y las cosas que decía, parecían propias de una persona mayor. Había momentos en los que Grace tenía la sensación de estar con una adulta en miniatura, no con una niña.

– ¿Por qué lo crees?

– Bueno, a ver.

Jaye se inclinó hacia delante y jugueteó con los diales de la radio del coche de Grace, seleccionó el CD y pulsó un número. Comenzó a sonar el primer corte de un disco de Blue.

– ¿Te gusta Blue?

– Me gustan los Scissor Sisters.

– ¿Sí?

– Molan. ¿Los conoces?

Grace recordó que a Glenn Branson le había dado por escucharlos.

– Claro.

– Estoy segura de que vamos a ver animales.

– ¿Qué clase de animales crees que vamos a ver?

La niña subió el volumen y movió los brazos al ritmo de la música.

– Jirafas.

– ¿Quieres ver jirafas?

– Las jirafas no sueñan demasiado -le informó.

– ¿No? ¿Hablas con las jirafas de sus sueños?

– Tenemos un proyecto en el cole sobre sueños de animales. Los perros sueñan mucho. Los gatos también.

– Pero ¿las jirafas no?

– No.

Grace sonrió.

– Vale, ¿y cómo lo sabes?

– Lo sé y punto.

– ¿Qué me dices de las llamas?

La niña se encogió de hombros.

Era una maravillosa mañana de finales de primavera, el sol brillaba y calentaba y los deslumbraba a través del parabrisas, y Grace sacó sus gafas de sol de la guantera. Había indicios, por lo menos hoy, de que el largo periodo de mal tiempo podría haber acabado. Y Jaye era una persona risueña, le encantaba su compañía. Normalmente, se olvidaba de sus problemas durante las preciosas horas que pasaba con ella.

– ¿Y qué más estáis haciendo en el cole?

– Cosas.

– ¿Qué tipo de cosas?

– En estos momentos, el cole me aburre.

Grace conducía con extrema cautela cuando llevaba a Jaye en el coche. Estaban alejándose despacio de Brighton en dirección al campo.

– La última vez que salimos me dijiste que te divertías mucho en el cole.

– Los maestros son tontos.

– ¿Todos?

– La señorita Dean no. Ella es buena.

– ¿Qué enseña?

– Sueños de jirafas.

Se echó a reír.

Grace se detuvo al ver que el tráfico hacía cola en una rotonda.

– ¿Es lo único que enseña?

Jaye se quedó callada un momento, luego dijo de repente:

– Mamá cree que tendrías que casarte otra vez.

– ¿Eso cree? -dijo Grace sorprendido.

Jaye asintió con firmeza.

– ¿Y tú qué crees?

– Creo que serías más feliz si tuvieras novia.

Llegaron a la rotonda. Grace tomó la segunda salida, hacia la carretera de circunvalación de Brighton.

– Bueno -dijo-, ¿quién sabe?

– ¿Por qué no tienes novia? -preguntó la niña.

– Porque… -Dudó-. Bueno, ya sabes, encontrar a la persona adecuada no es siempre tan fácil.

– Yo tengo novio -anunció Jaye.

– ¿Sí? Háblame de él.

– Se llama Justin. Va a mi clase. Me ha dicho que quiere casarse conmigo.

Grace la miró de reojo.

– ¿Y tú quieres casarte con él?

Ella negó con la cabeza enérgicamente.

– ¡Es repugnante!

– ¿Es tu novio, pero es repugnante? ¿Qué tipo de novio es ése?

– Estoy pensando en romper -dijo, muy seria.

Ésta era otra de las razones por las que a Grace le encantaba salir de excursión con Jaye, porque tenía la sensación de que la niña le mantenía en contacto con los jóvenes. Ahora, por un momento, se sentía totalmente perdido. ¿Había tenido él novia a los ocho años? Qué va…

Le sonó el móvil, guardado en el bolsillo portamapas de la puerta. Lo cogió y se lo llevó a la oreja en lugar de utilizar el manos libres por si acaso se trataba de una mala noticia que pudiera entristecer a Jaye.

– Roy Grace -dijo.

– ¿Hola? ¿Comisario Grace? -dijo una voz de chica.

– Sí, soy yo.

– Soy la detective Boutwood.

– ¿Emma-Jane? Hola, bienvenida al equipo.

Parecía nerviosa.

– Gracias. Estoy en Sussex House. El detective Nicholl me ha pedido que lo llamara. Hay novedades.

– Cuéntame.

– Bueno, señor, no son buenas noticias -dijo, aún más nerviosa ahora-. Unos excursionistas han encontrado un cadáver en Ashdown Forest, a unos tres kilómetros al este de Crowborough.

Justo en el corazón de la zona donde sospechaban que estaba Michael Harrison, pensó Grace al instante.

– Se trata de un hombre joven -continuó la detective-. De unos veintiocho a treinta y pico años. Parece que su descripción encaja con la de Michael Harrison.

– ¿En qué estado está? -dijo mirando a Jaye.

– No dispongo de esa información. El doctor Churchman va hacia allí. El detective Nicholl quiere saber si usted podrá ir.

Grace volvió a mirar a Jaye. No tenía más remedio.

– Estaré allí dentro de una hora.

– Gracias, señor.

– Mamá dice que la gente no debería hablar por el móvil mientras conduce -le informó Jaye cuando colgó-. Es muy peligroso.

– Tu mamá tiene mucha razón. Jaye, lo siento, voy a tener que llevarte a casa.

– Aún no hemos visto la jirafa.

Grace puso el intermitente para dejar la carretera en la siguiente salida y dar la vuelta.

– Lo siento. Hay un joven que ha desaparecido y debo ayudar a buscarle.

– ¿Puedo ayudar yo también?

– Esta vez no, Jaye, lo siento.

Cogió el teléfono y marcó el número de la casa de Jaye. Afortunadamente, sus padres estaban en casa. Grace le dio a su madre una versión resumida de los hechos y dio la vuelta. Le prometió que la recogería el domingo siguiente. Irían a ver una jirafa, sin falta.

Diez minutos después, cogida de la mano de Grace, Jaye se dirigió a la puerta de su casa. La decepción de la niña era palpable.

Grace se sentía fatal.

Capítulo 58

Un coche patrulla de la policía salpicado de barro esperaba en el arcén de la carretera principal, marcándole la entrada del sendero que llevaba al bosque. Grace se detuvo al lado y entonces el agente al volante le guio por el camino durante un kilómetro y medio largo.

El sendero anegado y lleno de baches apenas era transitable con su coche. El cárter rozaba el suelo y las ruedas delanteras resbalaban y giraban al perder tracción. El barro estallaba sobre el capó y salpicaba el parabrisas con grandes gotas marrones. Grace, que había llevado el Alfa a un túnel de lavado carísimo justo antes de pasar a recoger a Jaye, renegó. Entonces, unos tojos, que sonaron como si fueran clavos, rascaron el lateral. Volvió a renegar, más alto, nervioso, disgustado por haber decepcionado a Jaye, pero mucho más por las noticias sobre el cadáver.

«No tiene por qué ser Michael Harrison», pensó. No obstante, tenía que reconocer que era difícil no ver la coincidencia. Michael Harrison había sido visto por última vez en aquella zona. Ahora, aparecía un cuerpo que encajaba con su edad, estatura y constitución.

La cosa no pintaba bien.

Al doblar una curva, vio un grupo de vehículos enfrente y una cinta amarilla que acordonaba la escena del crimen. Había dos coches de policía, una furgoneta blanca del SOCO, una furgoneta verde sencilla -seguramente perteneciente a una funeraria- y un deportivo Lotus Elise descapotable que sabía que era de Nigel Churchman, el especialista patólogo de la ciudad aficionado a los juguetes. ¿Cómo había subido con eso hasta allí?