Выбрать главу

Se detuvo y abrió la puerta del coche, esperando que el hedor pegajoso a muerte le saturara la nariz, pero sólo percibió el olor a pino, flores, tierra, los aromas del bosque. Quienquiera que fuera no llevaba muerto mucho tiempo, pensó mientras se acercaba. Sus mocasines se hundieron al instante en la tierra cenagosa del bosque.

Sacó el traje blanco protector y los chanclos de una bolsa que guardaba en el maletero del coche, se los puso y se acercó, pasando por debajo de la cinta. Joe Tindall, también vestido con ropa blanca protectora y botas blancas, se volvió hacia él. Llevaba una gran cámara en la mano.

– ¡Hola! -lo saludó Grace-. ¡Menudo fin de semana estás teniendo!

– Lo mismo te digo -le contestó Tindall agriamente, señalando con la cabeza la maleza que se extendía detrás de él-. ¿Sabes que mi madre quería que fuera contable?

– Nunca te he imaginado obsesionado con los números -contestó Grace.

– Al parecer, la mayoría de los contables tienen vida propia -le replicó él.

– Pero ¿qué clase de vida?

– Una en la que logran pasar los domingos en casa con su mujer e hijos.

– Todas las personas con hijos que conozco -contestó Grace- se mueren por librarse de ellos durante el día. Sobre todo, los domingos. -Le dio una palmadita en el hombro a su compañero-. El domingo que a uno cura a otro lo mata.

Tindall señaló el cuerpo con la cabeza, apenas visible entre la densa maleza.

– Bueno, ése no ha tenido un buen domingo, lo mires por donde lo mires.

– Seguramente, no es la mejor metáfora, dadas las circunstancias -dijo Grace.

Se acercó al cadáver, que tenía una docena o más de moscas azules revoloteando encima. Churchman, un hombre guapo, en buena forma, de rostro aniñado, que llevaba puesto un mono blanco, estaba arrodillado junto a él, con una pequeña grabadora en la mano.

Grace vio a un joven rubio con un ligero sobrepeso y el pelo corto de punta. Llevaba una camisa de cuadros, vaqueros anchos y botas marrones. Estaba tumbado boca arriba, con la boca abierta y los ojos cerrados y tenía la piel amarillenta. Lucía un pequeño pendiente de oro en la oreja derecha. Los rasgos de su cara redonda, paralizada por la muerte, eran aniñados.

Intentó recordar las fotografías de Michael Harrison que había visto. El color del pelo era el mismo, las facciones podrían ser las suyas, pero le había parecido más guapo que éste. Asimismo, Grace sabía que el físico de las personas cambiaba cuando morían, al contraerse la piel y secarse la sangre.

Nigel Churchman lo miró.

– Hola, Roy. ¿Cómo estás? -le dijo.

– Bien, ¿y tú?

El patólogo asintió con la cabeza.

– ¿Qué tenemos?

– Todavía no estoy seguro, es demasiado pronto para decirlo.

Con las manos enguantadas levantó con cuidado la cabeza del joven. Grace tragó saliva cuando docenas de pequeñas moscas salieron volando furiosas. Había una herida profunda, irregular, en la parte trasera del cráneo, cubierta de pelo enmarañado y sangre oscura coagulada.

– Ha recibido un golpe violento con un objeto contundente -dijo Churchman. Luego, con su sentido del humor mordaz típico, añadió-: Ha sido muy perjudicial para su salud.

– ¿Sabes? Cada vez que te veo estás más enfermo.

Churchman esbozó una sonrisa amplia, como si fuera un cumplido.

– Hablas como mi mujer.

– Creía que te habías divorciado.

– Así es.

Los interrumpió un silbido agudo, un crujido y luego una voz que salió de la radio de uno de los policías que había detrás de él. Grace se volvió y vio que el agente le hablaba a la radio para dar un informe. Luego miró el cadáver, examinándolo con cuidado, fijándose de nuevo en la cara, la ropa, el reloj barato y la correa de plástico aún más barata. El brazalete de cuerda verde en la muñeca derecha. Movió la mano por encima de la cara del cadáver para ahuyentar las moscas. Sí, el cuerpo estaba en el lugar correcto, pero ¿podían tener la certeza de que se trataba de Michael Harrison?

– ¿No lleva nada encima? ¿Ni tarjeta de crédito ni documentación?

– No hemos encontrado nada.

Mirando al joven otra vez, Grace se preguntó si se habría vestido así para su despedida de soltero. La imagen que tenía de Michael Harrison era la de alguien mucho más elegante. Este hombre parecía un macarra; pero, fuera quien fuera, no merecía estar ahí, picoteado por las moscardas, con el cráneo hundido.

– ¿Alguna idea de cuánto tiempo lleva ahí? -preguntó Grace.

Churchman irguió todo su metro ochenta y dos de estatura.

– Es difícil de saber. No mucho. No hay rastro de infestación de larvas de primera generación, ni decoloración de la piel. Con el tiempo que hemos tenido, varios días seguidos de ambiente cálido y bochornoso, cabría esperar un deterioro rápido. Como máximo, lleva aquí veinticuatro horas, posiblemente menos.

A Grace, la cabeza le iba a mil por hora. Pensaba en todos los hombres jóvenes entre veinte y treinta años cuya desaparición se había denunciado en las últimas dos semanas. Conocía demasiado bien las estadísticas, de todos los años que había pasado buscando a Sandy. Sólo en Inglaterra desaparecían doscientas cincuenta mil personas al año. De éstas, a una tercera parte nadie volvía a verlas. Algunas estaban muertas y sus asesinos se habían deshecho de los cuerpos de un modo tan eficiente que jamás las encontrarían. Otras habían huido, más allá de lo que podían abarcar los mayores esfuerzos de la policía. Y, si no, se habían marchado al extranjero y habían cambiado de identidad.

A las manos de Grace sólo llegaba una mínima parte de los casos de personas desaparecidas: aquellas que se habían esfumado en circunstancias sospechosas; aquellos casos que la policía investigaba y el minúsculo porcentaje que le pedían que revisara.

La cronología de los hechos encajaba. El físico encajaba, más o menos. Más o menos. Sólo había un modo de averiguarlo.

– Llevémoslo al depósito -dijo-. A ver si alguien puede identificarlo.

Capítulo 59

Desnudo excepto por la toalla que llevaba alrededor de la cintura, Mark salió de la ducha y entró en el vestuario del gimnasio. Había sudado la gota gorda haciendo ejercicio, pero había sido un partido de tenis pésimo. Había jugado muy mal contra su oponente habitual de los domingos por la mañana, un banquero de inversiones mitad danés mitad americano de piel olivácea y determinación nervuda llamado Tobias Kormind. No solía vencer a Tobias, pero normalmente le ganaba un set. Hoy, distraído e incapaz de concentrarse, sólo había conseguido arañar un par de juegos en todo el partido.

A Mark le gustaba Tobias porque nunca había formado parte del reducido círculo de viejos amigos de Michael. Y Tobias, que tenía una mente creativa y buenos contactos en el mundo bancario de Londres, le había dado a Mark ideas inteligentes para ampliar Inmobiliaria Doble M más allá de los límites de Brighton y convertirla en un imperio inmobiliario internacional; pero Michael nunca había querido ni oír hablar del tema. Nunca vio motivo para arriesgarse. Él sólo quería continuar por el camino lento y pesado por el que avanzaban: urbanización tras urbanización, vendían una y luego pasaban a la siguiente.

Tobias le dio una palmadita amistosa en la espalda.

– Supongo que no tenías la cabeza para partidos esta mañana, ¿eh?

– Supongo que no, lo siento.

– Bueno, esta semana te han pasado cosas terribles. Has perdido a cuatro de tus mejores amigos y tu socio ha desaparecido. -Tobias, que estaba en pie y desnudo, se secó el pelo con la toalla enérgicamente-. ¿Qué está haciendo la policía? Tienes que estarles encima, ¿sabes? Insistirles, como hace todo el mundo. Seguramente, estarán hasta arriba de trabajo y reaccionarán mejor con la gente que los presiona.