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Mark sonrió.

– Ashley es una chica muy tenaz. Les está haciendo pasar las de Caín.

– ¿Cómo está?

– Va tirando, más o menos. Ayer fue difícil para ella. Algunas personas a las que no había podido localizar fueron a la boda.

Tobias no conocía ni a Michael ni a Ashley, así que no pudo añadir mucho más.

– Pinta mal, si no se presentó a la boda.

Mark asintió e introdujo la llave en la puerta de la taquilla. Al abrirla, su móvil, que había guardado dentro, sonó dos veces. La pantalla le informó de que tenía cuatro mensajes de voz.

Tras disculparse con Tobias y alejarse de él unos pasos, los escuchó. El primero era de su madre. Le preguntaba si había novedades y le recordaba que no se retrasara para la comida de hoy domingo, ya que por la tarde iba a un concierto. El siguiente era de Ashley, y parecía preocupada: «¿Mark? ¿Mark? Bueno, supongo que estarás jugando. Llámame en cuanto escuches el mensaje». Luego, otro de Ashley: «Soy yo, otra vez». El cuarto también era de Ashley: «Mark…, por favor, llámame. Es muy urgente».

Alejándose aún más de Tobias, sintió que se ponía pálido. ¿Había aparecido Michael?

Se había pasado toda la noche pensando, intentando imaginar cómo había salido Michael del ataúd y qué le diría si se encaraba con él. ¿Se creería Michael que él no sabía nada del plan? Lo único que hacía falta era un mensaje en la Palm de Michael. Mark -y los otros- le habían mandado varios, en los que le tomaban el pelo sobre la despedida de soltero.

Llamó a Ashley, temiéndose lo peor. Parecía afligida y, al mismo tiempo, extrañamente formal -supuso que por si alguien había pinchado los teléfonos.

– Yo… No sé exactamente qué está pasando -dijo-. Hace una media hora me ha telefoneado una detective joven llamada Emma-Jane no sé qué, eh… -Se quedó callada un momento. Mark oyó un movimiento de papeles y luego su voz otra vez-. La detective Boutwood. Me ha preguntado si Michael llevaba un pendiente. Le he dicho que llevaba uno cuando empezamos a salir, pero que hice que se lo quitara porque creía que perjudicaba su imagen.

– Y tenías razón -contestó Mark.

– ¿Crees que se lo podría haber puesto para la despedida de soltero?

– Es posible. Ya sabes que siempre le ha gustado vestirse un poco macarra cuando sale. ¿Por qué?

– Acaba de llamarme otra vez esa detective. Han encontrado un cadáver que encaja con la descripción de Michael en el bosque que hay cerca de Crowborough.

Se echó a llorar. Era una gran actuación si alguien estaba escuchando su conversación.

– Dios santo -dijo Mark-. ¿Están seguros de que es él?

– No lo sé -dijo entre sollozos profundos y entrecortados-. Le han pedido a la madre de Michael que vaya al depósito a identificar el cadáver. Acaba de llamarme para pedirme que la acompañe. Quiere que vayamos en cuanto podamos.

– ¿Quieres que vaya? Podría llevaros a las dos.

– ¿No te importa? Yo… No creo que pueda conducir y Gill tampoco, está destrozada. Dios mío, Mark, esto es horrible -dijo y se echó a llorar otra vez.

– Ashley, llegaré en cuanto pueda. Pasaré a recoger primero a Gill, vive más cerca, y luego a ti. Estaré contigo dentro de media hora.

Ashley lloraba tan desesperadamente que Mark no estaba seguro de si le había oído.

Capítulo 60

De vuelta a Brighton, Grace llamó a Jaye y se disculpó por haber tenido que acortar su salida.

– ¿Cómo se llama el chico perdido? -le preguntó ella.

Grace dudó, luego vio que no pasaba nada por decírselo. -Michael.

– ¿Por qué se esconde, tío Roy? ¿Ha sido malo?

Grace sonrió. Los niños tenían una visión del mundo mucho más simple que los adultos; no obstante, aquélla era una buena pregunta. Había aprendido hacía mucho tiempo que en el trabajo policial no había que fiarse nunca de nada; no dejar piedra por mover, abrir todas las puertas, no pensar de manera convencional. Tan importante era considerar a Michael Harrison un participante activo en su propia desaparición como un participante pasivo. A pesar del cadáver que ahora ya estaría en el depósito.

– No estoy seguro -contestó.

– ¿Qué pasa si no encuentras nunca a Michael?

Era una pregunta inocente, pero tocó la fibra sensible de sus emociones.

– Creo que lo encontraremos -respondió sin querer decirle nada sobre el cadáver.

– Pero si no, ¿qué pasa? -insistió la niña-. ¿Hasta cuándo lo buscaréis?

Grace sonrió con tristeza al ver su inocencia. Había nacido un año después de que desapareciera Sandy y no tenía ni idea de lo dolorosas que eran sus preguntas.

– El tiempo que haga falta.

– Podría ser mucho tiempo, si se ha escondido bien. ¿Verdad?

– Es posible.

– ¿O sea, que eso quiere decir que quizá no veamos una jirafa en muchos años?

Después de terminar su conversación con la niña, Grace llamó de inmediato a Emma-Jane Boutwood al centro de investigaciones.

– ¿Qué has averiguado sobre el pendiente?

– Michael Harrison solía llevar uno siempre, un pequeño aro dorado, hasta que su prometida le dijo que se lo quitara; pero es posible que se lo pusiera para salir esa noche.

No eran buenas noticias, pensó Grace.

– De acuerdo. Los móviles. Ya deberíamos tener en los archivos los números de móvil de Mark Warren y Ashley Harper. Quiero que te pongas en contacto con las compañías telefónicas y consigas copias de sus conexiones del… -lo pensó un momento- sábado pasado.

– Puede que hasta mañana no consiga resultados, señor. Ya he tenido problemas antes para obtener algo de las compañías telefónicas en fin de semana.

– Haz lo que puedas.

– Sí, señor.

Diez minutos después, por segunda vez aquel fin de semana, Grace se dirigió al edificio largo y bajo que albergaba el depósito de cadáveres de Brighton y Hove. El sol brillante de mayo no tenía ningún efecto sobre su exterior deprimente, cómo si las rugosas paredes grises estuvieran allí para protegerlo del calor que osara intentar entrar. Sólo los cadáveres fríos y las almas aún más frías tenían permitida la entrada.

Exceptuando a Cleo Morey.

Esperaba que aquel día también estuviera de guardia. Lo esperaba con todas sus fuerzas mientras caminaba hacia la puerta y llamaba al timbre. Al cabo de unos momentos, para su regocijo, Cleo le abrió. Vestida como siempre, con su uniforme de bata verde, delantal verde y botas blancas, que era el único conjunto que le había visto puesto, lo saludó con una gran sonrisa. Parecía que realmente se alegraba de verlo.

Y, por un momento, se quedó ahí plantado, mudo, como un chico en su primera cita con una chica que, en el fondo, sabe que no está a su alcance.

– Hola -le dijo y, luego, añadió-: No podemos seguir viéndonos así.

– Prefiero que entres caminando que con los pies por delante -dijo ella.

Él meneo la cabeza, sonriendo.

– Muchas gracias.

Lo acompañó a su minúsculo despacho con sus paredes rosas.

– ¿Puedo ofrecerte un té? ¿Café? ¿Un refresco?

– ¿Puedes prepararme un té con bollitos de Cornualles?

– Claro. ¿Los bollitos de mermelada de fresa con nata?

– ¿Y pastas de té?

– Por supuesto. -Cleo se echó el pelo rubio hacia atrás, pero sus ojos no dejaron de mirarlo. Era evidente que estaba coqueteando con él-. Así que ésta es tu idea de una tarde de domingo relajante.

– Sin lugar a dudas. ¿Acaso no se va todo el mundo al campo los domingos por la tarde?

– Sí -dijo ella, y puso el agua a hervir-, pero la mayoría de la gente va a disfrutar de la flora y la fauna, no a ver cadáveres.

– ¿En serio? -ironizó-. Ya sabía yo que algo malo tenía mi vida.

– Y la mía.

Se hizo un silencio entre ellos. Una oportunidad, Grace lo sabía. El hervidor soltó un pitido débil. Vio que un hilo de vapor resbalaba del pitorro de plástico.